Un trabajo a tiempo parcial
Para cuando lean esto, estar¨¦ muerto. Pero, por supuesto, no puedo predecir cu¨¢nto tiempo llevar¨¦ muerto. Colocar¨¦ este documento en la c¨¢mara de seguridad de mi banco y dar¨¦ instrucciones para que lo env¨ªen al diario de mayor tirada el primer d¨ªa laborable despu¨¦s de mi funeral. Lo ¨²nico que lamento es que no estar¨¦ vivo para saborear mi triunfo retrospectivo. Pero eso tiene poca importancia. Lo saboreo cada d¨ªa de mi vida. Habr¨¦ hecho aquello que decid¨ª hacer cuando ten¨ªa 12 a?os, y el mundo lo sabr¨¢. Y al mundo le interesar¨¢, ?no lo duden!
Puedo decirles cu¨¢l fue la fecha exacta en que tom¨¦ la decisi¨®n de matar a Keith Manston-Green. Ambos ¨¦ramos alumnos de la escuela St. Chad, en el l¨ªmite del condado de Surrey, y ¨¦l era el ¨²nico hijo de un acaudalado hombre de negocios que ten¨ªa una cadena de gasolineras, mientras que mis or¨ªgenes eran m¨¢s humildes y nunca habr¨ªa ido a St. Chad de no haber sido por la ayuda de una beca creada por un antiguo alumno y que llevaba su nombre. Los seis a?os que pas¨¦ all¨ª desde los 11 hasta los 17 fueron infernales. Keith Manston-Green era el mat¨®n del colegio y yo era su casi inevitable v¨ªctima natural: un ni?o becado, t¨ªmido, peque?o para su edad, con gafas, que nunca hablaba de sus padres, nunca recib¨ªa visitas a mitad de trimestre, llevaba un uniforme que resultaba evidente que era de segunda mano y estaba, como la cr¨ªa m¨¢s peque?a de una camada, destinado a ser pisoteado. Durante seis a?os y mientras duraba el curso escolar, me estuve despertando cada ma?ana con miedo. Los maestros (al menos algunos de ellos) deb¨ªan de saber lo que estaba pasando, pero a m¨ª me parec¨ªa que formaban parte de la conspiraci¨®n. Y Manston-Green era listo. Nunca hab¨ªa ninguna magulladura evidente; el tormento era m¨¢s sutil.
Mi plan era tan perfecto? El horror que hab¨ªa planeado para ¨¦l me produc¨ªa una satisfacci¨®n maravillosa
Puede parecerles extra?o, al leer esto tras mi muerte, que matar a Keith Manston-Green fuese la obsesi¨®n de toda mi vida
Tambi¨¦n era listo en otros sentidos. A veces me admit¨ªa temporalmente en su c¨ªrculo de aduladores, me daba dulces, compart¨ªa conmigo su comida y me defend¨ªa de los otros chicos, d¨¢ndome esperanzas de que todo esto indicaba un cambio. Pero nunca hab¨ªa ning¨²n cambio. No tiene sentido que relate los detalles de sus maquinaciones. Basta con decir que a las seis en punto de la tarde del d¨ªa 15 de febrero de 1932, cuando yo ten¨ªa 12 a?os, hice una promesa solemne: alg¨²n d¨ªa matar¨ªa a Keith Manston-Green. Esa promesa me ayud¨® a aguantar los siguientes cinco a?os de tormento y permaneci¨® conmigo, tan firme como cuando la hice, a lo largo de todos los a?os que vinieron despu¨¦s. Puede parecerles extra?o, al leer esto tras mi muerte, que matar a Manston-Green fuese la obsesi¨®n de toda mi vida. Seguramente toda la crueldad de la ni?ez se olvida al final, o al menos se aparta de la mente. Pero no esa crueldad; no de mi mente. Al destruir mi ni?ez, Manston-Green me convirti¨® en lo que soy. Tambi¨¦n sab¨ªa que si olvidaba ese juramento infantil, morir¨ªa amargado por el arrepentimiento y la humillaci¨®n. No hab¨ªa prisa, pero era algo que ten¨ªa que hacer.
