El Chico de Artemisa
A George Jones
Quienes consideran un fen¨®meno ¨²nico las desapariciones de aviones, barcos, nadadores de larga distancia y pelotas de playa flotantes en el Tri¨¢ngulo de las Bermudas es que no tienen noticia de las que sufr¨ªan las diligencias Ben Holladay al cruzar el desierto Rojo cuando Wyoming era territorio ind¨ªgena.
Cuentan los historiadores que, justo despu¨¦s de la guerra civil, Holladay solicit¨® al Servicio Postal de Estados Unidos, fuente principal de ingresos de la l¨ªnea de diligencias, que le permitiera trasladar el itinerario ochenta kil¨®metros hacia el sur, hacia la ruta del interior. Alegaba que en los ¨²ltimos tiempos la ruta del Morm¨®n a California y Oreg¨®n, m¨¢s septentrional, hab¨ªa sido objeto de violentos y arrolladores ataques de los indios, que pon¨ªan en peligro la vida de conductores y pasajeros, operadores de tel¨¦grafos de las paradas de la diligencia y herreros, mozos de cuadra y cocineros de las postas, e incluso de los caballos, as¨ª como la integridad de las costosas diligencias Concord de color negro y rojo (aunque en realidad casi todos los coches eran carretas Red Rupert). Adem¨¢s de enardecidas cartas en las que describi¨® los sangrientos ataques indios, envi¨® a Washington listas detalladas de las mercanc¨ªas y el equipo da?ado o perdido: un rifle Sharp, harina, caballos, arneses, puertas, quince toneladas de heno, bueyes, mulas, toros, grano incendiado, ma¨ªz robado, mobiliario destrozado, incendio de una posta junto con su granero, cobertizos y oficina de tel¨¦grafos, vajillas rotas, ventanas otro tanto. Poco importaba que el rifle lo hubieran dejado apoyado contra la pared de un excusado, donde el viento lo derrib¨® y la arena lo cubri¨® antes de que su due?o saliera a recogerlo, ni que la vajilla se hubiese desintegrado en un concurso de tiro al plato, ni que los da?os del carruaje hubieran sido consecuencia del fuego que encendieron dentro los ateridos viajeros con fardos de documentos oficiales que transportaba la diligencia. Holladay sab¨ªa c¨®mo manejarse con los bur¨®cratas. Los directivos de correos de Washington, alarmados por las escalofriantes noticias, convinieron en que el itinerario se modificase, lo cual ahorr¨® mucho dinero al Rey de las Diligencias, lo que no le ven¨ªa nada mal en esos momentos en que, gracias a informes internos confidenciales, estaba planeando vender su l¨ªnea de transporte en cuanto la Union Pacific reuniese suficientes palas y bastantes irlandeses para iniciar la construcci¨®n de una l¨ªnea f¨¦rrea transcontinental.
Abatida por la soledad, Mizpah Fur se fij¨® en un arbusto de artemisa que a la luz del crep¨²sculo parec¨ªa un ni?o levantando los brazos
La expansi¨®n y quiebra de los negocios mineros barrieron Wyoming de un extremo a otro sin afectar al arbusto en su remota ubicaci¨®n
En cuanto al ataque indio que Holladay describ¨ªa con todo lujo de detalles horripilantes, no hab¨ªa sido m¨¢s que una incursi¨®n guerrera fallida de los sioux, ya que no hubo batalla porque la otra parte no se present¨®. Molestos, los indios quisieron sacar alg¨²n partido al viaje y recogieron un rollo de cable de cobre que hab¨ªa dejado tirado bajo un poste de tel¨¦grafos un operario ansioso de irse a la cantina. Los indios se lo llevaron a su campamento y lo usaron para hacer brazaletes y collares. Al cabo de unos d¨ªas de lucir aquellas joyas, la mayor¨ªa de los guerreros sufr¨ªan graves erupciones cut¨¢neas, problema que no remiti¨® hasta que un m¨¦dico, R.?Singh, de cuya presencia entre los sioux no se puede dar cuenta en estas p¨¢ginas, dedujo que el cable hablante no era bueno para la piel y sugiri¨® que enterrasen lo que quedaba del rollo, as¨ª como todos los brazaletes y anillos. Fue poco despu¨¦s cuando empezaron a desaparecer viajeros en los alrededores de la casa de postas de Sandy Skull, si bien no hay pruebas que relacionen este hecho con el cambio de itinerario ni con el incidente del cable de cobre.
