Mis difuntos
Nos faltan testimonios del m¨¢s all¨¢, otra p¨¦rdida que a?adir a la de la muerte. Dejando al margen cuestiones m¨¢s metaf¨ªsicas (la forma del cielo, el empleo del tiempo dentro del limbo, el grado de calor en las calderas de Pedro Botero, la complacencia exacta de las hur¨ªes), ser¨ªa bueno saber, por ejemplo, c¨®mo se sienten los muertos instantes despu¨¦s del rito funerario en el que les hemos acompa?ado siguiendo, en la mayor¨ªa de los casos, sus propias indicaciones. Hay personas cr¨¦dulas que recurren al espiritismo para seguir el di¨¢logo con sus seres queridos fallecidos, y algunas dicen haber sostenido conversaciones de lo m¨¢s interesante con ellos; la ¨²nica vez que un¨ª en torno a un velador mis manos con las de otros espiritistas convencidos o¨ª, en efecto, una voz familiar, pero lo que dijo fue un taco desconcertante.
Hay partes tan hermosas en los cementerios... Los de San Justo y San Isidro son los m¨¢s rom¨¢nticos
El domingo pasado, al amanecer, tuve un sue?o. No pensaba yo ir en ese D¨ªa de los Difuntos al cementerio de la Almudena, donde hay tumbas que guardan los restos de dos de las personas que m¨¢s he querido en mi vida; se forman colas en la entrada y en las calles del camposanto, pero sobre todo no quer¨ªa encontrarme en el metro y en los aleda?os con los trasnochadores de la tribu urbana, cada a?o en mayor crecimiento, que mima con atuendos y maquillajes mortuorios el Halloween, la fiesta m¨¢s postiza que conozco. El s¨¢bado era imposible caminar por Madrid sin encontrarte a cada paso con esos impersonators un tanto pobres del gothic norteamericano.
En compensaci¨®n on¨ªrica, tal vez, a mi decisi¨®n de no honrar f¨ªsicamente a los muertos, el subconsciente me llev¨® a un pante¨®n con sus grandes puertas abiertas donde varios desconocidos vivos daban la impresi¨®n de estar buscando algo que no encontraban. Les compadec¨ª levemente y segu¨ª mi camino, seguro de encontrar, yo s¨ª, a mi difunto. Al llegar ante el port¨®n, sin embargo, di uno de esos saltos vertiginosos que tan cinematogr¨¢ficos hacen los sue?os; de repente no estaba en el cementerio, sino en la campi?a, como si una gr¨²a o un globo aerost¨¢tico me hubiese transportado en cuesti¨®n de segundos al centro de una pradera. All¨ª pues estar¨ªan los huesos de mis allegados, como los de los fusilados del franquismo que ahora empiezan a removerse en Granada. Ni rastro de l¨¢pidas, ni siquiera una piedra blanca modesta como la que se?ala, en el cementerio de Larache, la tumba de Jean Genet. Nada. Ese campo so?ado era hermoso, pero como estaba desguarnecido (ni c¨¦sped ten¨ªa) empec¨¦ a sentir una angustia no menor que la que hab¨ªa visto en el rostro de los desconocidos del pante¨®n. De repente lleg¨® el viento, y ya se sabe que el viento y la lluvia a menudo nos sacan del abatimiento con su golpe. No fue as¨ª esta vez. El viento llegaba cargado de part¨ªculas que se me metieron -sigo en pie en la pradera, m¨¢s que entre las s¨¢banas de mi cama- por los ojos, haci¨¦ndome llorar, y no de pena. As¨ª me despert¨¦, consciente de haber sido cegado por las cenizas de muchos cad¨¢veres.
Por respeto a quienes, tambi¨¦n en n¨²mero creciente, defienden la pr¨¢ctica de la cremaci¨®n antes que la sepultura, me abstengo aqu¨ª de decir lo que al respecto siento y ya alguna otra vez he manifestado. Es m¨¢s ecol¨®gico, tal vez, y m¨¢s radical para la cura de los sentimientos, que el cuerpo se vea reducido a cenizas luego guardadas en una c¨®moda o dispersadas junto al acantilado, pero yo, simbolista tambi¨¦n ante la muerte, prefiero ir a un lugar donde presiento que hay alguien latiendo sin voz. Y hay partes tan hermosas en los cementerios madrile?os... Los de San Justo y San Isidro son los m¨¢s literalmente rom¨¢nticos de todos, pero yo llegu¨¦ a Madrid cuando ya no se enterraba all¨ª, por lo que mis muertos de la capital est¨¢n en la Almudena, tanto en su zona llamada Este como en la Civil, adosada de modo discreto en uno de los laterales de la avenida de Daroca. Leyendo ese mismo domingo pasado, al levantarme de la cama con los ojos hinchados, el reportaje de Rafael Fraguas en estas mismas p¨¢ginas, supe, entre otros datos e informaciones, que ahora las Trece Rosas est¨¢n reconocidas no s¨®lo en la memoria, sino en el callejero de la ciudad.
Cuando uno se acerca a la edad en la que, seg¨²n los versos de Borges, se hace evidente que "Morir es una costumbre / que suele tener la gente", resulta inevitable recordar las bajas sufridas. No pude acompa?ar, por estar viviendo temporalmente fuera de Madrid, los restos mortales de Rafael Conte, Jos¨¦ Miguel Ull¨¢n y Eduardo Chamorro, amigos literarios fallecidos en los ¨²ltimos meses. Creo que los tres fueron incinerados, pero eso no me impide hacer mis ceremonias. Cuando voy por Alfonso XII en direcci¨®n a Atocha pienso en la casa de libros de Conte, al pisar la de Cartagena me viene la imagen de mis tantos a?os vecino de Ull¨¢n, y por Eduardo, el m¨¢s a?orado de los tres, brindar¨¦ siempre que vaya al bar donde sol¨ªa encontr¨¢rmelo, el Hispano.
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