Robinson fot¨®grafo
Sin moverse de su pueblo, Kyjov, una peque?a ciudad de provincia en Moravia, Miroslav Tich?, consigui¨® vivir como un n¨¢ufrago en una isla desierta, un Robinson Crusoe cubierto con ropas que poco a poco se fueron convirtiendo en harapos, la cara escondida tras una pelambre salvaje en la que brillaban cada vez m¨¢s los ojos sagaces y claros. Miroslav Tich?, que hab¨ªa sido un joven artista prometedor en Praga, hacia 1945, en el breve periodo de libertad despu¨¦s de la guerra, entre la derrota de los alemanes y la imposici¨®n del r¨¦gimen comunista, conoci¨® primero el naufragio del trastorno mental y luego del acoso pol¨ªtico, pero en sus fotograf¨ªas de juventud no hay nada que anticipe la figura de ermita?o y de afable mis¨¢ntropo que iba a rondar las calles y los parques de Kyjov desde los a?os sesenta. En las fotos de juventud, Tich? es un joven alto, de pelo rubio, con una franca cara eslava, con uno de esos trajes claros y holgados que visten en las pel¨ªculas de Hollywood los refugiados antifascistas del centro de Europa, Paul Henreid en Casablanca. Hacia 1968 la ropa que llevaba era una confusi¨®n de jirones asegurados con cuerdas y con trozos de alambre, y en una de las ocasiones en los que la polic¨ªa lo encerr¨® el informe sobre el estado de su higiene ocupaba unas sesenta p¨¢ginas, e inclu¨ªa el n¨²mero de piojos que ten¨ªa en el pelo y la presencia, en un bolsillo, de una cucaracha viva.
"Las fotos suced¨ªan, sin que yo hiciera nada, s¨®lo apretar el disparador"
A Miroslav Tich? la polic¨ªa iba a buscarlo cada vez que hab¨ªa visitas de dignatarios comunistas a la ciudad o en v¨ªsperas de las fiestas oficiales, el 1 de Mayo, el aniversario de la Revoluci¨®n Sovi¨¦tica. ?l esperaba, sentado junto a una peque?a maleta en la que guardaba una muda de ropa, en el caos creciente en el que se hab¨ªa convertido con los a?os su vivienda diminuta, que era tambi¨¦n su estudio de pintor y su laboratorio de fotograf¨ªa. En un coche celular los polic¨ªas lo llevaban al psiqui¨¢trico penitenciario y all¨ª se quedaba encerrado hasta que pasaban las fiestas o se iba el dignatario en visita oficial. Le cortaban el pelo y la barba, lo ba?aban, le hac¨ªan cambiarse de ropa, y en cuanto sal¨ªa a la calle empezaba otra vez el demorado naufragio. Lo que no le quitaron nunca fue su c¨¢mara fotogr¨¢fica, quiz¨¢s porque imaginaban que aquel artefacto hecho con cartones, trozos de pl¨¢stico, carretes de hilo, chapas oxidadas de cerveza, el¨¢sticos de calzoncillos viejos, pudiera servir para algo, aparte de como distracci¨®n para las fantas¨ªas de un demente.
En su juventud, Miroslav Tich? hab¨ªa querido ser pintor. Admiraba a Matisse y al Picasso del periodo neocl¨¢sico: sus dibujos de mujeres, sobre todo, desnudos gr¨¢ciles que estaban a medias entre la solvencia del dibujo acad¨¦mico y la instantaneidad en la observaci¨®n de la vida. Como Degas, prefer¨ªa dibujar de memoria, perseguir con la l¨ªnea no lo que est¨¢ delante de los ojos sino lo que ha sabido retener el recuerdo. En la Academia de Arte de Praga, con la llegada del r¨¦gimen comunista, las modelos desnudas quedaron proscritas: el deber de los artistas ser¨ªa desde ahora pintar recios obreros con monos de trabajo, alzando el pu?o, sosteniendo martillos.