El jefe de la posta de Sandy Skull era Bill Fur, y su mujer, Mizpah, su ayudante. En una caba?a adjunta, un operador de tel¨¦grafos pulsaba la tecla para enviar mensajes. Los Fur llevaban siete a?os casados, pero no hab¨ªan tenido hijos, circunstancia que en aquellos tiempos tan fecundos entristec¨ªa profundamente a ambos. Mizpah, un poco trastornada por esa desgracia, aprovechando el paso de una carreta de emigrantes, cambi¨® una de las camisas buenas de Bill por un cerdito. Luego puso al cerdito pa?ales y empez¨® a darle el biber¨®n con un frasco que en su d¨ªa conten¨ªa linimento equino de Wilfee y analg¨¦sico espa?ol. Lo llenaba con la leche de la desgraciada vaca de los Fur que, bajo la constante amenaza de los toros que pastaban por all¨ª, los cuatreros y los vaqueros dedicados a rodear el ganado, pasaba muchas horas escondida en una cueva cercana. El cerdito tropez¨® un d¨ªa con el dobladillo de sus pa?ales y un ¨¢guila dorada se lo llev¨® por los aires. La afligida se?ora Fur cambi¨® otra de las camisas de su marido por un pollo a un emigrante de paso. No volvi¨® a incurrir en el error de ponerle otros pa?ales. Lo visti¨® con un chaleco ligero de cuero y un diminuto gorro, pero el gorro hac¨ªa las veces de anteojeras y el desdichado pollo no vio el coyote que se lo llev¨® en sus fauces antes de que hubiera pasado una hora.
Muy afectada y abatida por la soledad, Mizpah Fur se fij¨® entonces en un arbusto de artemisa que a la luz del crep¨²sculo parec¨ªa un ni?o levantando las manos, como en lastimera s¨²plica de que lo cogieran en brazos. Aquel arbusto se convirti¨® en la pasi¨®n de la solitaria mujer. Se le antojaba que ten¨ªa una fragancia maravillosa, que a ella le recordaba los pinares y el regusto del lim¨®n. Todos los d¨ªas iba a regarlo a escondidas con un barre?o de agua (mezclada con leche) y era feliz viendo c¨®mo crec¨ªa agradecida, sin importarle que las agujas de cactus destrozasen sus desgastados mocasines cuando iba a visitar el arbusto. En un principio, su marido la observaba desde lejos, mascullando sarc¨¢sticamente, pero luego ¨¦l tambi¨¦n sucumbi¨® a la ilusi¨®n y empez¨® a arrancar la hierba y las plantas de los alrededores para que no le robaran el sustento a su arbusto del alma. Mizpah at¨® a media altura del arbusto una cinta roja. De esa guisa se parec¨ªa a¨²n m¨¢s a un ni?o con los brazos en alto, incluso cuando el sol desti?¨® la cinta desgarrada por el viento hasta un tono rosado y luego blanco sucio.
Fue pasando el tiempo, y el arbusto de artemisa, disfrutando de unos cuidados y mimos que ning¨²n cerdito o pollo, y pocos beb¨¦s humanos, hab¨ªan recibido nunca -Mizpah se hab¨ªa acostumbrado a mezclar salsa y jugo de carne con el agua-, creci¨® much¨ªsimo. A la luz crepuscular parec¨ªa un hombret¨®n con los brazos en alto, como si le hubieran dado la orden de "manos arriba". Centelleaba alegremente bajo la nieve invernal y llamaba la atenci¨®n de los viajeros, porque era el mayor arbusto en aquel tramo desolado de desierto entre Medicine Bow y la posta de Sandy Skull. Para los desertores del ej¨¦rcito se convirti¨® en un punto de referencia. Bill Fur acert¨® a darle el nombre adecuado cierto d¨ªa en que, con un azad¨®n en las manos, coment¨® que iba a limpiar de cactus los alrededores de su Chico de Artemisa.
