Ingrid
Si soy honesta, no puedo sustentar mi desconfianza en razones objetivas. Puedo decir, eso s¨ª, que me conmovi¨® Clara Rojas, que me conmovi¨® su historia, su rostro, la emoci¨®n que transmit¨ªa en las pocas fotos que se dej¨® hacer, y su sobriedad, su silencio posterior. Los narradores sabemos que, aunque la verosimilitud no sea lo mismo que la verdad, puede llegar a arraigar en las conciencias con mucha m¨¢s fuerza que lo verdadero. Por eso, porque mi conflicto con Ingrid radicaba en su inverosimilitud, y no en una verdad que desconozco, fui cautelosa. Por eso, y porque a veces me harto de m¨ª misma, y de esa man¨ªa m¨ªa de llevar siempre la contraria.
Pero, si soy honesta, debo reconocer que nunca me cre¨ª a Ingrid Betancourt. La foto que se hizo con aquella t¨²nica de tela de saco, el pelo lacio de las Magdalenas cl¨¢sicas y una pulsera que evocaba la corona de espinas de Jesucristo, revelaba ya una personalidad tortuosa, pero no anticipaba la metamorfosis que convirti¨®, de un d¨ªa para otro, a aquella Dolorosa en una rutilante estrella medi¨¢tica. Y eso no me impresion¨® tanto como las declaraciones en las que Luis Eladio P¨¦rez se atribu¨ªa a s¨ª mismo, a su debilidad, a su desaliento, a su inferioridad f¨ªsica y moral, el fracaso de la fuga que compartieron, en un tono estremecedor por su dureza, pr¨®xima a la humillada sintaxis de las viejas autocr¨ªticas.
Ahora, los tres norteamericanos que convivieron con ellos en la selva como rehenes de las FARC, han escrito un libro que ofrece otra versi¨®n de Ingrid, la princesita fr¨ªvola, arrogante y manipuladora que mangoneaba a todos, prisioneros y guardianes, en su propio beneficio. Es probable que sean injustos, aunque su experiencia les da derecho a serlo. Y es probable que yo sea m¨¢s injusta a¨²n pero, honestamente, ning¨²n retrato de Ingrid Betancourt me parece tan veros¨ªmil como el suyo.
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