La vida quieta de Llullu
Nuestro hijo Llu¨ªs Serra Pablo, alias Llullu, naci¨® el 14 de marzo del a?o 2000 con una grave encefalopat¨ªa que la ciencia neurol¨®gica a¨²n no ha sido capaz de definir. Ocho a?os despu¨¦s de su nacimiento, el diagn¨®stico es inexistente. Como cuento en la introducci¨®n del libro, la terminolog¨ªa m¨¦dica no pasa de encefalopat¨ªa no filiada, el lenguaje popular se las apa?a con la f¨®rmula, bastante clara, de par¨¢lisis cerebral y el lenguaje administrativo lo eval¨²a como discapacitado con grado de disminuci¨®n del 85%. En casa, todas estas etiquetas cuentan poco. Llu¨ªs es nuestro segundo hijo. Tiene unas necesidades un poco peculiares, pero eso s¨®lo significa que estamos m¨¢s pendientes de su fragilidad. Nuestro objetivo siempre fue que ni su hermana ni nosotros dej¨¢semos de hacer nunca nada de lo que har¨ªamos si no tuviera que ir por el mundo al 15% de rendimiento. No siempre es posible, pero la mayor¨ªa de veces se trata s¨®lo de hacerlo de otra manera.
Llevo veinte a?os publicando novelas, relatos, libros sobre juegos de palabras, art¨ªculos y crucigramas. La vigilia del d¨ªa que naci¨® Llu¨ªs acababa de entregar el manuscrito de Verbalia (juegos de palabras y esfuerzos del ingenio literario). Siempre he cre¨ªdo en la inteligencia verbal y jam¨¢s hubiese imaginado tener que relacionarme con un ser querido sin su concurso: a trav¨¦s de la piel, los labios, la m¨²sica... Mi situaci¨®n no es la de alguien que se enfrenta a un problema de salud extremo y decide escribir un libro para explicar su historia. Yo me paso el d¨ªa escribiendo sobre temas muy variados. ?C¨®mo no iba a escribir sobre algo que me afecta de un modo tan intenso? A pesar de lo dif¨ªcil que es explorar a fondo la intimidad, la decisi¨®n de hacerlo se me antoja ya lejana. Pero antes tuve que enfrentarme a otra pregunta casi id¨¦ntica: ?c¨®mo iba a hacerlo? Los libros me apasionan no s¨®lo por lo que cuentan, sino por c¨®mo lo cuentan.
Me pas¨¦ a?os recopilando paradojas. La posici¨®n tras el manillar de una silla de ruedas es un observatorio privilegiado de la condici¨®n humana. Un ni?o que no progresa adecuadamente en ninguna de las asignaturas curriculares es como un im¨¢n. Todas las miradas se posan en ¨¦l y t¨² observas impunemente cu¨¢n diversas son. El quieto del t¨ªtulo es una de esas paradojas. Muchas veces, sobre todo cuando Llullu era m¨¢s peque?o, la gente nos felicitaba por tener un ni?o que se estaba tan quietecito. Incluso le pon¨ªan como ejemplo para re?ir a los suyos: "?Lo ves, Juan?, ?este ni?o s¨ª que se est¨¢ quieto!". ?Qu¨¦ hacer? Verbalizar los escabrosos detalles de su quietud forzosa era mi primera opci¨®n, pero la prudencia de su madre a menudo consegu¨ªa refrenar mi instinto pele¨®n. Las paradojas se suceden en nuestra vida junto a ¨¦l, pero hasta que di con la m¨¢s poderosa, no supe c¨®mo iba a escribir sobre ello.
