Cuentos infinitos
Hace unos d¨ªas, desayunando en el caf¨¦ de costumbre, me hice con el ¨²nico peri¨®dico libre que quedaba en la barra. Eran ya casi las once y me sorprendi¨® encontrarlo en buen estado. Empec¨¦ por el final, una entrevista. O, mejor, por una de las respuestas que un lector an¨®nimo se hab¨ªa molestado en destacar envolvi¨¦ndola en un trazo verde que recordaba a una nube. Hay gente que tiene la man¨ªa de garabatear en peri¨®dicos ajenos, y otra, entre la que me cuento, que no puede resistirse a mirar sus dibujos, subrayados o signos. El entrevistado era John Michael Bishop, rector de la Universidad de California, premio Nobel y autor de notables descubrimientos en el campo de la investigaci¨®n m¨¦dica. Me llam¨® la atenci¨®n que, hablando de sus hallazgos, insistiera en la importancia de "seguir la nariz", algo que, en principio, no me pareci¨® demasiado cient¨ªfico. Continu¨¦ leyendo. "La nariz", en efecto, era una forma de nombrar la intuici¨®n, pero -como aclaraba enseguida- una intuici¨®n "que se alimenta de conocimientos racionales: de tantas cosas que no sabes que sabes. Y de repente... ?conexi¨®n! ?Los conectas! Te puede pasar en la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sue?os...". El lector an¨®nimo hab¨ªa subrayado en sue?os. Mir¨¦ alrededor. Dos oficinistas, el peluquero del barrio y un grupo de estudiantes extranjeros. Cualquiera de ellos, adem¨¢s de un bol¨ªgrafo verde, pod¨ªa haber tenido un sue?o revelador aquella noche. Y volv¨ª a la nube. A la respuesta de J. M. Bishop, la frase que, entonces me di cuenta, iba mucho m¨¢s all¨¢ del campo de la investigaci¨®n cient¨ªfica. Pens¨¦ en el cuento. Y pens¨¦ tambi¨¦n que aquella frase me hab¨ªa gustado, mucho antes de saber que me hab¨ªa gustado.
Muy a menudo el proceso de escritura se asemeja a un largo pasillo en el que nos adentramos con cierta tranquilidad y paso firme
En el largo pasillo, se abren puertas, se adivinan ventanas, se dibujan altillos, o se presienten s¨®tanos o pozos profundos
En el territorio del cuento suelen concurrir un mont¨®n de factores a menudo absurdos; por lo menos, contradictorios. El cuento no goza de la misma aceptaci¨®n en todos los pa¨ªses, cosa sabida, ni tampoco del mismo respeto. A veces, incluso, en casos extremos, cuentistas y lectores -el lector juega un papel importante en lo que estamos hablando- tienen la sensaci¨®n de pertenecer a una secta, una singular hermandad de iniciados protegida por infatigables estudiosos que desenvainan la espada a la menor ocasi¨®n en defensa del g¨¦nero. Aunque ?qui¨¦n lo ataca? Nadie, que yo sepa. Por lo menos abiertamente. Se trata, a lo sumo, de un silencio, de un "pasar por alto", de situar el g¨¦nero-cuento en un lugar m¨¢s que discreto de unas hipot¨¦ticas estanter¨ªas. Y sin embargo ?cu¨¢ntas veces se rompe este silencio! A los novelistas se les pregunta por sus novelas. A los cuentistas por el cuento. Algo misterioso debe de tener el g¨¦nero para que haya dado lugar a tantas y tantas p¨¢ginas sobre s¨ª mismo. Y en los intentos de aproximaci¨®n, en las numerosas "po¨¦ticas" -que, otra curiosidad, adem¨¢s de a los poetas, ¨²nicamente se nos pide a los cuentistas- encontramos una serie de premisas en la que casi todos los autores estamos de acuerdo. Hablamos as¨ª de esfericidad, del valor de la mirada, de la importancia de "lo que no se dice", de concisi¨®n, de intensidad, de econom¨ªa, de equilibrio, o de que, posiblemente y a la postre, un buen relato es el que va m¨¢s all¨¢ de la palabra "Fin" y persigue al lector hasta mucho despu¨¦s de haberlo concluido. Pero ah¨ª empieza y acaba la concordia. Porque hay m¨¢s. Y en esas tentativas de aproximaci¨®n -palabra que prefiero a "definici¨®n", por lo que esta ¨²ltima pueda tener de carcelaria- siempre asoma algo que, de repente, nos aleja. No sabemos lo que es. ?Y para qu¨¦ saberlo? Tal vez en eso estribe la esencia secreta de un buen cuento. Un soplo, una presencia ausente que felizmente se resiste a ser encasillada. Algo muy semejante a una chispa, un fogonazo, la "conexi¨®n" de la que hablaba Bishop, y que puede ocurrir en cualquier momento. "En la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sue?os...".
