III. Barent Johnson
En 1700 la gente estaba contenta de haber sobrevivido a un cambio de siglo y algunos de los habitantes de un lugar remoto llamado Gravesend construyeron en la arena de la playa casitas de pescadores para guardar sus enseres y resguardarse del mal tiempo y de los imprevistos. Ahora que pensaban que eran capaces de vivir todav¨ªa mucho tiempo, quer¨ªan celebrarlo. Y mantenerse a salvo era una buena manera de conmemorar la vida. Sin embargo, en 1702 recordaron s¨²bitamente el valor del dinero y superaron la estricta felicidad vac¨ªa. La brincaron como si fuera un charco cuando quisieron convertir el Para¨ªso en algo m¨¢s completo. Y le alquilaron la punta este de aquella isla remota a John Griggs para dividir el dinero obtenido con las rentas entre los habitantes de la ciudad de Gravesend. Y eso mismo siguieron haciendo con los nuevos personajes de nombres ins¨®litos que comenzaron a llegar al lugar que hab¨ªa fundado lady Deborah Moody: prestarles la tierra a cambio de dinero. A hombres que tuvieron el nombre de Richard Stillwell, capit¨¢n John Cannon, Abraham Emans, Joahn van Cleef o Stepehn Voorhies. Hombres que hoy casi nos parecen imposibles y que, no obstante, sembraron para todos nosotros las semillas del Para¨ªso al llevar la prosperidad econ¨®mica a aquella tierra remota. Y entonces el Para¨ªso comenz¨® a tener un precio: el de su modesta tierra. O el de las cosas que se pod¨ªan hacer con en ella.
Hasta que al fin, en 1720, las autoridades del pueblo de Gravesend promulgaron: "Cancelamos la prohibici¨®n de vender o intercambiar la tierra. Y a partir de hoy es legal comprar, alquilar o permutar los lotes con los que a?os atr¨¢s todos nosotros, ciudadanos y autoridades de Gravesend, dividimos este lugar para vivir y trabajar en ¨¦l". As¨ª lo dijeron y as¨ª lo hicieron. Y un d¨ªa de diciembre de 1727, cuando el tiempo ya hab¨ªa avanzado bastante, Thomas Stillwell, uno de los primeros for¨¢neos que hab¨ªan alquilado un terreno a las autoridades de Gravesend en la punta este de la isla, un brit¨¢nico trabajador que con el tiempo hab¨ªa conseguido reunir veintisiete de los treinta y dos lotes en los que se hab¨ªan dividido aquella tierra remota, se lo vendi¨® todo a un granjero local llamado Barent Johnson que decidi¨® construir granjas y conseguir que funcionaran. Y lo logr¨®. Funcionaron. Su ganado engord¨®, cerc¨® la tierra y comenz¨® a acumular dinero. Y a partir de entonces aquel lugar se llam¨®, durante un tiempo, Johnson's Island. Como si el Para¨ªso estuviera a punto de desaparecer, ahora que casi pertenec¨ªa a un solo hombre y exist¨ªa el riesgo de que se convirtiera en el habitante m¨¢s rico de Gravesend y de que finalmente lo comprara todo. Pero para evitarlo, o tal vez para enriquecerse, como dijo Barent Johnson en protesta, las autoridades de Gravesend decidieron dividir una gran parte de la tierra que todav¨ªa era comunal y volver a repartirla. La mayor¨ªa de aquel pedazo inmenso de tierra es hoy la playa de Manhattan, el resto recibe el nombre de playa Brighton.
Ya hab¨ªa llegado el a?o 1800. Porque el dinero lo hab¨ªa precipitado todo y hab¨ªa ocurrido muy r¨¢pido. Y la gente de nuevo se sinti¨® feliz de sobrevivir a otro cambio de siglo. As¨ª que para celebrarlo comenzaron a alquilar botecitos desde la cercana ciudad de Nueva York o desde el vecino estado de New Jersey, para navegar hasta las playas Brighton y Manhattan, donde se sentaban a hacer un pic-nic, a comer las frutas que arrancaban de los ¨¢rboles salvajes, a hacer hogueras con los troncos que cortaban sin cautela de aquella nueva tierra que los habitantes de Gravesend se hab¨ªan repartido o, tal vez, a so?ar lo que iba a suceder en ese maravilloso lugar: ¨²nico en el mundo.
