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LECTURA

Revolucionarios

Yo nac¨ª en Inglaterra en 1948, suficientemente tarde, por unos a?os, para no tener que hacer el servicio militar obligatorio, pero a tiempo para los Beatles: ten¨ªa 14 a?os cuando sacaron Love me do. Tres a?os despu¨¦s aparecieron las primeras minifaldas, y yo era lo bastante mayor como para valorar sus virtudes y lo bastante joven como para aprovecharlas. Crec¨ª en una ¨¦poca de prosperidad, seguridad y confort y, por tanto, al cumplir 20 a?os, en 1968, me rebel¨¦. Como tantos j¨®venes pertenecientes al baby boom, fui conformista en mi inconformismo.

No cabe duda de que los sesenta fueron una buena ¨¦poca para ser joven. Todo parec¨ªa estar cambiando a una velocidad sin precedentes, y el mundo parec¨ªa dominado por la juventud (una observaci¨®n verificable si se ven las estad¨ªsticas). Por otro lado, al menos en Inglaterra, el cambio pod¨ªa ser enga?oso. Los estudiantes nos opon¨ªamos ruidosamente al apoyo que el Gobierno laborista daba a la guerra de Vietnam de Lyndon Johnson. Recuerdo al menos una de aquellas manifestaciones en Cambridge, despu¨¦s de una conferencia de Denis Healey, entonces ministro de Defensa. Perseguimos su coche hasta las afueras de la ciudad, y un amigo m¨ªo, hoy casado con la Alta Representante de Asuntos Exteriores de la UE, salt¨® al cap¨® y golpe¨® con furia las ventanillas.

"Crec¨ª en una ¨¦poca de prosperidad, seguridad y confort y, por tanto, al cumplir 20 a?os, en 1968 me rebel¨¦"
"Qu¨¦ suerte que el antinazismo exigiera -hasta el punto de definirse en funci¨®n de ellos- orgasmos en serie"
"Para vivir una revoluci¨®n de verdad, uno iba a Par¨ªs. Fui all¨ª en la primavera del 68 para respirar la historia"
"Desde nuestro punto de vista, fuimos una generaci¨®n revolucionaria. Qu¨¦ l¨¢stima que nos perdimos la revoluci¨®n"

S¨®lo que, cuando Healey se alejaba, nos dimos cuenta de lo tarde que era; la cena en el comedor de la universidad empezaba en cuesti¨®n de minutos y no quer¨ªamos perd¨¦rnosla. Mientras volv¨ªamos al centro, me toc¨® trotar al lado de un polic¨ªa de uniforme que hab¨ªa estado vigilando la multitud. Nos miramos: "?C¨®mo le parece que ha estado la manifestaci¨®n?", le pregunt¨¦. Como si fuera una pregunta de lo m¨¢s corriente -sin ver en ella nada extraordinario-, me contest¨®: "Oh, creo que ha estado bastante bien, se?or".

Es evidente que Cambridge no estaba maduro para la revoluci¨®n. Tampoco lo estaba Londres: en la famosa manifestaci¨®n de Grosvenor Square, ante la embajada estadounidense (de nuevo a prop¨®sito de Vietnam; como tantos de mis contempor¨¢neos, me movilizaba sobre todo contra las injusticias cometidas a miles de kil¨®metros de distancia), apretado entre un aburrido caballo de la polic¨ªa y unas vallas, sent¨ª algo h¨²medo y caliente que me corr¨ªa por la pierna. ?Incontinencia? ?Una herida que sangraba? No fui tan afortunado. Me hab¨ªa estallado en el bolsillo una bomba de pintura roja que pretend¨ªa arrojar contra la embajada.

Esa misma tarde, yo ten¨ªa que cenar con mi futura suegra, una se?ora alemana de instinto impecablemente conservador. No creo que su opini¨®n de m¨ª, ya bastante esc¨¦ptica, mejorara cuando llegu¨¦ cubierto desde la cintura hasta el tobillo por una sustancia roja y pegajosa; ya se hab¨ªa alarmado al saber que su hija sal¨ªa con uno de esos izquierdistas desali?ados que gritaban "Ho, Ho, Ho Chi Minh" y a los que hab¨ªa visto con cierta repugnancia por televisi¨®n esa tarde. Lo ¨²nico que sent¨ª yo, por supuesto, fue que se tratara de pintura y no de sangre. Oh, ¨¦pater la bourgeoise.

Para vivir una revoluci¨®n de verdad, desde luego, uno iba a Par¨ªs. Como muchos de mis amigos y contempor¨¢neos, fui all¨ª en la primavera del 68 para observar -para respirar- la aut¨¦ntica historia. O, al menos, una representaci¨®n incre¨ªblemente fiel de la aut¨¦ntica historia. O, tal vez, en las esc¨¦pticas palabras de Raymond Aron, un psicodrama representado en el mismo lugar en el que, en otro tiempo, la aut¨¦ntica historia hab¨ªa formado parte del repertorio. Dado que Par¨ªs hab¨ªa sido verdaderamente un escenario de revoluci¨®n -gran parte de nuestra interpretaci¨®n visual del t¨¦rmino deriva de lo que sabemos sobre los sucesos que all¨ª ocurrieron en los a?os 1798-1794-, a veces era dif¨ªcil distinguir entre la pol¨ªtica, la parodia, el pastiche... y la representaci¨®n.

