Las miradas de la memoria
Lo recordaba todo. Con pelos y se?ales. Una vez se acord¨® de una an¨¦cdota que hab¨ªa ocurrido con un viejo republicano en Buenos Aires, un hombre que hab¨ªa tenido mucho poder. Y ¨¦l lo vio all¨ª, en el autob¨²s, cansado, con la mirada vac¨ªa; descendieron juntos, el hombre mir¨® al frente y Ayala hizo lo propio, los dos caminaron como si la historia los estuviera empujando, desde Espa?a al olvido. Se revolvi¨® contra aquella melancol¨ªa; escribi¨® de ella, pero no quiso que le aprisionara. De aquel hombre recordaba, y hab¨ªan pasado 60 a?os, el color del traje, los hilos que se iban desenhebrando, la mirada ausente, el color de los ojos, el bigote. ?C¨®mo se acuerda usted de tanto? ?l no le daba importancia a ese gesto de mirar para llevarlo consigo, como un regalo, como un amuleto, como un espejo en el que ir mirando su propia historia; en sus memorias Ayala recuerda hasta los colores de los juguetes, las incertidumbres de la casa, las vetas de la madera del cuarto donde se fue haciendo su mirada implacable o subyugante, una mirada sin t¨¦rmino medio, la de un hombre que sonr¨ªe o r¨ªe, y la del hombre que desconf¨ªa y calla.
Se revolvi¨® contra la melancol¨ªa. Escribi¨® de ella, pero no quiso que le aprisionara
Espa?a ten¨ªa, dec¨ªa ¨¦l, el color del ala de las moscas, gris y cetrino
Le hac¨ªa gracia haber llegado tan lejos en los a?os de la vida
En los ¨²ltimos tiempos se mostr¨® igual de cauto con su salud
Cuando volvi¨® de su exilio, a principios de los sesenta, recorri¨® los caminos de Espa?a y le volvi¨® a la memoria aquel pa¨ªs de cejas juntas en el que la gente se mataba porque no se hab¨ªan sabido saludar en la escalera. Y aunque ya aquel retortij¨®n terrible hab¨ªa pasado a la historia (pero no de la historia), Francisco Ayala vio desde su coche chico la atm¨®sfera de la devastaci¨®n; este pa¨ªs ten¨ªa el color, dec¨ªa ¨¦l, del ala de las moscas, gris y cetrino, dispuesto siempre a saltar a la yugular del vecino, otra vez, porque no se dijeron amabilidades en la escalera.
Ven¨ªa de muchos territorios, pero ya ¨¦ste iba a ser, con interludios, el suyo para siempre; era un funcionario (fue, incluso, catedr¨¢tico en La Laguna, pero jam¨¢s tom¨® posesi¨®n) que desde las Cortes pudo vislumbrar el pa¨ªs que no fue; le recuerdo hablando con un diputado republicano canario, Elfidio Alonso Rodr¨ªguez, periodista como ¨¦l, de la melancol¨ªa com¨²n, y de la inutilidad sangrienta de la guerra.
Cuando pas¨® el tiempo y ya ¨¦l ten¨ªa m¨¢s de 70 a?os, nos convocaba a algunos j¨®venes que entonces traste¨¢bamos en Madrid en busca de miradas que explicaran el pasado. Entonces ¨¦l nos llevaba a su casa de Marqu¨¦s de Cubas o al viejo hotel Suecia, a tomar smorgabords los viernes. All¨ª ¨¦l quiso ser siempre uno m¨¢s, agarrado como a un clavo ardiente a la razonable pasi¨®n por vivir y por hablar viviendo, y mirando.
La mirada de Ayala era inteligente, llegaba al coraz¨®n de las palabras y de las cosas. Es verdad que se cabreaba mucho, y hasta el final se cabre¨®: porque no le respond¨ªa la salud, porque no quer¨ªa tomar los refrescos que el m¨¦dico consideraba adecuados para combatir la neumon¨ªa que finalmente le dej¨® sin voz, porque le daban demasiado amor, un cuidado que Carolyn hizo que no le faltara nunca. Pero bastaba un rasgo de su mirada para saber que aquel enfrentamiento de Ayala consigo mismo, o con los otros, era una lucha pasajera, un modo suyo de decir "no", la palabra que us¨® con m¨¢s tino, acaso. En esa mirada que ahora veo en mi propia memoria y tambi¨¦n en las fotograf¨ªas de sus ¨²ltimos a?os, cuando Ayala segu¨ªa cumpliendo el rito exigente de vivir por dentro m¨¢s que por fuera, hay esa dualidad de la que ¨¦l era consciente: el intelectual, o el escritor, o la persona, insobornable ante la estupidez, pero tambi¨¦n el ser entra?able y tranquilo capaz de ordenar en un instante el desorden con el que el mundo siempre le fue acompa?ando.
Recuerdo una de las pen¨²ltimas visitas. Ayala estaba ya (lo dec¨ªa, se lo dec¨ªa a Carolyn, su mujer, a los que le visitaban, al propio m¨¦dico) harto de subsistir, aunque a ¨¦l le hacia gracia haber llegado tan lejos en los a?os de la vida, y acaso tambi¨¦n tan lejos en la vida. Pues ese d¨ªa, despu¨¦s de una entrevista ("Tengo", dijo entonces, "una memoria de segunda mano"), Ayala dej¨® el comedor blanco, fue hasta el sal¨®n de la casa de Orellana, se sent¨® en su sitio, ante la ventana clara, en medio del silencio, y dijo como en un susurro: "Esto ser¨ªa la vida. As¨ª da gusto. La paz".
Cuando le dieron el Cervantes, al mismo tiempo, sufri¨® en Estados Unidos una enfermedad parecida a la que ahora ha precedido a su despedida final. Nosotros le fuimos a ver, cuando ya, fuera de peligro, regres¨® a la claridad de su otra casa de Marqu¨¦s de Cubas. Estaba all¨ª sentado, sobre su silla mecedora de rejilla muy tupida, mirando con sus ojos p¨ªcaros (esa otra mirada de Ayala) a la realidad de las paredes, y entonces le preguntamos, como si ¨¦sa fuera la pregunta principal de la entrevista: "?C¨®mo est¨¢, don Francisco?". "Bien, muy bien". Y despu¨¦s gui?¨® un ojo. En los ¨²ltimos a?os de su vida, cuando a veces le fall¨® el aliento, sigui¨® mostr¨¢ndose igual de cauto con su declaraci¨®n sobre la salud. En esa pen¨²ltima conversaci¨®n ("Tengo una memoria de segunda mano"), Ayala me dijo cuando le hice la misma pregunta que le hab¨ªa hecho en 1991, el a?o del Cervantes: "Con decir 'estoy' ya est¨¢ dicho todo".
Estuvo, y de qu¨¦ manera, fij¨¢ndose, enrabiet¨¢ndose, escribiendo, queriendo, siendo en s¨ª mismo una historia de este pa¨ªs al que quiso, y al que quiso mucho m¨¢s serio de lo que es. Un pa¨ªs que aquel d¨ªa, en el autob¨²s de Buenos Aires, vio como un pa¨ªs vencido que miraba hacia adelante como si no quisiera acordarse de las costuras, y las quiebras, de su historia. ?l fue una mirada, dos miradas, mil miradas sobre un territorio que fue el de su memoria.
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