Mi padre hab¨ªa heredado el negocio familiar situado en la periferia del East End londinense. Era cerrajero, y me ense?¨® el oficio. La tienda fue bombardeada durante la guerra y mis padres murieron, pero el dinero del Gobierno compens¨® la p¨¦rdida. La casa y la tienda fueron reconstruidas y empec¨¦ de nuevo. La tienda no fue lo ¨²nico que hered¨¦ de ese hombre reservado, obsesivo e infeliz. Yo tambi¨¦n ten¨ªa, como mi padre, un trabajo a tiempo parcial.
A lo largo de los a?os, le segu¨ª la pista a Keith Manston-Green. Claro est¨¢ que podr¨ªa haber recibido regularmente noticias sobre ¨¦l poniendo mi nombre en la lista de distribuci¨®n de la revista anual de la Sociedad de Antiguos Alumnos de St. Chad, pero eso me parec¨ªa poco aconsejable. Quer¨ªa que St. Chad se olvidase de mi existencia. Confiar¨ªa en mis propios recursos. No fue dif¨ªcil. Manston-Green, como yo, hab¨ªa heredado el negocio familiar y, al conducir por Surrey, me fijaba en todas las gasolineras por las que pasaba que llevaban su nombre. Tampoco tuve problemas para averiguar d¨®nde viv¨ªa. Mientras esperaba que me llenasen el dep¨®sito de mi Morris Minor, de vez en cuando comentaba "Parece que hay bastantes gasolineras Manston-Green por esta zona. ?Es una empresa privada o algo as¨ª?".
A veces la respuesta era "Vaya a saber, jefe, no tengo ni idea". Pero otras veces consegu¨ªa un pedacito de informaci¨®n valiosa que a?adir a mi colecci¨®n.
"S¨ª, sigue perteneciendo a la familia. Keith Manston-Green. Vive a las afueras de Stonebridge". Despu¨¦s de eso, fue s¨®lo cuesti¨®n de consultar la gu¨ªa telef¨®nica local y encontrar la casa.
Era el tipo de casa que hab¨ªa esperado encontrar. Una monstruosidad de ladrillo rojo de nueva construcci¨®n con un tejado a dos aguas y vigas que imitaban el estilo Tudor, un gran garaje adosado en el que cabr¨ªan hasta cuatro coches, un amplio camino de entrada y un alto seto de alhe?a que le daba intimidad, todo ello rodeado por una valla de ladrillo rojo. En la valla hab¨ªa un cartel con letras que imitaban la escritura antigua y dec¨ªan: Mansi¨®n Manston.
Yo no ten¨ªa una prisa especial por matarle. Lo importante era asegurarme de hacerlo sin levantar sospechas hacia m¨ª y, si era posible, tener ¨¦xito en el primer intento. Era uno de mis placeres constantes: idear posibles m¨¦todos. Pero sab¨ªa que esta anticipaci¨®n mental pod¨ªa ser peligrosamente autoindulgente. Llegar¨ªa un momento en que los planes, por satisfactorios que fueran, deber¨ªan dar paso a la acci¨®n.
Cuando estall¨® la guerra en 1939, yo tem¨ªa, m¨¢s que los bombardeos, que mataran a Manston-Green. La idea de que pudiese morir en combate y ser recordado como un h¨¦roe era intolerable, pero no ten¨ªa que haberme preocupado. Se uni¨® a la RAF, pero no como piloto. Esas codiciadas alas nunca llegaron a coserse sobre el bolsillo del pecho de su uniforme. Era una "Maravilla sin alas", como creo que la RAF los llamaba. Me parece que se dedic¨® a algo relacionado con los equipos o el mantenimiento, y debi¨® de ser eficaz. Termin¨® como teniente coronel y, naturalmente, mantuvo el rango en la vida civil. Sus aduladores le llamaban tenienge (y c¨®mo disfrutaba con ello).