En cierto sentido, todo era tal como deb¨ªa ser: verdaderos adoquines, problemas reales (o suficientemente reales para los participantes), violencia real y, de vez en cuando, v¨ªctimas reales. Sin embargo, desde otro punto de vista, a todo aquello parec¨ªa faltarle algo de seriedad: incluso en aquellos momentos me costaba mucho creer que bajo los adoquines estaba la playa (sous le pav¨¦s la plage), y todav¨ªa m¨¢s que una comunidad de estudiantes descaradamente obsesionados con sus planes de verano -recuerdo lo mucho que se hablaba, en medio de intensos debates y manifestaciones, de ir a pasar las vacaciones a Cuba- pretendiera seriamente derrocar al presidente Charles de Gaulle y su Quinta Rep¨²blica. De todas formas, con sus propios hijos en las calles, muchos comentaristas franceses aparentaban creer que pod¨ªa suceder y estaban, por consiguiente, nerviosos.

Al final, no ocurri¨® nada serio y todos volvimos a casa. En su momento, me pareci¨® que Aron hab¨ªa sido innecesariamente despectivo; era su dispepsia, provocada por el entusiasmo adulador de algunos de sus colegas, que se sent¨ªan arrebatados por los sosos clich¨¦s ut¨®picos de sus atractivos pupilos y estaban deseando unirse a ellos. Hoy tender¨ªa a compartir su desprecio, pero entonces me pareci¨® excesivo. Lo que m¨¢s parec¨ªa molestar a Aron era que todo el mundo estaba divirti¨¦ndose y, a pesar de su inteligencia, no era capaz de ver que, aunque divertirse no es lo mismo que hacer la revoluci¨®n, muchas revoluciones han comenzado entre juegos y risas.

Uno o dos a?os despu¨¦s visit¨¦ a un amigo que estudiaba en una universidad alemana; Gottinga, creo recordar. Result¨® que, en Alemania, "revoluci¨®n" significaba algo muy distinto. Nadie se divert¨ªa. A ojos de un ingl¨¦s, todos parec¨ªan indescriptiblemente serios y alarmantemente preocupados por el sexo. Eso era una cosa nueva: los estudiantes ingleses pensaban mucho en el sexo, pero lo practicaban muy poco, mientras que los estudiantes franceses eran mucho m¨¢s activos (o al menos me lo hab¨ªa parecido), pero manten¨ªan el sexo y la pol¨ªtica separados. Salvo por el llamamiento ocasional de "haz el amor y no la guerra", su actividad pol¨ªtica era intensamente -absurdamente- te¨®rica y seca. La participaci¨®n de las mujeres -si es que la hab¨ªa- se limitaba a hacer caf¨¦ y compartir la cama (y aparecer como accesorios visuales a hombros de los varones para posar ante los fot¨®grafos de prensa). No es de extra?ar que poco despu¨¦s apareciera el feminismo radical.

En Alemania, por el contrario, la pol¨ªtica ten¨ªa que ver con el sexo, y el sexo, en gran medida, con la pol¨ªtica. Me sorprendi¨® descubrir, mientras visitaba a un colectivo de estudiantes alemanes (todos los estudiantes alemanes que conoc¨ª parec¨ªan vivir en comunas, compartiendo grandes pisos y las parejas respectivas), que mis contempor¨¢neos de la Bundesrepublik se cre¨ªan verdaderamente su propia ret¨®rica. Me explicaban que abordar las relaciones sexuales de manera despreocupada y sin ning¨²n tipo de complejo era la mejor forma de liberarse de cualquier ilusi¨®n sobre el imperialismo americano y representaba una limpieza terap¨¦utica del legado nazi de sus padres, que caracterizaban de sexualidad reprimida disfrazada de arrogancia nacionalista.

La idea de que una persona de 20 a?os en Europa Occidental pod¨ªa exorcizar la culpa de sus padres despoj¨¢ndose (y despojando a su pareja) de ropas e inhibiciones -deshaci¨¦ndose metaf¨®ricamente de los s¨ªmbolos de la tolerancia represiva- me pareci¨®, desde mi perspectiva de izquierdista emp¨ªrico ingl¨¦s, algo sospechosa. Qu¨¦ suerte que el antinazismo exigiera -hasta el punto de definirse en funci¨®n de ellos- orgasmos en serie. Claro que, pens¨¢ndolo bien, ?qui¨¦n era yo para quejarme? Un estudiante de Cambridge cuyo universo pol¨ªtico estaba limitado por polic¨ªas respetuosos y la limpia conciencia de un pa¨ªs victorioso que no hab¨ªa sido ocupado no era quiz¨¢ el m¨¢s apropiado para juzgar las estrategias purgativas de otros.

