El terrible im¨¢n de un pa¨ªs imposible
Nunca pens¨¦ que pod¨ªa haber algo m¨¢s derruido que el Puerto Pr¨ªncipe que conoc¨ª en diciembre de 2004. Nunca pens¨¦ que ser¨ªa el propio Puerto Pr¨ªncipe, convertido en enero de 2010 en la sombra de lo que apenas fue; la imagen de una ciudad ca¨®tica que no puedo dejar de recordar con nostalgia. Puerto Pr¨ªncipe era, esa primera vez que lo vi, una red sin fin de calles que parecen vertederos, de edificios a medio construir, de panderetas pintadas con propagandas de peluquer¨ªas, de camionetas tatuadas de advertencias b¨ªblicas. Un panorama extra?o que ahora recuerdo con la nostalgia con la que uno puede recordar Par¨ªs o Praga, viendo caminar sin saber hacia d¨®nde a cientos de miles de haitianos heridos por entre los ¨¢rboles y los postes ca¨ªdos. Ese lugar que la prensa suele describir como alejado de Dios, pero donde uno lo siente muy cerca: sacrificios, milagros, plagas de Egipto, apocalipsis y resurrecciones que son el pan de cada d¨ªa de un pueblo que se enorgullece de siempre andar impecablemente vestido. El haitiano, reconocible a una legua por su pasi¨®n por la formalidad, esa seriedad lenta que, cuando menos te lo esperas, termina en una sonrisa. Incluso ahora cuando uno de ellos me cuenta el derrumbe total de su casa en el que muri¨® su hija.
Hait¨ª es todo ese horror, pero tambi¨¦n, en mi recuerdo, una cierta calma, un cierto lujo, una cierta voluptuosidad que no he encontrado en ninguna otra parte. A mi madre, que lleva seis a?os viviendo ah¨ª, se lo advirti¨® un haitiano cuando desembarc¨® en la isla: "T¨² no eliges Hait¨ª, Hait¨ª te elige a ti". Luego enloquece o destruye al que elige. La isla que no produce casi nada es un im¨¢n poderoso e inevitable para los que se dejan atrapar por la luz sorprendentemente benigna de sus ma?anas, por su extra?o ritmo diario a base de rumores, de frases entredichas, de intrigas y solemnidades varias.
Los periodistas de batalla, las ONG y los organismos caritativos que hacen de Hait¨ª su centro de entrenamiento, llevan cada a?o cientos de voluntarios rubios que salen de ah¨ª horrorizados o fascinados para siempre. Los que se fascinan vuelven o se quedan. Empiezan luego a relativizar la pobreza, la corrupci¨®n, el estado de permanente fragilidad de las instituciones, el agua, la electricidad, el tel¨¦fono, los perpetuos cambios de Gabinete, y la falta de presupuesto, polic¨ªa o l¨®gica. Ven muy luego el producto de sus esfuerzos y m¨¢s luego a¨²n c¨®mo esos esfuerzos son pulverizados por un golpe de Estado, un cicl¨®n o, como ahora, un terremoto. Se sienten seguros, aunque no haya seguridad de nada. Descubren que en sus pa¨ªses tampoco nada es tan seguro como parece, que Hait¨ª tiene la ventaja de, al menos, no disimular la incerteza total sobre la que basamos nuestras vidas. Los enamorados de Hait¨ª viven en un mundo altamente moral. Un mundo de dilemas de vida o muerte. Se mueven en ciudades de otra ¨¦poca, donde los hombres usan corbata para ir a misa, donde la turba les corta las manos a los ladrones en plena plaza de Petionville, si es que no los quema para impedir que sus esp¨ªritus viajen a ?frica. Intentan, a pesar de su demasiado visible piel blanca, integrarse a un mundo en que las familias prefieren ahorrar dinero para el funeral de sus hijos antes que para su hospitalizaci¨®n. Se envician con un pa¨ªs donde la muerte no es el fin de nada, sino el comienzo de todo lo que importa, una fiesta, un bautizo a otro mundo que es el que les importa.
Este pa¨ªs donde la excepci¨®n es la ¨²nica regla, donde con o sin terremoto todo es emergencia, seduce a todos los malos alumnos, a todos los mercenarios, a todos los documentalistas daneses. Enamora tanto a los c¨ªnicos sin remedio como a los creyentes m¨¢s ilusos. No hay intermedio como no hay clase media aqu¨ª. Todos tienen la impresi¨®n de poder construir en la isla m¨¢s aislada del Caribe su propia isla. As¨ª, el suizo reproduce un chalet alpino en la cima del volc¨¢n que vigila Puerto Pr¨ªncipe. Y el americano que compra el viejo hotel Olafsson para bailar viejas danzas vud¨². Y la chilena, mi madre, que opt¨® por someterse a una cirug¨ªa est¨¦tica en un cl¨ªnica haitiana encima de una rotiser¨ªa para mostrar su fe en la medicina haitiana. Y el italiano que organizaba festivales de cine al aire libre en el jard¨ªn de su casa hasta que lo asesinaron pocos meses antes del terremoto. Se salv¨® de preguntar, como todos los sobrevivientes preguntan ahora, cu¨¢ntos de sus amigos est¨¢n muertos, qu¨¦ queda de los restaurantes -que serv¨ªan la mejor comida que he probado nunca- , de los salones de baile, peque?os n¨²cleos de un Puerto Pr¨ªncipe alegre, gentil y fr¨ªvolo. Cu¨¢ntos de esos peque?os para¨ªsos haitianos no han sido tragados por el infierno que aqu¨ª todo lo pudo.
Subiendo por lo que fue la explanada del hotel Montana, es f¨¢cil concluir que no queda nada del poder de seducci¨®n de Hait¨ª. El asomo de normalidad democr¨¢tica, el comienzo de un cierto turismo posible, qued¨® enterrado junto con la c¨²pula del palacio presidencial. Muchos de los que no murieron aplastados vieron morir a demasiados amigos para mantener la fe en esta isla. Los m¨¢s adictos, los m¨¢s afincados piensan en irse. La trampa se cerr¨® y parece dif¨ªcil que vuelva a abrirse jam¨¢s. Sin embargo, mirando desde el balc¨®n de la casa de mis padres, viendo amanecer entre cantos de gallos y arboleras de todos colores, contemplando el mar all¨¢ al fondo, a los pies de la ciudad, pienso que algo de ese im¨¢n terrible, de esa fascinante excepci¨®n a todas las reglas, sigue en pie. El terrible encanto de este pa¨ªs imposible, como son imposibles los sue?os y las pesadillas, sigue intacto y seguir¨¢ intacto para otra generaci¨®n de ilusos y desilusionados, esperando nuevas v¨ªctimas que enloquecer.
Rafael Gumucio es escritor y periodista chileno.
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