De oro y barro
"Nace en las Indias honrado / donde el Mundo le acompa?a / viene a morir en Espa?a y es en G¨¦nova enterrado". La voz culta y canalla de Paco Ib¨¢?ez cantando la letrilla del Don Dinero de Quevedo me ronda por la cabeza cuando paso por el entorno de la sede del PP, en la calle que lleva el nombre de la ciudad en la que presuntamente naciera Crist¨®bal Col¨®n; y al burlesco estribillo, acompasado por los tiempos, se une insidiosamente otro aforismo quevedesco: "Aquel que pierde la honra por el negocio, pierde el negocio y la honra".
Los banqueros genoveses del Siglo de Oro tuvieron reconocida fama de truhanes, guardianes de la intriga y notarios de la codicia propia y ajena. Por un momento, pienso que revivimos, que siempre repetimos, con nuevos h¨¢bitos y renovadas tretas, el dorado siglo. Siempre viven en un siglo de oro los que poseen ese dorado metal que (sigamos con Quevedo) "... rompe recatos y ablanda al juez m¨¢s severo".
Las 115 toneladas de basura recogidas tras el Orgullo Gay equivalen a las de cualquier otra fiesta
En aquel siglo dorado en el que florecieron las Letras y se esmeraron las Artes, se agostaron los campos abandonados, se desangraron las ciudades, villas y aldeas en grandes guerras y mezquinas escaramuzas y el pueblo soport¨® hambrunas b¨ªblicas y pobrezas evang¨¦licas. El cronista sube por la calle de G¨¦nova con la cabeza entre las nubes de anta?o y sus pies desavisados tropiezan con uno de los inn¨²meros obst¨¢culos que el Ayuntamiento de la urbe siembra al paso de los viandantes con las m¨¢s diversas y p¨¦rfidas coartadas. Cuando vuelve a poner los pies en la tierra, jura con quevedesca acritud y aterriza en el presente. El Madrid de hoy se parece, con diferente escala y compostura, al de aquella centuria dorada; para reforzar este aserto buscar¨¦, en cuanto regrese de mi accidentado paseo, en las amenas e ilustradas p¨¢ginas de un libro titulado: Madrid. Una antolog¨ªa para el viajero, en el que el historiador Hugh Thomas introduce y selecciona 200 fragmentos sobre la vida y la historia de la ciudad, entre los que se destacan las impresiones recogidas, a lo largo de los siglos, por ilustres viajeros en sus visitas a la urbe capital, visiones como las del baronet gal¨¦s sir Richard Wynn, gentilhombre de c¨¢mara de Charles, pr¨ªncipe de Gales, que describe as¨ª su primera noche en Madrid: "... Y por la noche regres¨¦ a nuestro alojamiento, donde, por cierto, hab¨ªa tantos desechos arrojados desde las casas que casi nos envenenamos".
En un texto sobre la ciudad del siglo XVII, Fern¨¢ndez de los R¨ªos, historiador del XIX, recoge el comentario de "un escritor del tiempo de Fernando VI" asegurando: "Madrid era la corte m¨¢s sucia que se conoc¨ªa en Europa". Por su parte, el cronista Mesonero Romanos apuntaba que "ten¨ªa mucha semejanza con una burgada interior de ?frica". Fern¨¢ndez de los R¨ªos, despu¨¦s de describir al detalle los mil y un estr¨¦pitos, hedores e incomodidades que sufr¨ªan los vecinos de la Villa, conclu¨ªa con sabias razones: "Los madrile?os no sospechaban siquiera que no hay derecho para estorbar ni incomodar a nadie; que el aseo no consiste en limpiar, sino en no ensuciar; que la limpieza es higiene y econom¨ªa; y se re¨ªan cuando, consignando los efectos de tal abandono, dec¨ªa Salas (Salas Barbadillo): Aun las personas m¨¢s sanas, / si son en Madrid nacidas, / tienen que hacer sus comidas / con p¨ªldoras y tisanas".
La s¨¢tira m¨¢s expl¨ªcita del Madrid de hoy, sucio y desharrapado, la ejecutaba, con implacable iron¨ªa, Forges, el pasado lunes, en su vi?eta de EL PA?S; para los que no la tengan a mano, resumo: bajo el ep¨ªgrafe Madrid, fastos ol¨ªmpicos, se divisa al fondo la l¨ªnea del horizonte madrile?o, amurallado de altos edificios, en el que destacan las torres de Kio, que abren las puertas de la ciudad hostil y desalmada. El protagonista, coloreado y se?alado con una flecha, es "uno de los 300 nuevos vigilantes municipales de reciclaje" que, libreta en mano, supervisa a una ancianita que deposita una botella de vidrio en un contenedor sobre un suelo plagado de las m¨¢s diversas inmundicias org¨¢nicas e inorg¨¢nicas. A espaldas del concienzudo guardi¨¢n ecol¨®gico, sobre el muro de un edificio desahuciado, desconchado, empapelado y tapiado, un joven de nuca despejada maneja el spray con zafia desenvoltura y un hombre, que se adivina maduro por su desguarecida coronilla, orina con impunidad y alevos¨ªa de cara a la pared.
Las 115 toneladas de basura recogidas cuando finaliz¨® la fiesta del Orgullo Gay del pasado s¨¢bado no son una muestra de los insalubres h¨¢bitos de este colectivo, sino un ejemplo de su normalidad incontestable, pues la cifra acumulada de detritos es equivalente y homologable con la de cualquier otra fiesta urbana y callejera sin denominaci¨®n espec¨ªfica de origen.
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