Fue en 1953 cuando decid¨ª empezar a dar algunos pasos encaminados a su eliminaci¨®n. La tienda marchaba moderadamente bien y ten¨ªa un encargado y un ayudante, ambos de fiar. Mi trabajo a tiempo parcial era una excusa para ausentarme durante breves periodos y pod¨ªa dejarles a cargo tranquilamente. Empec¨¦ a hacer peque?as visitas a Stonebridge, una pr¨®spera ciudad situada al borde de la zona perif¨¦rica en la que mi enemigo viv¨ªa. Quiz¨¢ la palabra "reinaba" fuese m¨¢s apropiada. Era miembro del ayuntamiento local y de una o dos fundaciones ben¨¦ficas, de las que dan prestigio y tienen pocas exigencias econ¨®micas molestas, y tambi¨¦n era capit¨¢n del club de golf. Sin duda era el tenienge: pavone¨¢ndose por la sede del club como en su d¨ªa debi¨® de pavonearse en medio del desastre de la guerra.
Para entonces yo ya hab¨ªa averiguado bastantes cosas sobre Keith Manston-Green. Se hab¨ªa divorciado de su mujer, que le hab¨ªa dejado llev¨¢ndose a sus dos hijos, y ahora estaba casado con Shirley May, 12 a?os m¨¢s joven que ¨¦l. Pero fue el hecho de que capitanease el Club de Golf de Stonebridge lo que me dio una idea para acercarme a ¨¦l.
A los cinco minutos de haber entrado en la sede del club, pod¨ªa afirmar que aquel sitio apestaba a esnobismo mezquino de barrio residencial. Aunque realmente no dec¨ªan que no se admitiese a jud¨ªos y negros, se pod¨ªa ver que hab¨ªa un conjunto de convenciones claramente asumidas y destinadas a permitir que los miembros se sintiesen superiores a todos excepto unos pocos elegidos, la mayor¨ªa de ellos empresarios de ¨¦xito de la zona. Sin embargo, ten¨ªan el mismo inter¨¦s en aumentar sus ingresos que las empresas menos esnob, as¨ª que era posible pagar una cuota por el uso del campo, disfrutar de una partida, ya fuese solo o con un compa?ero si uno era capaz de encontrarlo, y recibir lecciones de los profesionales. Les di un nombre falso, por supuesto, y siempre pagaba en efectivo. Era exactamente la clase de intruso en el que nadie se fijar¨ªa demasiado. Desde luego, nadie mostr¨® ning¨²n deseo de querer ser mi compa?ero. Me beb¨ªa una solitaria cerveza, recib¨ªa mi clase y me marchaba tranquilamente. El ni?o bajito, de aspecto corriente y con gafas se hab¨ªa convertido en un hombre bajito, de aspecto corriente y con gafas. Me hab¨ªa dejado crecer el bigote, pero, por lo dem¨¢s, hab¨ªa cambiado poco. No ten¨ªa miedo de que Manston-Green me reconociese, pero, para no correr riesgos, ten¨ªa mucho cuidado de no cruzarme con ¨¦l.
?Y reconoc¨ª yo a Manston-Green cuando le vi despu¨¦s de tantos a?os? ?C¨®mo no iba a hacerlo? ?l tambi¨¦n era una versi¨®n crecida del torturador de mi ni?ez. Segu¨ªa siendo alto pero robusto, sacando pecho, con la cara roja, la voz potente y el pelo negro alisado hacia atr¨¢s. Pod¨ªa ver que los dem¨¢s mostraban deferencia hacia ¨¦l. Era el tenienge, Keith Manston-Green, el pr¨®spero hombre de negocios, el que proporcionaba trabajos y copas de plata, el que daba palmadas en las espaldas y suministraba bebidas gratis.
Y luego vi a Shirley May, su segunda mujer, bebiendo con sus amigas en el bar. Shirley May. Siempre la llamaban as¨ª, por sus dos nombres, y a espaldas de su marido, de vez en cuando o¨ªa los salaces susurros "Shirley puede que s¨ª, pero por otro lado, puede que no". Hab¨ªa conseguido su mujer florero: rubia, aunque evidentemente no natural, voluptuosa, de largas piernas, una visi¨®n del atractivo femenino de estrella de cine de segunda mano. El mero hecho de mirarla, all¨ª en el club, flirteando con un grupo de tontos boquiabiertos, me pon¨ªa enfermo. Fue entonces cuando empec¨¦ a ver c¨®mo podr¨ªa matar a su marido. Y no s¨®lo matarle, sino hacerle sufrir a lo largo de meses de prolongada agon¨ªa, igual que ¨¦l me hab¨ªa hecho sufrir a m¨ª durante a?os. La venganza no ser¨ªa perfecta, pero estar¨ªa tan cerca de serlo como me fuese posible.