M¨¢s o menos en la misma ¨¦poca en que Bill Fur despej¨® un buen trecho de terreno alrededor del Chico de Artemisa y abri¨® un camino para llegar hasta ¨¦l, los caballos empezaron a escasear en la zona de la casa de postas. Los Fur y los rancheros del lugar nunca hab¨ªan tenido problemas para atrapar potros salvajes. Tras unas cuantas sesiones de llevar pernos de acero colgando sobre los ojos, de unas buenas palizas con un palo y de ser montados despiadadamente varias veces por alg¨²n mozo que todav¨ªa no tuviera la espina dorsal tiesa como una vara, se les consideraba domados y listos para tirar de las diligencias o servir de montura. Pero daba la impresi¨®n de que los potros salvajes se hab¨ªan trasladado a otras monta?as. Bill Fur lo achacaba a la gran sequ¨ªa que hab¨ªan sufrido.
Habr¨¢n encontrado aguaderos en otro sitio dijo.
Un grupo de emigrantes acamp¨® a pasar la noche junto a la casa de postas y, de madrugada, el jefe de la partida aporre¨® la puerta de los Fur y les pregunt¨® d¨®nde hab¨ªan metido sus bueyes.
Queremos ponernos en marcha dijo el hombre, casi invisible bajo un sombrero de ala ca¨ªda y tras unas gafas rotas, barba cerrada y bigote del tama?o de una ardilla muerta. Ten¨ªa la mano hundida en el bolsillo de su chaquet¨®n, una mala se?al, pens¨® Bill Fur, que hab¨ªa visto unos cuantos cad¨¢veres provocados por bolsillos de chaquet¨®n.
A sus bueyes no los he visto dijo. Esto es un puesto de caballos de refresco -y se?al¨® el corral, donde un par de decenas de ejemplares de cola espesa tomaban el primer sol del d¨ªa. No tenemos carretas de bueyes.
Eran unos bueyes estupendos, con manchas, seis iguales dijo el hombre con un tono grave y amenazador.
Picado por la curiosidad, Bill Fur acompa?¨® al barbudo al lugar donde hab¨ªan soltado los bueyes la noche anterior. Las huellas de sus pezu?as indicaban que hab¨ªan estado pase¨¢ndose en busca de los escasos matojos que hab¨ªa en los alrededores. Registraron una zona amplia, pero no dieron con el rastro de los bueyes porque la tierra se convert¨ªa en roca pelada y ah¨ª no se marcaban las huellas. Unos d¨ªas despu¨¦s, esa misma semana, el descontento grupo de emigrantes se vio obligado a comprar un lote desigual de bueyes al vivandero del fuerte Halleck, un comerciante que adem¨¢s adquir¨ªa a precio de saldo reses en mal estado, las cuidaba hasta que recobraban la salud y luego las vend¨ªa por una fortuna a quien las necesitara.
-Seguramente se los robaron los indios —dijo el vivandero-. Borran sus huellas con una rama y es como si les hubieran salido alas y hubieran echado a volar hacia el sur.
El operador de tel¨¦grafos de la posta siempre respetaba el sabbat. Ese d¨ªa, despu¨¦s de comer urogallo de las artemisas con confitura de escaramujo, sali¨® a dar su saludable paseo vespertino y no regres¨® jam¨¢s a su tecla. Como as¨ª no pod¨ªan estar, Bill Fur tuvo que cabalgar hasta Rawlins el mi¨¦rcoles para pedir un sustituto del "maldito gal¨¢pago, ese beatorro gru?¨®n de ojos saltones que se hab¨ªa dado a la fuga". El sustituto, sacado de una cantina de Front Street, era un mat¨®n alcoholizado que por la ma?ana encend¨ªa el fuego con las p¨¢ginas de la Biblia de su predecesor y se com¨ªa un berrendo todas las semanas, chamuscando la carne en una sart¨¦n que nunca hab¨ªa visto el agua y el jab¨®n.
