Una org¨ªa perpetua
Habr¨ªa que saber por qu¨¦ caminos improbables llegan a nosotros desde muy lejos las influencias que van a determinar nuestra vocaci¨®n, nuestra manera de mirar el mundo. En ?beda, cuando estaba en el ¨²ltimo a?o del instituto, un amigo con el que compart¨ªa el amor por la m¨²sica pop y por la literatura me dio a leer por primera vez un cuento de Julio Cort¨¢zar.
Me hizo una impresi¨®n tan fuerte que al cabo de tantos a?os y despu¨¦s de haber le¨ªdo tanto los cuentos de Cort¨¢zar y de haber dejado de leerlos me sigo acordando de ¨¦ste: era La isla a mediod¨ªa. Me sorprendi¨® con la sugesti¨®n de lo raro, de lo inusitadamente nuevo. Estaba escrito en una lengua que era la m¨ªa, y que sin embargo ten¨ªa una flexibilidad, una m¨²sica desconocida, entre lo coloquial y lo abstracto, muy ajena a la de los escritores espa?oles a los que yo le¨ªa por entonces, y por supuesto a las traducciones de novelas extranjeras de las que me alimentaba, dependiendo de las disponibilidades limitadas de la biblioteca p¨²blica y de mis compras en el C¨ªrculo de Lectores, cuyos viajantes llamaban a la puerta cada tres meses trayendo el tesoro inusitado de sus cat¨¢logos y sus encargos, un poco a la manera en que los gitanos de la tribu de Melqu¨ªades aparec¨ªan cada cierto tiempo en Macondo para mostrar las novedades del mundo exterior.
Cuesta ahora revivir en toda su plenitud el impacto que tuvo para muchos espa?oles j¨®venes el primer encuentro con la literatura moderna de Am¨¦rica Latina. Estaba escrita en nuestro idioma y sin embargo era desmedida y ex¨®tica, en el sentido m¨¢s noble de la palabra, porque nos abr¨ªa la imaginaci¨®n a continentes tan asombrosos como los que siglos atr¨¢s hab¨ªan intentado contar los cronistas de Indias. Llegaba como un vendaval de innovaci¨®n y ruptura, pero a la vez pose¨ªa todo el hechizo de los relatos primitivos, toda la fuerza de las novelas inmensas del siglo XIX. Por los laberintos de Cien a?os de soledad uno se perd¨ªa como por las historias entreveradas del Quijote o de Las mil y una noches o El Decamer¨®n. En algunos suplementos literarios que llegaban de Madrid con varios d¨ªas de retraso se hablaba de experimentos confusos e incitantes en la literatura, de novelas escritas sin puntos ni comas ni personajes ni tramas que deb¨ªan de ser tan prestigiosamente indescifrables como algunos discos de Frank Zappa llegados tambi¨¦n a nuestra provincia cualquiera sabe por qu¨¦ caminos. Estaba claro que en aquel cuento de Julio Cort¨¢zar hab¨ªa algo muy nuevo que uno no sab¨ªa lo que era, igual que en los di¨¢logos entreverados de otra novela tambi¨¦n llegada por entonces, La casa verde, pero esa parte de extra?eza no entorpec¨ªa la lectura ni enturbiaba la historia, sino que las hac¨ªa a¨²n m¨¢s incitantes. Con la pedanter¨ªa propia de la adolescencia, durante varios a?os yo me empe?¨¦ en demostrarme a m¨ª mismo que era un lector intr¨¦pido y un aspirante a novelista de vanguardia, someti¨¦ndome a las audacias narrativas espa?olas m¨¢s celebradas por la cr¨ªtica de entonces: Oficio de tinieblas 5, de Cela; Heautontimoroumenos, de J. Leiva o Leyva; Juan sin tierra, de Juan Goytisolo. Ni la m¨¢s ardiente hipocres¨ªa con uno mismo atenuaba la modorra, la desoladora apat¨ªa. ?No habr¨ªa otra manera menos ¨¢rida de convertirse uno en escritor de su tiempo?
