Los bares
El mundo se parece mucho a un sue?o intranquilo. Por eso sentimos con frecuencia una condena ¨ªntima al vac¨ªo, al malestar, a la extra?eza, y por eso nos convertimos en ocasiones en monstruos. Despu¨¦s de un sue?o intranquilo, Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka, amaneci¨® convertido en un insecto horrible. Transformaciones de ese tipo no suponen un afloramiento de instintos y terrores profundos, sino una consecuencia del vac¨ªo. Resulta grato enga?arse con una esencia subjetiva, aunque para defenderla debamos aceptar el infierno. Pero la verdad es que no hay esencias buenas o malas, sino historia, el hacerse y el deshacerse de la nada.
Es lo que descubri¨® Antoine de Roquentin, protagonista de La n¨¢usea de Sartre, en la galer¨ªa de retratos del Museo de Bouville. Grandes padres de la patria, forjadores de la ciudad y de la moral, posaban ante la gloria con sus gestos de severo orgullo. Palpitaba en sus ojos brillantes un anhelo de realidad en estado s¨®lido. Pero se trataba de un ejercicio de pura apariencia, de ambici¨®n desmentida por la historia. Olivier Bl¨¦vigne, el diputado m¨¢s compacto, autor de El deber de castigar, hab¨ªa sido en realidad un piojo, un don nadie que usaba taloneras de caucho para ponerse a la altura de sus discursos.
La b¨²squeda de mundos s¨®lidos suele condenarnos a la ajenidad. Sin embargo, me consta que hay raros momentos de plenitud, momentos de ser y de estar, que nos hacen sentirnos parte de la realidad, fundidos en el ciclo de una existencia natural superior a nuestro desamparo. A veces he tenido la fortuna de vivir tambi¨¦n esos momentos, y casi todos se los debo al mundo l¨ªquido de la luz y de los bares.
Granada es una ciudad definida por el oto?o. Cuando la luz del atardecer se desti?e en un violeta alto y profundo, con t¨ªmidos restos de claridad dorada y con intuiciones narrativas que mezclan el rojo y el negro, la ciudad se justifica a s¨ª misma. Cae una serena emoci¨®n, una tranquilidad l¨ªrica, sobre las colinas, los r¨ªos, los edificios nobles y las plazas. Hasta los edificios feos de las calles modernas apuran su oportunidad de belleza, y el paseante se siente convencido por la realidad, forma parte del mundo, un ser legitimado por la luz, una verdad que ocupa su lugar.
La misma sensaci¨®n de vida en su sitio, de realidad bien colocada, la he sentido en algunos bares. Se agradecen, por supuesto, los bares conocidos, esos bares de siempre, en los que las horas pasan como si estuvi¨¦semos en un domicilio particular. La alegr¨ªa del alcohol y de los encuentros, de las rutinas elegidas y los rostros c¨®mplices, es menos importante que una difusa sensaci¨®n de pertenencia. La ciudad se transforma en una realidad propia. El vac¨ªo se aleja de nosotros y se va con las botellas y las copas.
Pero se agradecen mucho m¨¢s las sorpresas de los bares en las ciudades extra?as, porque nos dan amparo igual que la luz del oto?o, y la sensaci¨®n de pertenencia es m¨¢s amplia, m¨¢s generosa, hasta convertir en intimidad el mundo extranjero. Descubrir un bar significa querer volver, sentirse parte de una forma de vida, sumergirse en la ¨ªntima alegr¨ªa de las repeticiones.
Conservo algunos posavasos de mis bares preferidos, y me gusta encontr¨¢rmelos por la casa. Surgen entre los libros, en los rincones de las estanter¨ªas, como recuerdos de amparo y como incitaciones para el regreso. Un bar puede ser una ciudad. En tardes de lluvia o de fr¨ªo, en noches de calor y humedad, con el cansancio de los kil¨®metros y las incertidumbres, con la impaciencia de la piel libre o el pulso del coraz¨®n triste, los bares me han regalado a veces un lugar, un sentimiento de pertenencia. Cuando bebo solo en casa, levanto la copa por todos los clientes de mis bares preferidos. Ellos me han ayudado a comprender el mundo.
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