Los huesos d¨¦melos a m¨ª -le dijo Mizpah, que hab¨ªa adoptado la costumbre de enterrar restos de carne y costillas a medio comer alrededor del Chico de Artemisa.
Coja todos los que quiera le contest¨®, y ech¨® los cart¨ªlagos y los jarretes sobre el peri¨®dico que le serv¨ªa de mantel y los enroll¨® con ¨¦l. Va a hacer un buen caldo de carne, ?eh?
Dos soldados del fuerte Halleck cenaron con los Fur y pasaron la noche al raso. Por la ma?ana ah¨ª estaban sus lechos vac¨ªos, algo cubiertos por arenilla y con las sillas de montar colocadas a modo de almohadas y sus aperos atados a un arbusto. Los soldados hab¨ªan desaparecido, por lo visto eran desertores que se hab¨ªan fugado montando a pelo. El viento hab¨ªa borrado toda huella de su paso por aquel lugar. Mizpah Fur utiliz¨® sus mantas para hacer unos edredones preciosos cosiendo sobre las bastas telas un bonito dibujo de l¨ªneas negras y c¨ªrculos amarillos.
Quiz¨¢ fuera una impresi¨®n visual creada por la luz o por la mala calidad del cristal de la ventana, tan emborronado y distorsionante como las l¨¢grimas, pero el caso es que mientras restregaba los platos con un estropajo, mirando por la ventana, a Mizpah le pareci¨® ver que los brazos de la artemisa no apuntaban hacia arriba, sino que estaban doblados hacia delante, como si sujetaran una vara de zahor¨ª. Supuso que un venado revoltoso habr¨ªa roto las ramas poniendo a prueba sus cuernos, y sali¨® de casa a echar un buen vistazo. Los brazos volv¨ªan a estar enhiestos y se agitaban al viento.
El doctor Frill de Rawlins emprendi¨® una cacer¨ªa en solitario y se detuvo un rato en la posta para compartir unos vasos de bourbon y las ¨²ltimas novedades de la ciudad con el se?or Fur. Una semana despu¨¦s, un grupo de ce?udos amigos del m¨¦dico llegaron a caballo para preguntar por el paradero de Frill. Empezaba a correrse la voz de que la casa de postas de Sandy Skull no era el lugar ideal para hacer noche y las sospechas iban creciendo en torno a Bill y Mizpah. No habr¨ªa sido la primera vez que un jefe de posta se aprovechaba de la remota ubicaci¨®n de su establecimiento. La gente manten¨ªa vigilados a los Fur para descubrir en ellos indicios de opulencia. Nunca se lleg¨® a encontrar nada del doctor Frill, aunque un sombrero tirado en el fango de una playa a cinco kil¨®metros de distancia quiz¨¢ fuera suyo.
Un peque?o grupo de sioux, en el que iba R. Singh, se detuvo durante una hora en la casa de postas a ¨²ltima hora de la tarde de camino a la tienda del vivandero del fuerte Halleck. Mizpah les sirvi¨® caf¨¦ y pan. Al anochecer reemprendieron el camino. S¨®lo Singh lleg¨® al fuerte, pero aquel hombre de Calcuta estaba tan asustado que no logr¨® pronunciar una palabra en sioux, ni en ingl¨¦s, ni en su lengua natal. Compr¨® dos rollos de tabaco y, mediante un lenguaje de signos muy expresivo, se reserv¨® plaza en una caravana de mormones que iban hacia Salt Lake City.