Tal vez no me habr¨ªa sentido tan superior si hubiera estado m¨¢s al tanto de lo que estaba sucediendo a unos cuantos kil¨®metros al este. ?C¨®mo de herm¨¦tico deb¨ªa de ser el mundo de la guerra fr¨ªa en Europa Occidental para que yo -estudiante aventajado de historia (!), jud¨ªo originario de Europa del Este, que hablaba varios idiomas y hab¨ªa viajado mucho por mi mitad del continente- ignorase por completo los catacl¨ªsmicos acontecimientos que estaban produci¨¦ndose en Polonia y Checoslovaquia en esa misma ¨¦poca? ?Me atra¨ªa la revoluci¨®n? Entonces, ?por qu¨¦ no fui a Praga, sin la menor duda el lugar m¨¢s apasionante de Europa en aquel momento? ?O a Varsovia, donde mis coet¨¢neos corr¨ªan peligro de expulsi¨®n, exilio y c¨¢rcel por sus ideas y sus ideales?

?Qu¨¦ dice de las falsas ilusiones del Mayo del 68 el hecho de que no pueda recordar ni una sola alusi¨®n a la Primavera de Praga, ni mucho menos al levantamiento estudiantil de Polonia, en nuestros serios debates radicales? Si hubi¨¦ramos sido menos provincianos (cuarenta a?os despu¨¦s, resulta dif¨ªcil transmitir el grado de intensidad con el que pod¨ªamos llegar a discutir la injusticia de los horarios de cierre de la universidad), habr¨ªamos podido dejar una huella m¨¢s duradera. En cambio, s¨®lo sab¨ªamos hablar hasta altas horas de la noche de la Revoluci¨®n Cultural china, las revueltas en M¨¦xico e incluso las sentadas en la Universidad de Columbia. Salvo por alg¨²n que otro alem¨¢n despreciativo, satisfecho de considerar al checo Dubcek como otro renegado reformista, nadie hablaba de Europa del Este.

En retrospectiva, no puedo evitar pensar que perdimos una oportunidad. ?Marxistas? Entonces, ?por qu¨¦ no est¨¢bamos en Varsovia debatiendo los ¨²ltimos fragmentos del revisionismo comunista con el gran Leszek Kolakowski y sus alumnos? ?Rebeldes? ?Por qu¨¦ causa? ?A qu¨¦ precio? Incluso los escasos conocidos m¨ªos que ten¨ªan la mala suerte de pasar una noche en la comisar¨ªa sol¨ªan estar de vuelta en casa para la hora de la comida. ?Qu¨¦ sab¨ªamos nosotros sobre el valor que hac¨ªa falta para soportar semanas de interrogatorios en las prisiones de Varsovia, seguidas de condenas de c¨¢rcel de uno, dos o tres a?os para estudiantes que se hab¨ªan atrevido a pedir las cosas que nosotros d¨¢bamos por descontadas?

A pesar de nuestras ostentosas teor¨ªas sobre la historia, no fuimos capaces de reconocer uno de sus hitos fundamentales. Fue en Praga y Varsovia, en aquellos meses de verano de 1968, donde el marxismo acab¨® consigo mismo. Fueron los rebeldes estudiantiles de Europa Central quienes despu¨¦s debilitaron, desacreditaron y derrocaron no s¨®lo un par de reg¨ªmenes comunistas ruinosos, sino la propia idea del comunismo. Si nos hubiera preocupado un poco m¨¢s el destino de las ideas que manej¨¢bamos con tan poca sinceridad, tal vez habr¨ªamos prestado m¨¢s atenci¨®n a las acciones y las opiniones de quienes se hab¨ªan educado bajo su sombra.

Nadie debe sentirse culpable por haber nacido en el lugar apropiado y el momento oportuno. En Occidente fuimos una generaci¨®n afortunada. No cambiamos el mundo; m¨¢s bien, el mundo se avino a cambiar para nosotros. Todo parec¨ªa posible: a diferencia de los j¨®venes de hoy, nunca tuvimos la menor duda de que ¨ªbamos a tener un trabajo interesante y, por tanto, no sent¨ªamos la necesidad de desperdiciar nuestro tiempo en nada tan degradante como la "escuela de negocios". Casi todos acabamos trabajando en la educaci¨®n o en la administraci¨®n p¨²blica. Dedicamos nuestras energ¨ªas a hablar de lo que no funcionaba en el mundo y c¨®mo cambiarlo. Protestamos contra las cosas que no nos gustaban, e hicimos bien. Desde nuestro punto de vista, al menos, fuimos una generaci¨®n revolucionaria... Qu¨¦ l¨¢stima que nos perdimos la revoluci¨®n.

? Tony Judt, 2010. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia. La semana pr¨®xima, un nuevo art¨ªculo de Tony Judt.

El historiador brit¨¢nico Tony Judt, fotografiado en Madrid con motivo de la presentaci¨®n de su libro "Postguerra. Una historia europea desde 1945".
El historiador brit¨¢nico Tony Judt, fotografiado en Madrid con motivo de la presentaci¨®n de su libro "Postguerra. Una historia europea desde 1945".Luis Mag¨¢n

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