En los bosques de Friedrich
Una figura empeque?ecida por la distancia camina inclinada hacia delante por un bosque invernal: puede ser un personaje de un cuento, o el protagonista sin nombre de las canciones del Viaje de invierno de Schubert, o puede ser una de esas siluetas cuya presencia a veces no llegamos a advertir en los paisajes de Caspar David Friedrich, pero que nos dan una idea simult¨¢nea de la escala del espacio y de la amplitud de la soledad. Me acuerdo de las canciones de Schubert cuando recorro en la Fundaci¨®n March los dibujos de Friedrich, muchos de los cuales se hicieron en hojas de cuadernos que el pintor llevaba consigo durante sus viajes a pie por los caminos de Alemania, por los bosques que hace dos siglos a¨²n deb¨ªan de conservar el misterio y la sugesti¨®n de terror de la naturaleza primitiva: bosques a¨²n no atravesados por anchas carreteras y ferrocarriles, no talados masivamente para abrir paso a la civilizaci¨®n industrial. Friedrich se detiene a dibujar r¨¢pidamente una vista desde una posici¨®n elevada y el bosque se ondula sin l¨ªmites hacia el horizonte; dibuja unas casas de labranza junto a un arroyo o las ruinas de una abad¨ªa y tan s¨®lo a unos pasos se cierra la gran arboleda que est¨¢ siempre como avanzando sobre el claro abierto tan precariamente en ella por el esfuerzo humano.
Cada ¨¢rbol aislado irradia a la vez majestad y amenaza. Un roble seco se retuerce hacia arriba como un gigante malherido. Un gran abeto es un inmenso templo pagano frente al cual una cruz erigida para alivio y gu¨ªa de los caminantes ofrece una dudosa protecci¨®n. En una hoja del cuaderno, con una pluma muy fina, con un l¨¢piz de punta afilada casi hasta quebrarse, dibuja con extremo cuidado un ¨¢rbol y junto a ¨¦l otro ¨¢rbol y otro y otro m¨¢s, y parece que la mano act¨²a m¨¢s r¨¢pido a cada momento y que los ¨¢rboles llenan horizontalmente el papel como un ej¨¦rcito que se aproxima, el ej¨¦rcito alucinante de ¨¢rboles que Macbeth ve¨ªa avanzar hacia su castillo. En el dibujo de cada rama y casi cada hoja hay una voluntad de exactitud tan atenta como la que pon¨ªa Durero en reproducir cada uno de los pelos de una liebre, un detallismo de orfebrer¨ªa g¨®tica, una pasi¨®n por apresar el gesto decisivo como la de los dibujos de Rembrandt. La punta del l¨¢piz parece ir m¨¢s all¨¢ de las facultades de la pupila humana y aproximarse a la clarividencia del microscopio: en la Fundaci¨®n March, junto a alguno de los dibujos, se facilita oportunamente una lupa. Armado de ella, como un detective o un entom¨®logo, uno se inclina sobre las hojas de papel a veces no mayores que un naipe y sigue viendo m¨¢s todav¨ªa: ve la prisa y la exactitud, y casi escucha el roce del l¨¢piz o de la pluma, comprendiendo ahora mejor esa mirada tan fija de los ojos claros que lo ha desafiado en el retrato de Friedrich pintado por su amigo Von K¨¹gelgen, una mirada de halc¨®n o de ¨¢guila acentuada por el ce?o, el vuelo de las cejas, la nariz ganchuda.