Una decena de forajidos pasaron por la posta de Sandy Skull de camino a Powder Springs. Iban a celebrar una gran juerga de bandas en la que se dar¨ªan una buena comilona a base de pavo asado, pavo frito y empanadas variadas, todo ello regado con el consabido contingente de alcohol y montones de botellas de Young Possum y otras bebidas del gusto de aquellos hombres que galopaban incansablemente por los caminos polvorientos. Se entretuvieron haciendo pr¨¢cticas de tiro contra el gran arbusto de artemisa, tratando de arrancarle a balazos los brazos temblorosos. Cinco de ellos nunca llegaron m¨¢s all¨¢ de la posta de Sandy Skull. Cuando los Fur regresaron a casa despu¨¦s de visitar el rancho Clug, vieron mutilado al Chico de Artemisa, manco, aunque su ¨²nico brazo segu¨ªa animosamente en alto como para saludarlos. El operador de tel¨¦grafos sali¨® de su caba?a y dijo que aquello hab¨ªa sido obra de unos forajidos y que ¨¦l hab¨ªa preferido no enfrentarse con ellos, aunque esperar¨ªa el momento oportuno para vengarse, porque ¨¦l tambi¨¦n hab¨ªa llegado a sentir al Chico de Artemisa como algo propio. M¨¢s o menos por aquella ¨¦poca, curs¨® una solicitud de traslado a Denver o a San Francisco.
Todo cambi¨® cuando el ferrocarril de la Union Pacific entr¨® en funcionamiento y dio al traste con el negocio de las diligencias. La mayor¨ªa de las postas desaparecieron, pues los rancheros necesitados de cobertizos se fueron llevando todo lo que les pod¨ªa valer. A Bill y Mizpah Fur los obligaron a abandonar la casa de postas de Sandy Skull. Despu¨¦s de despedirse con l¨¢grimas en los ojos del Chico de Artemisa, se trasladaron a Montana, adoptaron a vaqueros hu¨¦rfanos y montaron una pensi¨®n.
Fueron pasando las d¨¦cadas y el Chico de Artemisa continu¨® creciendo, aunque lentamente. El antiguo camino de las diligencias se cubri¨® de arena arrastrada por el viento y de plantas sarcobat¨¢ceas. Una generaci¨®n despu¨¦s, se construy¨® en la zona un tramo de la autopista de Lincoln, que iba de costa a costa. De vez en cuando, alg¨²n automovilista tomaba al Chico de Artemisa por un ¨¢rbol frondoso y se acercaba a ¨¦l balanceando una cesta de picnic. Con el tiempo, la autopista interestatal engull¨® el viejo camino y los camioneros sab¨ªan que se encontraban en la mitad del Estado cuando ve¨ªan a lo lejos al inmenso Chico de Artemisa. Aunque su follaje segu¨ªa siendo impresionante y su tama?o gigantesco, el Chico apenas si creci¨® en la ¨¦poca de las interestatales.
La expansi¨®n y la quiebra de los negocios mineros barrieron Wyoming de un extremo a otro sin afectar al extraordinario arbusto en su remota ubicaci¨®n, de dif¨ªcil acceso, hasta que la empresa BelAmerCan Energy, una multinacional del metano, descubri¨® prometedoras se?ales de que en la regi¨®n hab¨ªa gas, obtuvo el permiso de explotaci¨®n e inici¨® las perforaciones. La promesa se hizo realidad. Estaban sobre un enorme dep¨®sito de gas natural. Al olor de la riqueza, lleg¨® una avalancha de trabajadores de otros Estados. Hab¨ªa que instalar un gasoducto y as¨ª llegaron m¨¢s trabajadores. La escasez de alojamiento obligaba a los hombres a compartir una cama entre cuatro durmiendo por turnos en moteles de mala muerte, sesenta y tantos kil¨®metros hacia el norte.
Para mitigar las dificultades de alojamiento, la compa?¨ªa construy¨® un barrac¨®n en el matorral, cuya carretera de acceso pasaba cerca del Chico de Artemisa. A pesar de sus grandes dimensiones, como no era m¨¢s que una artemisa, nadie le prest¨® especial atenci¨®n. Plantas de artemisa las hab¨ªa a patadas, grandes y peque?as. Adem¨¢s, aquel lugar era perfecto para aparcar. El barrac¨®n era un gran edificio solitario que parec¨ªa haber surgido de la arena por generaci¨®n espont¨¢nea. Los habit¨¢culos, las duchas comunes, las escaleras, las camas y las escasas puertas eran de metal. La espartana cocina, atendida por la se?ora Quirt, la esposa, ya entrada en a?os, de un ranchero jubilado, estaba especializada en panceta, huevos fritos, patatas asadas, pan de molde, mermelada y, de vez en cuando, estofado de pollo. El jefe atribu¨ªa a la aridez de aquella estepa de artemisa y a la monoton¨ªa de la dieta la deserci¨®n en masa de trabajadores. La oficina central le dio permiso para cambiar de cocinero y contrat¨® a un antiguo perforador adicto a las anfetaminas cuyo arte culinario giraba en torno a las latas de jud¨ªas y los encurtidos.