Sucedi¨® en un c¨¢mping de Pals, en la Costa Brava, mientras su primo Oriol bailaba como un poseso la astrosa coreograf¨ªa del No rompas m¨¢s mi pobre coraz¨®n. Una idea obsesiva naci¨® en un rec¨®ndito rinc¨®n de mi cuerpo, me subi¨® por la garganta como un co¨¢gulo y se me instal¨® en el cerebro con una potencia cancerosa inaudita: "Llu-llu-nun-ca-lo-ha-r¨¢". Siete s¨ªlabas anodinas, hiato mediante, que deben de habitar en los cerebros de muchos padres frustrados por las expectativas truncadas de sus hijos, pero que jam¨¢s hasta entonces se me hab¨ªan impuesto con tanta claridad. Cuando, al poco, se acab¨® el tema country y Oriol huy¨® corriendo de la pista de baile, mi aflicci¨®n ya fue total. Porque, la verdad, que Llullu no aprenda nunca a bailar country tiene un pase. Lo del no-rompas-m¨¢s-mi-pobre-coraz¨®n es una horterada que pronto nadie recordar¨¢. En cambio, que no aprenda nunca a correr con la elegancia desgarba-
da que exhib¨ªa mi sobrino Oriol ya es otra cosa. Eso
s¨ª que es una maldad que nadie deber¨ªa tolerar. Una verdadera putada.
Ese mal momento cal¨® tanto en mi cerebro que por la noche so?¨¦ que Llullu corr¨ªa como un gamo. Poco pod¨ªa imaginar que aquel gozoso sue?o era el germen de un deseo que se har¨ªa realidad en las p¨¢ginas de un libro. Al cabo de unos meses, mis neuronas activaron ese recuerdo on¨ªrico cuando vi en una librer¨ªa de Barcelona una colecci¨®n de foliscopios que reproduc¨ªan escenas cl¨¢sicas del cine. Que si el bofet¨®n de Gilda, que si el ojo rasgado de Un chien andalous... Llam¨¦ a mi amigo fot¨®grafo Jordi Rib¨® y le dije que ya sab¨ªa qu¨¦ quer¨ªa. Quer¨ªa ver correr a mi hijo. Tras el l¨®gico silencio al otro lado del aparato, nos pusimos manos a la obra. Fueron diversas sesiones en su estudio de Granollers, echados sobre cojines. El dise?ador Miquel Llach prepar¨® dos grandes cartulinas rectangulares. Conten¨ªan las 12 posiciones corporales del movimiento atl¨¦tico de un velocista, siluetadas con 12 colores distintos al tama?o natural de Llullu. Recordaban las siluetas que dibuja la polic¨ªa cient¨ªfica para marcar la posici¨®n de un cad¨¢ver.
Pero ese d¨ªa, Llullu estaba muy vivo. Abri¨® los ojos como naranjas sanguinas cuando el fot¨®grafo, colgado del techo con un arn¨¦s, le salud¨®. Tras encajar cojines en tres puntos estrat¨¦gicos, conseguimos que la posici¨®n de nuestro atleta fuera lo suficientemente estable.
El procedimiento era sencillo. Miquel cantaba un color y los cuatro que sosten¨ªamos las extremidades de Llullu las situ¨¢bamos en la posici¨®n que nos marcaba el silueteado de ese color. Luego o¨ªamos los disparos de la c¨¢mara.
-Ahora el verde -ordenaba.
Y desplaz¨¢bamos unos mil¨ªmetros la extremidad hasta que coincid¨ªa, m¨¢s o menos, con el dibujo verde del atleta que hab¨ªa debajo.
-Perfecto -cantaba Jordi desde las alturas tras disparar-, ?lo tenemos! Ahora el naranja.
Mientras intent¨¢bamos encajar su cuerpo desmadejado en los patrones de conducta de los mejores espec¨ªmenes de la raza humana nos re¨ªmos un mont¨®n. Tumbados para salir el m¨ªnimo en las fotos, vivimos una verdadera catarsis. Luego vendr¨ªa un laborioso proceso de filtraje. Miquel borr¨® nuestras huellas con Photoshop y reemplaz¨® los pedazos que dejaban nuestras manos con trozos de ropa o de piel copiados de otro lado. Fue una operaci¨®n quir¨²rgica. Un injerto tan exitoso que nos permiti¨® ver correr a nuestro hijo tal como lo hab¨ªa so?ado. Tal como todos los lectores del libro podr¨¢n comprobar con s¨®lo hojear r¨¢pidamente sus ¨²ltimas p¨¢ginas, ya sin numerar, en las que Llullu toma la voz.
