Sobre sabios, bobos y malvados
Al criminal hay que entenderle para combatirle; quien resulta imperdonable es el idiota que intenta justificar al criminal. ?sta es una de las muchas lecciones del viejo profesor jud¨ªo George Steiner
Imagino al viejo profesor a¨²n errante entre Par¨ªs, Chicago, Ginebra, Londres, Dios sabe. Puede anidar donde le apetezca, cerca de una biblioteca, eso s¨ª. Es viejo, pero muchos le siguen leyendo porque nunca escribi¨® como un profesor, sino como un escritor.
No s¨¦ cu¨¢les pueden ser ahora sus h¨¢bitos. ?Mira la luna cuando se ti?e de amarillo como si tuviera ictericia? ?Le aburre leer a los tr¨¢gicos? ?Acaricia a su gato con una pizca de autocompasi¨®n? Ni idea. Sin embargo, todo lo que he le¨ªdo de este viejo jud¨ªo de 80 a?os me ha complacido y le tengo un agradecimiento que nunca podr¨¦ compensar ni con una felicitaci¨®n navide?a. "Happy new year, dear profesor Steiner". En la cartulina se ve un arbolito adornado con bolas luminosas y a sus pies un monigote de nieve con sombrero y pipa. Felicitaci¨®n de t¨ªa hidr¨®pica y en residencia, que apenas miramos antes de arrojarla al cesto. Los ¨²ltimos resplandores del amor son demasiado dolorosos.
Sin los jud¨ªos de Viena, el mundo germ¨¢nico iba a convertirse en un cuartel de borrachos
Cierta moral idiota tiende a distinguir los cr¨ªmenes de Hitler de los de Stalin
Creo que lo que m¨¢s he apreciado en George Steiner es la infrecuente atadura de modestia y soberbia, humildad y orgullo, que asocio con los jud¨ªos de novela centroeuropea. Aquellos ciudadanos que inclinaban la cabeza o bajaban de la acera cuando se cruzaban con un oficial vien¨¦s, pero que sab¨ªan con certeza cristalina que el mundo germ¨¢nico pod¨ªa prescindir de la totalidad del Ej¨¦rcito austriaco (y as¨ª fue), pero quedar¨ªa reducido a un cuartel de borrachos si se destru¨ªa a los jud¨ªos de Viena. Y as¨ª fue.
No es su saber, que es considerable, lo que me gusta de este hombre, sino lo que hace con ese saber. Yo supongo que es la misma simpat¨ªa que me produce la obra de Stefan Zweig, cuyos libros llevan incorporado el cors¨¦, el parasol de seda, el sombrero de paja italiano, los veranos en Baden Baden y t¨¦rminos como "clor¨®tico" o "mozalbete", pero que no han perdido ni un ¨¢pice de su singular sagacidad, ni esa capacidad para hablarle al lector como si estuvieran los dos sentados en un caf¨¦, envueltos por el humo de los cigarros. La narraci¨®n puede interrumpirse para pedir otro marillenschnaps o para encomiar la entrada de una belleza que (se dice) alivia las cargas del ministro consejero de la Guerra, y seguir al cabo de un rato en el mismo tono de voz, la misma mirada al m¨¢rmol, igual recogimiento. El estilo es modesto, lo que se cuenta es soberbio.
Ahora que George Steiner est¨¢ un poco cansado (?c¨®mo ha de abatir ver en los rimeros de la biblioteca 30 libros escritos a lo largo de una vida entera, libros excelentes, elegantes, y que sin embargo carecen ya de la menor importancia!), le habr¨¢ subido la densidad a su escepticismo.
Siempre mir¨® la vanidad del mundo por una esquina del ojo, nunca pudo vivir sin impaciencia el oropel, el boato, la purpurina de la buena sociedad. Al final de su vida ha aceptado algunos premios y honores, s¨ª, tampoco es cuesti¨®n de avergonzar a los admiradores, pero con una distancia e iron¨ªa tan sutiles que sus valedores ni la pillan.
No s¨¦ si volver¨¢ a escribir alguna obra de envergadura. ?Para qu¨¦? ?l ya no lo necesita. Escribi¨® sus libros para averiguar qu¨¦ es lo que quer¨ªa saber. Y ahora ya lo sabe. Para compensar, sus seguidores est¨¢n recogiendo papeles por aqu¨ª y por all¨¢, escritos que hab¨ªan quedado sepultos en almacenes de revistas y diarios, algunos ya desaparecidos, donde pod¨ªan haber yacido para siempre hasta hacerse polvo.