Al cabo de tres semanas, la se?ora Quirt volvi¨® a ocupar su puesto. Le regalaron un libro de recetas y le pidieron que probara algo distinto. Fue una idea fat¨ªdica. A la se?ora Quirt le dio por experimentar con complicadas recetas de ternera a la bourguignonne, ?oquis de chivir¨ªa, pl¨¢tanos rellenos de chalotas, alb¨®ndigas de col con helado de ternera. Cuando le faltaban los ingredientes necesarios, hac¨ªa lo que siempre hab¨ªa hecho en el rancho: sustituirlos por los que ten¨ªa a mano, ya fuera panceta, jam¨®n o huevos. Despu¨¦s de una extra?a comida a base de almejas de lata, gelatina de fresas y pan correoso, muchos hombres salieron a vomitar por el matorral. No todos regresaron, y se dio por hecho que hab¨ªan recorrido a pie sesenta y cinco kil¨®metros para dormir en una cama caliente del motel de la ciudad.
Al ver que la producci¨®n, los ingresos y los beneficios se hund¨ªan en picado por la incapacidad para conservar la mano de obra, la oficina central contrat¨® a un cocinero que hab¨ªa trabajado en un restaurante italiano. La comida mejor¨® espectacularmente, pero el ¨¦xodo no se detuvo. El cocinero encargaba ingredientes ex¨®ticos y un cami¨®n de Speedy Food le abastec¨ªa. Una vez entregadas las cajas de salsas y champi?ones, el camionero aparc¨® a la sombra de la gran artemisa para tomarse un s¨¢ndwich de salsa bolo?esa, leer un cap¨ªtulo de Emboscada en la ruta del Pecos y echar una siestecilla. Tres perforadores que sal¨ªan del turno de d¨ªa se fijaron en el cami¨®n detenido a la sombra. A la ma?ana siguiente volvieron a verlo cuando iban de camino al campo de gas. Aquel cami¨®n refrigerado segu¨ªa funcionando. A los tres d¨ªas recibieron una llamada de la empresa que les pregunt¨® si su conductor segu¨ªa all¨ª. La noticia de que el cami¨®n a¨²n estaba en el matorral hizo venir a la polic¨ªa rural del Estado. Al ver manchas de sangre en el asiento y pruebas de que hab¨ªa tenido lugar una pelea (la huella de una bota polvorienta en el interior del parabrisas), acordonaron el cami¨®n y el arbusto de artemisa.
-Kellogg, acaba ya con la cinta y ven aqu¨ª -le dijo el sargento al harag¨¢n de polic¨ªa que segu¨ªa detr¨¢s del arbusto. Estaba oculto tras la espesura de ramas y follaje, y el extremo de la cinta de acordonar hab¨ªa quedado tirado por el suelo. Kellogg no respondi¨®. El sargento se acerc¨® a echar un vistazo y no vio a nadie.
Maldita sea, Kellogg, deja de hacer el idiota -se precipit¨® hacia la parte delantera del cami¨®n y se agach¨® para mirar debajo. Se incorpor¨® y, haciendo visera con la mano, mir¨® a su alrededor a trav¨¦s del reverberante aire t¨®rrido.
Los otros dos polic¨ªas, Bridle y Gloat, estaban de pie junto al coche patrulla, con la boca abierta.
?Hab¨¦is visto ad¨®nde se ha ido Kellogg?
?Habr¨¢ vuelto al barrac¨®n? ?Y si llamamos por tel¨¦fono?
Kellogg no estaba en el barrac¨®n ni hab¨ªa vuelto por all¨ª.
?D¨®nde co?o se ha metido? ???Kellogg!!!