Saber c¨®mo terminar¨ªa el relato me desatasc¨®. De repente afloraron montones de episodios que merec¨ªan ser narrados. Historias con un denominador com¨²n: Llullu estaba en el centro de todas las miradas, transformado en espejo. Una noche, en G¨¦nova, hab¨ªamos reservado mesa para cuatro en un restaurante del puerto. Al llegar, la jefa palideci¨®. La imagen de Llu¨ªs, cabizbajo en su silla, con las gre?as recogidas por una cinta rojiza, debi¨® de sobrecogerla. Desde mi observatorio habitual, agarrado al manillar, percib¨ª el repentino cambio de expresi¨®n que agitaba el rostro de la elegante cincuentona. La mujer abri¨® unos ojos como platos cuadrados intentando entender d¨®nde empezaba y d¨®nde acababa el ni?o, supongo que sin lograrlo, porque Llullu andaba hecho un ovillo en su silla. El impacto fue tan grande que empez¨® a poner pegas de todo tipo. Que si no cabr¨ªa la silla, que si ten¨ªa muchas reservas, que si deber¨ªamos cenar en el segundo comedor, a siete escalones del primero... La escena adquiri¨® tintes vodevilescos cuando la genovesa llam¨® a su marido para que nos contara, en ingl¨¦s, las draconianas condiciones que nos quer¨ªa imponer para quedarnos y ¨¦ste se hizo el longuis. Rematamos la bronca con una gloriosa mariscada.
Aquella misma noche, ya en el hotel, intent¨¦ capturar cada instante de ese episodio surreal en un bloc de notas. Mucha gente se comporta como si viviera sola en el mundo. Como los padres que aparcan en la acera e impiden el paso de nuestra silla de ruedas. Cada ma?ana tengo que hacer mil filigranas para poder acceder al lugar donde nos espera el autob¨²s adaptado. Cerca de casa hay una escuela y muchos padres detienen sus coches encima de las aceras mientras acompa?an a sus reto?os hasta la puerta misma, no fuera caso que un comando de Al Qaeda los secuestrase. Mi rabia me llev¨® a ponderar la posibilidad de rayar coches, romper retrovisores e incluso pinchar ruedas. Al final, como nunca he sido partidario de la violencia, llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que podr¨ªa infligir castigos m¨¢s elaborados a los infractores. Se me ocurri¨® imprimir unas gruesas cintas adhesivas con mensajes reivindicativos y pegarlas luego en los parabrisas de los coches que entorpecieran el paso. A la altura de los ojos del conductor, claro. Incluso llegu¨¦ a pedir presupuesto para hacer un cierto tiraje. Imagin¨¦ lo bien que me lo pasar¨ªa al ver c¨®mo estos aparcadores insensibles intentaran despegarlas para poder conducir sin pillar tort¨ªcolis. La verdad es que, mientras lo planeaba, me cre¨ªa un as del sabotaje, pero al final desist¨ª. No ve¨ªa nada claro qu¨¦ iba a ganar institucionalizando mi malestar.
Pronto me di cuenta de que, junto a los episodios m¨¢s dolorosos, emerg¨ªan momentos luminosos y sumamente divertidos. Como cuando, en la sala de juegos de ingenio del Museo de la Ciencia de Vancouver, nos pusimos a competir mediante un artilugio que med¨ªa la capacidad de poner la mente en blanco. Llullu nos derrot¨® a todos. O cuando, en Disney Par¨ªs, su hermana descubri¨® que el pase de minusv¨¢lido era una verdadera tarjeta Vip que nos permit¨ªa subir a las atracciones por la salida, sin hacer cola. Eso cambi¨® radicalmente su visi¨®n de Llullu. El trato continuado con los profesionales de la asistencia de las fundaciones Nexe y Guimbarda me llev¨® a ver que todos los que trat¨¢bamos con llullus llevamos una medalla en el hombro. Nuestra legi¨®n de honor es de saliva, claro. Por sus babas.
Ir por la vida junto a un ser tan especial te pone en contacto con las creencias de la gente.Mi recuerdo favorito es el de un pastor protestante que vino a rezar por una ni?a gitana con quien compart¨ªamos habitaci¨®n, y cuyos acompa?antes formaban un grupo numeros¨ªsimo. El pastor se llev¨® a la criatura a la sala de fumadores del hospital (aunque sucedi¨® en el a?o 2000, definitivamente eran otros tiempos) y la levant¨® por encima de las cabezas de los familia-res. Luego le impuso las manos y empez¨® una especie de plegaria con coreograf¨ªa. Le toc¨® la frente y pidi¨® a Dios por su sanaci¨®n. Todos le respondieron levantando los brazos, como un coro de almas en pena. Luego le toc¨® los ojos.