Pero entonces sucedi¨® que un barco recreativo, que hab¨ªa zarpado de Newark, en el vecino estado de New Jersey, para celebrar una fiesta, atrac¨® en las costas de playa Manhattan y tres de los muchos ba?istas que se bajaron de ¨¦l, quisieron hacer surf y se ahogaron. Y ¨¦sa s¨ª: ¨¦sa fue la gota que se convirti¨® en lluvia, luego en tormenta y finalmente en glaciar. Y tras aquel desafortunado suceso, los habitantes de Gravesend pensaron que estaban ante una poderosa raz¨®n para tratar de enderezar el curso de los acontecimientos. Basta. Aquel lugar, que hab¨ªa nacido como tierra para la libertad religiosa y donde una vez hab¨ªa habido una granja flotante y m¨¢s tarde una f¨¢brica de sal, no pod¨ªa ahora terminar como refugio de juerguistas y bebedores. De modo que se form¨® un comit¨¦, el primero de la zona, se escribieron edictos y unos jueces que vest¨ªan como peluqueros franceses o guardagujas de cuentos, dijeron que hasta aqu¨ª hab¨ªamos llegado. Que se iba a perseguir a quienes entraran sin permiso en las tierras que hab¨ªan dividido recientemente y que ya no eran comunales, a quienes cortaran ¨¢rboles para encender fogatas y a quienes pensaran que aquel era un lugar para venir a festejar desde Newark y beber, practicar el surf con torpeza y hasta ahogarse en el mar. Y adem¨¢s, dijeron las autoridades, como todos los cambios costaban dinero y ellos no pod¨ªan seguir aport¨¢ndolo, los habitantes de Gravesend dejar¨ªan de cobrar las rentas del alquiler del costado este de la isla y se abr¨ªa, por decreto, la Tesorer¨ªa Municipal: con autoridad para contar el dinero, usarlo de acuerdo con su criterio, ahorrarlo e incluso, si lo consideraban necesario, no dar explicaciones.
De ese modo se delimit¨® finalmente el territorio que se hab¨ªa repartido desde que en 1645 lady Deborah Moody hab¨ªa perseguido a un jefe indio que, por cansancio, le cedi¨® una tierra que hab¨ªa sido suya. Y de un lado qued¨® la playa de Manhattan, de otro Brighton, m¨¢s all¨¢ el extremo este y aqu¨ª, justo en el centro, el ¨²nico terreno comunal que sobrevivi¨® a los cambios que trajo el a?o de 1800. El segundo cambio de siglo en esta historia. La ¨²nica tierra libre que dej¨® el estruendo de alegr¨ªa que supuso haber sobrevivido a un nuevo cambio siglo. O a dos. El Para¨ªso, que acababa de nacer en las sobras de la ambici¨®n, la avaricia, los planes de la tesorer¨ªa, la venta de todos los terrenos a un granjero llamado Barent Johnson, aquellos tres hombres que se ahogaron al finalizar el primer tramo de una traves¨ªa que hab¨ªa zarpado de Newark cuyos nombres desconocemos y las leyes que prohib¨ªan cortar ¨¢rboles y encender fuego. Finalmente, hab¨ªa sobrevivido un ¨²nico lugar que era de todos y que respiraba s¨®lo como si quisiera guardar el aire, esconderlo en un globo bajo su panza glotona de isla y esperarnos. Darnos la oportunidad de conocer, finalmente, el Para¨ªso. Verlo brotar. Y justo entonces fue cuando recibi¨® su nombre definitivo: Coney Island.
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