Ten¨ªa que planear cuidadosamente los meses anteriores a mi acci¨®n. Primero, era importante que Manston-Green no me viese, o al menos no tan de cerca como para reconocerme, y que nunca oyese ni siquiera mi nombre falso. Eso no fue dif¨ªcil. ?l s¨®lo jugaba los fines de semana y por las tardes; yo eleg¨ª las ma?anas de los mi¨¦rcoles. Incluso cuando nuestras visitas coincid¨ªan, el tenienge era demasiado importante para mirar a jugadores temporales no destacados a los que s¨®lo se les permit¨ªa estar en el campo porque sus cuotas eran necesarias. Tambi¨¦n era importante no resultar ni remotamente interesante para otros miembros. Era necesario jugar mal, y en las pocas ocasiones en que alguien accedi¨® a ser mi compa?ero, jugu¨¦ mal. Hac¨ªa falta cierta habilidad para ello: tengo muy buena punter¨ªa por naturaleza. Ten¨ªa preparada mi historia. Ten¨ªa una madre anciana y enferma que viv¨ªa en el vecindario y le hac¨ªa ocasionales visitas para cumplir. Me embarcaba en aburridas descripciones de los s¨ªntomas y el pron¨®stico y ve¨ªa c¨®mo la mirada de mis compa?eros se desenfocaba mientras se iban alejando. Procuraba que mis apariciones fuesen poco frecuentes; no quer¨ªa convertirme en objeto de cotilleos y curiosidad, ni aunque ambos fueran despectivos. Ten¨ªa que ser demasiado an¨®nimo para que me considerasen siquiera el pesado del club.
Primero, necesitaba una llave de la sede del club. Para un cerrajero eso no era dif¨ªcil. Observando con atenci¨®n, descubr¨ª que hab¨ªa tres personas que ten¨ªan llaves: Manston-Green, el secretario del club, Bill Caraway, y el jugador profesional Alistair McFee. A la de McFee era a la que pod¨ªa echar mano con m¨¢s facilidad. La guardaba en el bolsillo de su chaqueta, que invariablemente colgaba en la puerta de su oficina. Esper¨¦ el momento propicio hasta que, una ma?ana de mi¨¦rcoles en que estaba ocupado en el primer green con un alumno especialmente exigente, saqu¨¦ la llave del bolsillo con las manos enguantadas y, encerr¨¢ndome en los aseos, saqu¨¦ un molde. En mi siguiente visita, prob¨¦ la llave a escondidas. Funcionaba.
Entonces inici¨¦ la segunda parte de mi campa?a. Por la noche, solo en mi oficina de Londres y con los guantes puestos, recortaba palabras de los peri¨®dicos nacionales y las pegaba en una hoja de papel para escribir como el que se vende en cualquier papeler¨ªa. Los mensajes, que enviaba dos veces a la semana, conten¨ªan peque?as variaciones en las palabras, pero el mismo veneno intencionado. ?Por qu¨¦ te has casado con esa puta? ?No sabes que se acuesta con otro? ?Est¨¢s ciego, o qu¨¦? ?No ves en lo que anda metida Shirley May? No me gusta ver c¨®mo enga?an a un hombre decente. Deber¨ªas vigilar a tu mujer.
Tuvieron su efecto. En posteriores visitas al club de golf, cuando, desde una distancia prudencial, les vi juntos, supe que mi cuidadosamente calculada estrategia estaba funcionando. Ten¨ªan discusiones en p¨²blico. Los miembros del club empezaron a alejarse de ellos cuando estaban juntos. El tenienge estaba nervioso; y lo mismo, claro est¨¢, le pasaba a ella. No le daba a ese matrimonio m¨¢s de dos meses. Lo que significaba que no pod¨ªa perder el tiempo.
