Salvados por la SGAE
En mi adolescencia, algunos bares dispon¨ªan de un juke box, un curioso aparato que permit¨ªa seleccionar y escuchar una canci¨®n a cambio de unas monedas. Recuerdo la mezcla de fascinaci¨®n y fe en el progreso que me produc¨ªa la contemplaci¨®n de la operaci¨®n mec¨¢nica en la que el peque?o disco de vinilo sal¨ªa de su ranura, se colocaba en un plato y era atacado por la aguja del pick up.
Uno pod¨ªa encontrar el ¨²ltimo ¨¦xito del momento y tambi¨¦n piezas para la nostalgia o la canci¨®n que son¨® cuando el primer beso (si es que son¨® alguna). A gusto del consumidor.
Todo esto desapareci¨®. La m¨²sica pas¨® a ser gratis, para desgracia de la humanidad. Ya no era posible escoger, sino que un ruido musical indiscriminado, programado por astutos agentes comerciales convenientemente untados por las empresas del sector, se fue adue?ando paulatinamente del espacio social y tambi¨¦n de nuestras vidas hasta llegar al momento actual: ni un instante sin m¨²sica o sin ruido o como se le quiera llamar.
Su labor aumentar¨¢ nuestra capacidad de elecci¨®n y nos permitir¨¢ volver a disfrutar del silencio
Como buenos amantes del ruido hemos conseguido llegar al totalsorround. En cualquier lugar p¨²blico, pero especialmente en los bares: la radio y la televisi¨®n compiten por ocupar el espacio sonoro con el resoplido de la cafetera, el tintineo de los platos y vasos, el estruendo de la calle y las voces de la clientela, obligada -aunque no comulgue con esta afici¨®n- a subir el tono para poder entenderse.
Y no hay escapatoria. Si uno, ofuscado, consigue salir vivo de estos lugares, una vez en la calle corre el riesgo de encontrarse frente a un coche discoteca parado en el sem¨¢foro vomitando decibelios aderezados por un ritmo sincopado cuyas ondas le golpean el plexo solar hasta tumbarle. E incluso si finalmente logra cobijarse en un edificio, es perseguido por el zumbido del llamado Hilo Musical o Muzak, cuyas nauseantes melod¨ªas le siguen hasta dentro del ascensor, probablemente con la intenci¨®n de aplacar su v¨¦rtigo a las alturas.
Naturalmente, las peluquer¨ªas -como los grandes almacenes, las salas de espera de los dentistas y muchos otros sitios- tampoco se libran de esta plaga. Y es por ese lugar donde nos toman el pelo por donde ha empezado la labor de regeneraci¨®n social que lleva a cabo con inconmensurable fervor la Sociedad General de Autores de Espa?a, m¨¢s conocida por sus siglas, SGAE.
Gracias a ellos, en el futuro podremos volver a disfrutar del silencio y de la capacidad de elecci¨®n haciendo como aconsejan ahora los peluqueros a sus clientes: "Tr¨¢igase usted su m¨²sica". Y no pague a la SGAE, a?ado.
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