Sin embargo, en muchos de estos escritos circunstanciales, a veces forzados por la intendencia, hay fantas¨ªas, ideas, juicios, que no se habr¨ªa permitido en un libro "serio" que iba a ser forzosamente comentado en el Times Literary Suplement o en el New York Review of Books. Demasiada responsabilidad, sobre todo, para el comentarista. ?C¨®mo vas a hacerle esa jugada? No le pongas en un compromiso.
De modo que los libros que recogen su obra menor guardan algunas de las mejores p¨¢ginas que le he le¨ªdo, justamente porque aparecieron en ciertos medios a cuya clientela conoc¨ªa como a su cepillo de dientes y no corr¨ªa peligro ninguno mostrando su vena sarc¨¢stica.
En el ¨²ltimo de ellos (hasta el momento) se recogen casi 30 art¨ªculos publicados por la revista americana The New Yorker (la traducci¨®n espa?ola est¨¢ en la editorial Siruela) cuyos lectores forman un compacto biotopo de ejecutivos liberales, profesores de mediana edad, acomodadas matronas con ventana a Central Park, jud¨ªos cultivados y un manojo de radical chic. Es como escribir para tus hijos. Puedes permitirte burlas sobre los abuelos que nunca incluir¨ªas en una conferencia.
Es el estupendo equilibrio entre modestia y soberbia lo que le permite ser el mejor introductor de Thomas Bernhard en el mundo anglosaj¨®n, sin escatimar una colleja por el exceso de jeremiadas. O alabar como es debido el teatro de Brecht, sin ocultar la abyecci¨®n moral del personaje. Poner en su sitio la radical belleza de la m¨²sica de Webern, sin olvidar su confusa relaci¨®n con los nazis. O, por el contrario, esclarecer la naturaleza criminal de Albert Speer sin negar su inteligencia, tan codiciada por los occidentales: fueron los rusos quienes impidieron que Speer se convirtiera en un ejecutivo de la ¨¦lite industrial americana, como tantos otros nazis.
Si hubiera de destacar una sola de las virtudes que trae consigo este asombroso equilibrio entre humildad y orgullo, yo dir¨ªa que es su coraje para asumir la identidad ¨¦tica de comunismo y nazismo, as¨ª como para denunciar esa moral idiota de tantos europeos que tienden a distinguir los cr¨ªmenes de Hitler de los de Stalin, justificando los de este ¨²ltimo como "m¨¢s comprensibles". Steiner es uno de los escasos escritores que desde hace muchos a?os (¨²ltimamente esta idiotez moral parece que disminuye) ha puesto las cosas en su sitio. Quiz¨¢s porque sabe que el antisemitismo estalinista no tuvo nada que envidiar al nazi.
Mucho antes de la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn, en 1980, escribi¨® Steiner un art¨ªculo magistral. Es uno de los m¨¢s largos del libro y el m¨¢s hermoso que he le¨ªdo sobre ese sujeto repugnante que fue sir Anthony Blunt. No escatima alabanzas para el experto en barroco y neocl¨¢sico, ensalza las monograf¨ªas que escribi¨® Blunt, especialmente la de Poussin, no la hay mejor. Tampoco se ensa?a con el personaje, cuya traici¨®n como agente doble del espionaje sovi¨¦tico y de los servicios brit¨¢nicos toma en su art¨ªculo un car¨¢cter turbio que luego expandir¨ªa John Banville en una estupenda novela.
En cierto modo, George Steiner quiere entender las debilidades de Blunt, su rencor contra la ignara clase alta inglesa, la sed de afirmaci¨®n de un homosexual que pod¨ªa ser condenado a penas humillantes. Pero entender no es comprender. El objeto de su art¨ªculo no es Blunt, sino aquellos que, una vez descubierto, juzgado y condenado, a¨²n le defend¨ªan porque era "uno de los nuestros". En particular, sus colegas de Oxbridge, la aristocracia universitaria brit¨¢nica, los nacionalistas de la sabidur¨ªa.
He aqu¨ª lo que me lleva a sentir tanta simpat¨ªa por este hombre altivo y respetuoso: sabe cabalmente qui¨¦n es un criminal, aunque alguno de ellos posea un talento del que carecen las gentes honradas. Al criminal hay que entenderle y castigarle sin ¨¢nimo de venganza. Pero a quien no se puede perdonar es al tullido moral que defiende o "comprende" a los criminales.
Como dec¨ªa Cipolla, podemos llegar a entender la coherencia de un malvado, pero el imb¨¦cil es perfectamente incomprensible. Y detestable. La soberbia nos pide que tratemos de entender al criminal para combatirlo mejor. La modestia nos obliga a renegar del idiota que lo justifica. As¨ª lo hizo Steiner sabiendo a lo que se arriesgaba, con el soberbio orgullo del modesto.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor
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