Fij¨¦ la fecha exacta para dos semanas m¨¢s tarde. Solamente hac¨ªa falta una cosa. Me asegur¨¦ de comprar unos nuevos palos de golf que fuesen de la misma marca que los suyos, un derroche necesario. Sustitu¨ª mi driver por su driver, manej¨¢ndolo siempre con guantes. Eran sus huellas las que quer¨ªa, no las m¨ªas. Me asegur¨¦ de que mis mensajes finales llegasen la ma?ana del d¨ªa elegido; el de ¨¦l por correo y el de ella por debajo de la puerta cuando, mirando, le vi alejarse en su coche hacia el trabajo. El de ella dec¨ªa: Si quieres saber qui¨¦n manda estas notas, re¨²nete conmigo en la sede del club a las nueve de esta noche. Quema esta nota. Un amigo. El de ¨¦l dec¨ªa lo mismo, pero le citaba 10 minutos m¨¢s tarde.
Por supuesto, me daba cuenta de que era posible que ninguno acudiese. ?se era un riesgo que corr¨ªa. Pero si no iban, yo no estar¨ªa en peligro. Simplemente significar¨ªa que tendr¨ªa que encontrar otra forma de matar a Manston-Green. Esperaba que no fuese necesario. Mi plan era tan perfecto? El horror que hab¨ªa planeado para ¨¦l me produc¨ªa una satisfacci¨®n maravillosa.
No les aburrir¨¦ con los detalles; no son necesarios. Ten¨ªa mi llave de la sede del club y estaba esper¨¢ndola con el driver de su marido en la mano. Como he dicho, tengo buena punter¨ªa. S¨®lo necesit¨¦ dos golpes para matarla, y tres m¨¢s para dejarle la cara hecha papilla. Tir¨¦ el driver, sal¨ª fuera y cerr¨¦ la puerta. Hab¨ªa una cabina de tel¨¦fono al final del callej¨®n. Cuando pregunt¨¦ por la polic¨ªa, me pasaron inmediatamente y sin ning¨²n problema. Simul¨¦ otra voz, aunque no era estrictamente necesario. Se convirti¨® en la voz confundida, chillona y aterrorizada de un hombre mayor.
"Acabo de pasar por el club de golf. He o¨ªdo gritos dentro de la sede del club. Una mujer. Creo que alguien la est¨¢ matando".
"?Y su nombre y direcci¨®n, se?or?".
"No, no. No quiero mezclarme en esto. No tiene nada que ver conmigo. S¨®lo he pensado que deb¨ªa avisarles". Y, con las manos enguantadas, colgu¨¦.
Naturalmente, vinieron. Llegaron justo a tiempo de ver a Manston-Green inclinado sobre el cuerpo de su esposa. Eso no podr¨ªa haberlo planeado. Imaginaba que podr¨ªan llegar tarde pero que, aun as¨ª, tendr¨ªan el palo de golf con la sangre y el pelo enmara?ado y apelmazado, las huellas, la prueba de las peleas. Pero no llegaron tarde; llegaron justo a tiempo.
Me resist¨ª a la tentaci¨®n de ir al juicio. Era irritante tener que privarse de ese placer, pero pens¨¦ que era lo prudente. La prensa tomaba fotograf¨ªas de la multitud y, aunque las posibilidades de ser reconocido eran infinitesimales, ?por qu¨¦ arriesgarse? Y pens¨¦ que ser¨ªa sensato seguir yendo de vez en cuando al club de golf, aunque menos frecuentemente. Todas las conversaciones giraban en torno al asesinato, pero nadie se molestaba en incluirme. Tomaba mis solitarias clases y me marchaba. ?l apel¨®, por supuesto, y para m¨ª aquel fue un d¨ªa de preocupaci¨®n. Pero la apelaci¨®n no sirvi¨® de nada, y yo sab¨ªa que el final estaba claro.