Es posible que tampoco en este punto estemos todos completamente de acuerdo. Existen casi tantos cuentistas como maneras de afrontar un cuento, e, incluso, si un autor nos abre su trastienda, nos percataremos enseguida de que cada relato ha obedecido a un impulso diferente. Ser¨ªa absurdo pretender encorsetarlos. Hay cuentos que se escriben de un tir¨®n, con una facilidad pasmosa, como si estuvieran dormitando en un lugar rec¨®ndito del cerebro y el autor, en funciones de amanuense de s¨ª mismo, no tuviera m¨¢s misi¨®n que arrancarlos de su letargo y transcribirlos. Otros, en cambio, act¨²an como aut¨¦nticos secuestradores. Surgen de pronto, se instalan en nuestra cabeza, en el papel, en nuestra vida, malogrando el menor intento de deserci¨®n, conmin¨¢ndonos a entregarnos en cuerpo y alma, y dej¨¢ndonos pr¨¢cticamente sin aliento. S¨®lo al final, al t¨¦rmino del cautiverio, volvemos a ser lo que fuimos y respiramos liberados. Cort¨¢zar, que conoc¨ªa de sobra estos arrebatos, los llam¨® "cuentos contra el reloj", apreciaci¨®n ¨²nicamente aplicable al g¨¦nero, porque parece m¨¢s que improbable que, en ese especial estado de posesi¨®n, se pueda empezar y acabar una novela sin que el autor perezca en el intento. Pero no siempre la creaci¨®n resulta tan r¨¢pida o compulsiva. Muy a menudo -y apelo ahora sobre todo a mi experiencia- el proceso de escritura se asemeja a un largo pasillo en el que nos adentramos con cierta tranquilidad y paso firme. Tenemos un objetivo en la mente y un itinerario en la mano. Creemos -de ah¨ª nuestra aparente decisi¨®n- saber ad¨®nde vamos. Pero no est¨¢ tan claro que as¨ª sea. Porque aunque, como dijo Borges, resulta "un gran alivio conocer el final", eso no implica que, forzosamente, lleguemos a donde nos hab¨ªamos propuesto. En el largo pasillo, a derecha e izquierda, en el techo o bajo nuestras pisadas, se abren puertas, se adivinan ventanas, se dibujan altillos, o se presienten s¨®tanos o pozos profundos. Y el autor, muy due?o de seguir implacable el trayecto previsto, puede, al contrario, ceder a la tentaci¨®n de curiosear, traspasar puertas, asomarse a ventanas, o preguntarse qu¨¦ es lo que se oculta bajo sus pies o se esconde en el interior de los altillos. Corre el riesgo de perder el rumbo, cierto. O de perderse, en todos los sentidos. Aunque tambi¨¦n es posible que, despu¨¦s de sus peque?as incursiones, vuelva al plan originario y termine arribando a puerto enriquecido. O quiz¨¢s el puerto -el "alivio" de Borges- no sea, como cre¨ªamos, el destino final, sino tan s¨®lo una escala que deje entrever otro puerto. O una sucesi¨®n de puertos. Cuando esto ocurre -as¨ª, de pronto, sin previo aviso- el autor se siente como un mago que acaba de sacar un animal vivo de la chistera. Una paloma o un conejo que no recordaba haber escondido en el forro de la levita o en sus enormes bolsillos de doble fondo. Y se asombra, claro est¨¢. No podr¨ªa ser de otra manera.
Pero no estoy hablando de magia ni de milagros, sino de algo tan simple como la chispa, el fogonazo; la s¨²bita conexi¨®n con esas "cosas que no sabemos que sabemos". Y, sin embargo, all¨ª est¨¢n. Como en los bolsillos del prestidigitador olvidadizo, o como en la vieja e inh¨®spita posada espa?ola, minuciosamente descrita por Richard Ford, entre otros viajeros de talento, y rescatada por J¨¹nger en las ¨²ltimas l¨ªneas de su Visita a Godenholm. Nuestra posada es un cruce de caminos, un intercambio de historias y vivencias. Pero tambi¨¦n un lugar de desabastecidas alacenas en el que los hu¨¦spedes, en definitiva, no encuentran "m¨¢s que lo que traen consigo en su equipaje". Palabras que en su d¨ªa me impresionaron, y que, si alguien husmeara en mis estanter¨ªas, descubrir¨ªa todav¨ªa hoy subrayadas en rojo. En un t¨ªmido, respetuoso y cada vez m¨¢s desva¨ªdo trazo de l¨¢piz rojo. -
Cristina Fern¨¢ndez Cubas (Arenys de Mar, Barcelona, 1945) ha publicado recientemente el libro Todos los cuentos (Tusquets, 2008. 507 p¨¢ginas. 24 euros), que re¨²ne su obra de 25 a?os: veinte relatos de cinco libros -Mi hermana Elba (1980), Los altillos de Brumal (1983), El ¨¢ngulo del horror (1990), Con Agatha en Estambul (1994) y Parientes pobres del diablo (2006)-, y El faro, homenaje a Edgar Allan Poe.
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