Se pusieron todos a registrar los alrededores del cami¨®n, luego se adentraron m¨¢s en el matorral y al final regresaron junto al cami¨®n. Una vez m¨¢s, Bridle ech¨® un vistazo bajo el veh¨ªculo y vio algo tirado junto a una rueda trasera. Lo sac¨®.
He encontrado esto, sargento Sparkler le ense?¨® un trocito de tela desgarrada que era exactamente igual que la de su uniforme marr¨®n. Antes no la he visto porque es del mismo color que la tierra.
Algo le roz¨® la nuca y ¨¦l dio un respingo y espant¨® de una palmada lo que quiera que fuese.
Condenada artemisa gigante dijo, mir¨¢ndola. Entre el ramaje vio un peque?o destello y las letras OGG.
?Jim, aqu¨ª est¨¢ su placa de identificaci¨®n!
Sparkler y Gloat se aproximaron m¨¢s y se asomaron al l¨®brego interior del retorcido gigante de artemisa. El sargento Sparkler estir¨® la mano hacia la placa met¨¢lica.
El bot¨¢nico se roci¨® las orejas, el cuello y el pelo con repelente de insectos. Una nube de diminutos mosquitos negros sali¨® despedida de su cabeza a la vez que ¨¦l se encaminaba hacia la gran planta de artemisa que hab¨ªa a lo lejos. Parec¨ªa tan alta como un ¨¢rbol y dominaba el mar de artemisas de menor tama?o que la rodeaba. M¨¢s all¨¢, un barrac¨®n abandonado reverberaba bajo el sol, con los marcos de las ventanas combados y torcidos. El coraz¨®n se le aceler¨®. Desde hac¨ªa a?os se burlaba de los esfuerzos de los bot¨¢nicos que iban de exploraci¨®n en busca de la secuoya m¨¢s alta de la costa o el ¨¢rbol m¨¢s alto de la jungla de Nueva Guinea, pero hab¨ªa empezado a interesarse en las artemisas con la idea de encontrar la m¨¢s alta, aunque s¨®lo fuera por el gusto de saberlo. Hab¨ªa medido espec¨ªmenes enormes cerca de las dunas de Killpecker y anotado su altura en el mismo tipo de cuadernito negro que utilizaban Ernest Hemingway y Bruce Chatwin. La que bat¨ªa el r¨¦cord med¨ªa dos metros con treinta cent¨ªmetros. El monstruo que ten¨ªa delante le sacar¨ªa por lo menos treinta cent¨ªmetros.
Al acercarse advirti¨® que en el terreno que la rodeaba no crec¨ªa ninguna otra planta. En la mochila s¨®lo llevaba una regla plegable de metro ochenta. Al colocarla junto a la inmensa planta comprob¨® que no le llegaba ni a la mitad. Mentalmente hizo una marca a esa altura. Tendr¨ªa que acercarse m¨¢s para seguir midi¨¦ndola.
Yo calculo unos cuatro metros le dijo a la regla plegable, a la vez que apoyaba la mano en una rama robusta y extra?amente caliente.
El Chico de Artemisa sigue en su lugar de siempre. No hay campos de gas ni estaciones de compresi¨®n en las cercan¨ªas. Ninguna carretera conduce hasta all¨ª. Ning¨²n p¨¢jaro se posa en sus ramas. El barrac¨®n, como la vieja posta, ha desaparecido. A la luz del crep¨²sculo, el gigante de artemisa alza sus brazos contra el cielo rojo. Cualquiera que mire hacia all¨ª podr¨¢ verlo.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Corniero Fern¨¢ndez.
'Wyoming' es el t¨ªtulo del libro de relatos en el que est¨¢ incluido El Chico de Artemisa. Ser¨¢ publicado en octubre por la editorial Lumen.
Annie Proulx
(1935, Connecticut. Estados Unidos) salt¨® a la fama por ser la autora del relato corto publicado en la revista The New Yorker en el que se bas¨® la pel¨ªcula Brokeback Mountain, dirigida por Ang Lee y ganadora de tres Oscar. Adem¨¢s, Proulx ya hab¨ªa logrado un Pulitzer por su novela The shipping news y es una precisa cronista del medio rural estadounidense.
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