S¨®lo transcurrieron tres semanas entre la sentencia y la ejecuci¨®n, y probablemente fueron las m¨¢s felices de mi vida, no en el sentido de una alegr¨ªa exultante, sino en el de saberme en paz por primera vez desde que empec¨¦ en el St. Chad. La semana anterior a la ejecuci¨®n estuve con ¨¦l en esp¨ªritu en aquella celda de condenado a lo largo de cada minuto de cada hora. Yo sab¨ªa lo que pasar¨ªa la ma?ana en que ¨¦l saldr¨ªa de este mundo y de mi mente. Me imaginaba la llegada del verdugo el d¨ªa anterior para cumplir con los requisitos del Ministerio del Interior: la ca¨ªda de una bolsa de arena en presencia del gobernador para asegurarse de que no habr¨ªa contratiempos y de que la longitud de la ca¨ªda era la correcta. Estaba con ¨¦l cuando escudri?aba a trav¨¦s de la mirilla de la puerta de la celda del condenado, una celda situada a tan s¨®lo un par de metros de la c¨¢mara de ejecuci¨®n. Es una muerte compasiva si no se ejecuta mal, y sab¨ªa que Manston-Green probablemente morir¨ªa con menos dolor que yo. El sufrimiento estaba en las semanas anteriores, y nadie pod¨ªa experimentar verdaderamente ese horror excepto ¨¦l. En mi imaginaci¨®n viv¨ª su ¨²ltima noche, las inquietas vueltas en la cama, la tonificante luz del espantoso d¨ªa, el desayuno que no ser¨ªa capaz de comerse, la torpe amabilidad de los guardias siempre alerta. Estaba con el verdugo en mi imaginaci¨®n cuando sujetaba los brazos de Manston-Green. Formaba parte de esa peque?a procesi¨®n que atraves¨® la espantosa puerta, en presencia del p¨¢lido gobernador de la c¨¢rcel, el capell¨¢n con los ojos fijos en el libro de oraciones que sosten¨ªan las temblorosas manos.
Es una muerte r¨¢pida, tan s¨®lo unos 20 segundos desde el momento en que se atan los brazos hasta la ca¨ªda en s¨ª. Pero habr¨ªa un momento en que podr¨ªa ver el pat¨ªbulo, la soga colgando exactamente a la altura de su pecho antes de que le colocaran la capucha blanca. Me sent¨ªa exultante al pensar en esos pocos segundos.
vvvv
Como de costumbre, fui a la c¨¢rcel el d¨ªa antes de la ejecuci¨®n. Hab¨ªa cosas que hacer, instrucciones que seguir. Me saludaban educadamente, pero no era bienvenido. Sab¨ªa que se sent¨ªan contaminados cuando me estrechaban la mano. Y cada prisionero de cada celda sab¨ªa que yo estaba all¨ª. Ya hab¨ªa el esperado alboroto, voces que gritaban, utensilios que golpeaban las puertas de las celdas. Una peque?a multitud de manifestantes o mirones morbosos ya se concentraba fuera de la entrada de la c¨¢rcel. Soy un artesano meticuloso, como lo fue mi padre antes que yo. Tengo mucha experiencia en mi trabajo a tiempo parcial. Y pienso que me reconoci¨®. Oh, s¨ª, me reconoci¨®. Lo vi en sus ojos ese segundo antes de deslizar la capucha blanca sobre su cabeza y tirar de la palanca. Cay¨® como una piedra y la soga se tens¨® y estremeci¨®. Por fin hab¨ªa cumplido la misi¨®n de mi vida y, a partir de ese momento, estar¨ªa en paz. Hab¨ªa matado a Keith Manston-Green.
Traducci¨®n de News Clips
P. D. James
P. D. James
(Oxford, 1920) es una de las grandes autoras de novela policiaca. Trabajar durante 30 a?os en los servicios de seguridad brit¨¢nicos le ayud¨® a conocer a fondo los m¨¦todos policiales y crear a su personaje estrella, el detective Adam Dalgliesh. La gran mayor¨ªa de sus veinte novelas han sido adaptadas al cine o a la televisi¨®n. Su ¨²ltima obra es 'The private patient'
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.