Por no hablar de otra presi¨®n, la ideol¨®gica. Agazapado en su provincia, uno no s¨®lo aspiraba a irrumpir en Madrid como novelista o en su defecto como autor teatral de vanguardia, sino adem¨¢s a derribar la dictadura del general Franco y a ser posible construir el socialismo, para lo cual hac¨ªa falta someterse a un r¨¦gimen punitivo de lecturas de manuales marxistas y seminarios llamados de formaci¨®n en los que la densidad de los conceptos a dilucidar era a¨²n m¨¢s impenetrable que el humo del tabaco negro en aquellas habitaciones que ten¨ªan algo de catacumbas para los devotos de una religi¨®n perseguida. El r¨¦gimen de Franco no dej¨® de ser sanguinario hasta el ¨²ltimo d¨ªa, y quienes regresaban a la luz despu¨¦s de haber sido torturados en las comisar¨ªas conservaban una palidez y un extrav¨ªo en la mirada como de muertos en vida, pero los escaparates de las librer¨ªas estaban inundados de cl¨¢sicos del marxismo y de manuales revolucionarios que nosotros le¨ªamos, subray¨¢bamos, analiz¨¢bamos hasta la extenuaci¨®n, contagi¨¢ndonos de una ret¨®rica como de hormig¨®n armado, llena de palabras abstractas y de reiteraciones machaconas, de "en tanto en cuanto" y de infraestructuras y superestructuras y correlaciones de fuerzas y an¨¢lisis concretos de las situaciones concretas y contradicciones de primer nivel y segundo nivel.
Despu¨¦s de rumiar aquellos resecos piensos verbales no era muy f¨¢cil que a uno le quedara paladar ni o¨ªdo para el idioma, y menos a¨²n sutileza para percibir los matices de la vida real, que es el reverso de las caricaturas doctrinarias que aspiran a reducir a los seres humanos a mu?ecos de cart¨®n. Antes de llegar a la universidad y atragantarme voluntariosamente de ideolog¨ªa yo hab¨ªa escrito con una felicidad irresponsable, imitando sin escr¨²pulo cualquier modelo con el que me entusiasmara, escribiendo dramas po¨¦ticos a la manera de Lorca y poemas de amor a la manera de B¨¦cquer y luego a la de Pablo Neruda, piezas de teatro del absurdo copiadas de Beckett y de Ionesco, de teatro de agitaci¨®n copiadas de Brecht y de Peter Weiss, arranques de novelas fastuosamente planeadas que nunca pasaban de la primera p¨¢gina.
Y de pronto aquel caudal absurdo que hab¨ªa fluido tan sin esfuerzo y con resultados tan abundantes como deplorables qued¨® interrumpido. Escribir hab¨ªa sido un juego y ahora era, opresivamente, una misi¨®n y un tormento. El doble cepo de la ortodoxia ideol¨®gica y la coacci¨®n vanguardista me paralizaba. La literatura ten¨ªa que ser un arma en la lucha contra la dictadura y contra el capitalismo; la literatura ten¨ªa que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el realismo, con la utiller¨ªa decr¨¦pita de los personajes, de los argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura figurativa despu¨¦s del triunfo irrevocable de la abstracci¨®n, o como la m¨²sica mel¨®dica desacreditada por la atonalidad. A uno ten¨ªa que remorderle la conciencia por haber le¨ªdo alguna vez con emoci¨®n a Gald¨®s o a Miguel Delibes.
Un cuento de Julio Cort¨¢zar me hab¨ªa despertado a la literatura contempor¨¢nea cuando ten¨ªa 17 a?os. Yo creo que fue un cuento de Borges el que me sacudi¨® del sopor ideol¨®gico y est¨¦tico unos a?os despu¨¦s, el que empez¨® a educarme en la forma de escritura que iba a ser ya siempre la m¨ªa. Le¨ª El Aleph y mi idea de la lengua literaria espa?ola y de la ficci¨®n cambiaron para siempre. Era posible contar con iron¨ªa y verdad, con transparencia y ternura, y a la vez subvertir las mismas normas del relato que tan cuidadosamente se estaban respetando. Despu¨¦s vinieron Rulfo y Bioy, Carpentier, Onetti, Manuel Puig, Vargas Llosa, Donoso, Idea Vilari?o, Bryce, Roberto Piglia, Jos¨¦ Emilio Pacheco, Reynaldo Arenas, tantos m¨¢s, una org¨ªa perpetua, la vuelta al d¨ªa en los ochenta mundos de una literatura que no se acaba nunca.
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