En Praga la presi¨®n pol¨ªtica era demasiado sofocante. Conven¨ªa m¨¢s retirarse con cautela a la provincia de uno. Incapaz de instalarse en la conformidad, Tich? eligi¨® ser un raro o un loco, entre ermita?o y buf¨®n, un pordiosero que lograr¨ªa su libertad de n¨¢ufrago no pidiendo ni necesitando nada. Ten¨ªa un estudio y lo expulsaron de ¨¦l y tiraron a la calle sus cuadros y sus cuadernos de dibujos. No correr¨ªa peligro de que le sucediera de nuevo si dejaba de pintar. Para que no le quitaran otra vez su estudio la soluci¨®n era no tenerlo.
Pero tampoco lo necesitaba. Todo dibujo ha sido ya dibujado; todos los cuadros est¨¢n pintados ya. El dibujo, la pintura, el lienzo, el papel, eran compromisos, distracciones formales que lo apartaban a uno de lo ¨²nico que de verdad ten¨ªa importancia, la realidad visible. La belleza a la que aspiraba el arte estaba en cualquier esquina, en medio de la calle: formas y l¨ªneas, contrastes, equilibrios de composici¨®n. Qu¨¦ falta hac¨ªa una modelo, paralizada en gestos acad¨¦micos, hastiada de permanecer inm¨®vil. En cualquier mujer m¨¢s o menos joven que caminara por la calle o se sentara en un banco cruzando las piernas o quit¨¢ndose los tacones para masajearse los pies doloridos estaba el cat¨¢logo de todas las artes; mujeres siempre vistas a una cierta distancia, quiz¨¢s alarmadas por la aparici¨®n de la figura gre?uda y familiar, quiz¨¢s sonriendo con una cierta indulgencia divertida o tan absortas en sus pensamientos que no reparar¨ªan en ¨¦l, y menos a¨²n en su c¨¢mara, muchas veces escondida entre los harapos.
Sal¨ªa a caminar con la primera luz del amanecer y s¨®lo regresaba a aquel cuarto que era m¨¢s bien una madriguera en cuanto declinaba el sol de la tarde. Tomaba unas cien fotos diarias. Las fotos suced¨ªan, sin que yo hiciera nada, s¨®lo apretar el disparador. La lente era un trozo de plexigl¨¢s pulido con una mezcla de pasta de dientes y ceniza de cigarrillo. En las fotos ya reveladas se notan a veces las huellas de sus dedos sucios, las manchas de humedad del suelo en el que las amontonaba, las mordeduras de los ratones y de la polilla. Las enmarcaba a veces usando trozos recortados de cart¨®n o subrayaba con un bol¨ªgrafo o una pluma alguna l¨ªnea que hubiera quedado demasiado borrosa, o que a ¨¦l le interesara resaltar. Las fotos no tienen t¨ªtulos ni est¨¢n fechadas. La tosquedad del procedimiento, la pobreza de los materiales, la prisa, el abandono, el efecto del tiempo, son atributos de su delicada extra?eza, del hechizo entre carnal y melanc¨®lico de la presencia femenina. Ni la ciudad ni el paisaje existen para Miroslav Tich?: s¨®lo las mujeres, casi siempre un poco borrosas, por efecto de la distancia o del mecanismo r¨²stico de la c¨¢mara hecha a mano, mujeres vistas de espaldas, caminando por una acera, sentadas en un caf¨¦, con las piernas cruzadas y la falda por encima de las rodillas, tendidas al sol junto a una piscina, sonriendo desde el otro lado de una verja, bajando de un coche, intercambiando confidencias con las cabezas juntas, recogi¨¦ndose el pelo en la nuca, saliendo del agua con un deslumbramiento de sol en la piel morena, entrevistas de lejos cuando echan la cabeza a un lado antes de besar a un hombre. Fil¨®sofo en andrajos, como el Dem¨®crito de Vel¨¢zquez, con el que comparte la risa desdentada, Tich? asegura, incr¨¦dulo de que sus viejas fotos se vean por todo el mundo y est¨¦n ahora en una exposici¨®n en Nueva York, que todo no es exactamente el mismo sue?o, el anonimato y la fama, las mujeres reales y las retratadas, fantasmas igualados por el paso del tiempo. Para tener ¨¦xito s¨®lo es necesario hacer algo peor que nadie en el mundo, dice, muerto de risa, en un documental, bebiendo ron en un vaso opaco de mugre, como un Robinson Crusoe muy viejo que ya no abandonar¨¢ su isla de basura.
Tich?. International Center of Photography. Nueva York. Hasta el 9 de mayo. www.icp.org
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