La misma mano que dibuja tan r¨¢pido ha consignado la fecha de cada boceto. El cuaderno es un diario de viaje, el testimonio de una inmediatez de hace dos siglos. Lo que intenta el artista es aislar un instante en el flujo del tiempo y en el tr¨¢nsito de la naturaleza, y por eso le importa anotar que una cierta mata de jud¨ªas enred¨¢ndose a lo largo de un palo con todo el vigor del crecimiento fue dibujada el 21 de julio de 1799, o que las hojas de un ca?averal fueron removidas por el viento como banderolas un 15 de agosto. El 23 de noviembre de 1801 vio a una mujer campesina que se cubr¨ªa la cabeza con un pa?uelo y se frotaba las manos sobre el delantal de una manera peculiar. El 6 de octubre de 1815 le llam¨® la atenci¨®n un viejo ¨¢rbol muerto de gruesas ramas amputadas que se abr¨ªan como los brazos de un hombre. El 15 de enero de 1802 dibuj¨® a un ni?o que dorm¨ªa con la cabeza apoyada en una roca, bajo un ¨¢rbol tr¨¢gico en el que se ha posado un loro: es como un boceto para la ilustraci¨®n de un cuento; el ni?o se ha perdido o ha sido abandonado por sus padres en el bosque, y a sus pies, dibujadas unas semanas m¨¢s tarde, hay un hacha de le?ador, y a uno se le ocurre que ese hacha es la del padre que ha abandonado a su hijo, o el signo de una de esas amenazas terribles que sobrecogen a los ni?os en los bosques de los cuentos antiguos.
"Otorg¨® a lo familiar la dignidad de lo desconocido", dijo Von Kleist de Friedrich. Anotaba en un cuaderno una formaci¨®n rocosa o la silueta peculiar de un ¨¢rbol y ese m¨ªnimo detalle visual resurg¨ªa a?os m¨¢s tarde en un cuadro, como esos recuerdos menores que un escritor guarda sin prop¨®sito no se sabe d¨®nde y que mucho tiempo despu¨¦s emergen de la memoria para formar parte del tejido de una novela. La instantaneidad es el tiempo del dibujo: en sus paisajes al ¨®leo Friedrich recapitulaba la lentitud de la experiencia, ya en parte transmutada en ficci¨®n, en novela sin palabras de personajes de espaldas que contemplan la luna, la lejan¨ªa de los bosques y de los mares boreales, los hielos ¨¢rticos que en realidad ¨¦l no vio nunca, pero que imaginar¨ªa cuando leyera relatos de naufragios.
De ni?o hab¨ªa visto ahogarse a su hermano, hundi¨¦ndose al romperse el hielo en el que los dos patinaban. La celebridad modesta de la que hab¨ªa disfrutado se disip¨® del todo en los a?os de su vejez, ensombrecidos por la enfermedad y la pobreza. El 23 de septiembre de 1835, a los sesenta y un a?os, con la mano derecha severamente entorpecida por una apoplej¨ªa, dibuj¨® una l¨ªnea de monta?as que parecen flotar sobre la niebla de un valle que es el espacio del papel apenas rozado por el l¨¢piz, su d¨¦bil granulaci¨®n casi disuelta en una tiza con la que est¨¢ hecho el blanco de las nubes. Se volvi¨® m¨¢s hura?o. Se habitu¨® a dar largas caminatas que empezaban al atardecer y duraban toda la noche. El acompa?amiento de las canciones de Schubert en el Viaje de Invierno, que est¨¢n compuestas en esa ¨¦poca tard¨ªa en la vida de Friedrich, me sirve para imaginar el ritmo obstinado de sus pasos, igual que sus dibujos me ayudan a escuchar esas canciones en las que un hombre ha salido de una casa en la que nadie extra?ar¨¢ su ausencia cerrando la puerta tras ¨¦l y aventur¨¢ndose por los caminos invernales, embozado contra el fr¨ªo, sin m¨¢s compa?¨ªa que su sombra. Quiz¨¢s Schubert y Friedrich nos conmueven tanto porque apelan por igual a una sensaci¨®n de desamparo y asombro ante la naturaleza que fue la que nos transmitieron los cuentos antiguos, en los que est¨¢ inscrita la memoria de los grandes bosques extinguidos de Europa.
Caspar David Friedrich: arte de dibujar. Fundaci¨®n Juan March. Madrid. Hasta el 10 de enero. www.march.es/
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