-Oh, Se?or, Vos que sois todopoderoso, haced que sanen estos ojos.
El coro de voces que lo rodeaba aument¨® el volumen de la r¨¦plica.
-Te lo suplicamos, Se?or.
Y el pastor recomenz¨® el proceso, ahora con sus dedos en la nariz de la ni?a.
-Oh, Dios omnipotente, haced que sane esta nariz.
-Te lo suplicamos, Se?or.
Luego lleg¨® el turno de las orejas, la boca, el cuello, las espaldas, el pecho. La letan¨ªa era muy r¨ªtmica, con un punto de africana. El pastor tocaba un ¨®rgano con las manos y utilizaba un nuevo formulismo petitorio para solicitar la intercesi¨®n divina. Las variantes eran m¨ªnimas y siempre arrastraba la voz al pronunciar la palabra Se?or. Como para subrayarla. A cada nuevo ¨®rgano, las r¨¦plicas sub¨ªan de tono, cada vez m¨¢s estridentes. A la altura del est¨®mago, ya superaban sin duda el umbral ac¨²stico que permitir¨ªa cualquier instituci¨®n sanitaria. Cuando lleg¨® a las rodillas, yo ya me hab¨ªa fumado dos camel. Seguidos. No pod¨ªa negar que el repaso anat¨®mico al cuerpecito de la menor era exhaustivo. Hubiera dado lo que fuera por librarme de mi escepticismo extremo.
Si hubiese tenido la certeza de que las plegarias del pastor tuvieran la m¨¢s m¨ªnima eficacia, en aquel mismo momento hubiera arrancado todos los cables que llevaba mi hijo, me hubiese hecho evangelista por procedimiento de urgencia en el mismo pasillo y le hubiera hecho pasar esa ITV espiritual, a ver si los coros de Yahv¨¦ consegu¨ªan sanarlo. De hecho, t¨¦cnicamente bastaba con que le pusiesen las manos en la cabeza. Al final no necesit¨¦ caer de ning¨²n caballo. La ¨²ltima petici¨®n del pastor me entusiasm¨®. Tras recorrer todos los rincones corporales de la ni?a, desde la frente hasta los dedos de los pies, volvi¨® a ponerle las manos en la cabeza y bram¨®, con voz de negro espiritual:
-Oh, Se?or, Dios Creador del mundo y de todos los seres que lo habitan, haced que los m¨¦dicos que han de tratarla tengan la cabeza clara para hallar la manera de sanarla.
-?Te lo suplicamos, Se?or! me o¨ª pronunciar con entusiasmo ilustrado.
Con los a?os he visto que convivir con nuestro hijo implica prescindir de la noci¨®n de progreso. Los tiempos verbales pierden sentido, porque ayer, hoy y ma?ana son y no son lo mismo. Momentos. Antes y ahora. Siempre.
Algunas de estas im¨¢genes provocan puntos de fuga inevitables en la mente de cualquier persona. M¨¢s a¨²n si, como yo, se dedica a escribir historias de ficci¨®n. Dorian Gray vendi¨® su alma al diablo para poder ser, m¨¢s que inmortal, invariable, mientras los estragos del tiempo iban modificando el aspecto del retrato invisible que hab¨ªa escondido en el s¨®tano. Aqu¨ª, el proceso se invierte. Nuestro hijo ni es invisible ni tampoco el retrato de nadie, aunque se parezca a sus padres y a su hermana. ?l y los que son como ¨¦l act¨²an de espejos. Quienes nos miramos en ellos un poco a fondo envejecemos de un modo distinto. Si Dorian Gray hubiese conocido a un llullu, nunca se habr¨ªa conformado con la invariabilidad de los presuntos inmortales. Habr¨ªa aprendido a mirar en vez de querer ser mirado. A envejecer. Muy probablemente no habr¨ªa querido ser retratado, sino retrato.
El libro 'Quieto', de M¨¤rius Serra, ha sido editado recientemente por Anagrama
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