Las 11 casas colgantes
Y entonces sucedi¨®.
Un hombre llamado George C. Tilyou construy¨® 11 casitas de madera ligera que parec¨ªan canastas de rudimentario globo aerost¨¢tico con tejados de los Alpes, las coloc¨® como si fueran perlas en una rueda gigante, asegur¨® las estructuras y los ejes y las palancas y los rezos, y construy¨® Tilyou's Ferris Whhel: la noria m¨¢s grande del mundo. No lo hab¨ªa inventado. Exist¨ªan otras norias en el mundo y todas estaban inspiradas en un antiguo m¨¦todo para sacar agua de los r¨ªos. Pero era la m¨¢s grande, la m¨¢s alta y la primera del para¨ªso.
El mundo hab¨ªa comenzado a volar.
Y ahora pod¨ªamos ir a Coney Island, entrar en una reducida casa parecida a la nuestra, elevarnos por el cielo, convertirnos en las perlas de un collar y surcar las nubes. Verlo todo con una perspectiva distinta. Distanciarnos. Re¨ªrnos. Mientras desde abajo George C. Tilyou pod¨ªa frotarse las manos como si se las calentara para empezar a contar dinero. Pero tambi¨¦n sonrojarse: hab¨ªa conseguido que todos nosotros vol¨¢ramos. Y eso lo convert¨ªa en un hombre contento. Hasta que un d¨ªa se detuvo la noria, se escucharon los primeros gritos hist¨¦ricos que se producen cuando un movimiento termina de forma brusca y George C. Tilyou mir¨® primero hacia arriba y luego hacia abajo. Y sobre el pedal que activaba el freno de emergencia de su noria vio el zapato lustrado y autoritario de McKane, que hab¨ªa salido de la prisi¨®n gracias a sus contactos pol¨ªticos y hab¨ªa conseguido ser indultado del delito de promover el juego, la prostituci¨®n y las elecciones fraudulentas. El diablo de Coney Island hab¨ªa regresado y no estaba dispuesto a que nadie, absolutamente nadie, se divirtiera en el para¨ªso sin su autorizaci¨®n. De modo que las casitas se fueron vaciando una a una, el dinero dej¨® de llover desde el cielo y el pobre George C. Tilyou, amante de las atracciones y la diversi¨®n comunitaria, pens¨® en abandonar atemorizado aquella tierra en la que hab¨ªa conseguido ver volar casas de madera que parec¨ªan cestos.
Pero entonces en aquel diminuto hurac¨¢n sucedi¨® algo extra?o e inesperado: un pol¨ªtico corrupto se hart¨® de la injusticia y decidi¨® romper tratos con McKane, sacarle la protecci¨®n y pedirle al entusiasta George C. Tilyou que no se fuera. Que se quedara a frotarse las manos debajo de su noria incre¨ªble, ver volar casitas de madera en el cielo y sonre¨ªr: porque los gritos dejar¨ªan de ser terror y volver¨ªan a ser de asombro.
Sonre¨ªr de nuevo.
Y el temido McKane se alej¨® refunfu?ando del terreno s¨®lido en el que ya hab¨ªa una noria, una vaca de metal que daba leche a cambio de cinco centavos, una sala de baile con forma de carpa de circo llamada The Pavilion y un hotel inveros¨ªmil con forma de elefante. Y se fue a la playa y trat¨® de sembrar un nuevo reino de p¨¢nico y sumisi¨®n como si todo lo que ¨¦l pisara se pudiera convertir en el Lejano Oeste. O en la imagen que todos nosotros tenemos de ¨¦l. Pero sus ayudantes con fornidos brazos de cemento y escupitajos al suelo, y sus zapatos lustrados de falso hombre de bien no tardaron el desaparecer de nuevo. Los habitantes de Coney Island estaban aprendiendo a convivir con los gritos de j¨²bilo como si fueran cantos de p¨¢jaro y les molestaban las amenazas, la soberbia y el terror. As¨ª que poco tiempo despu¨¦s del incendio del Hotel Elefante, hubo quien consigui¨® vincular a McKane con el suceso y el bandido volvi¨® a la c¨¢rcel.
Ahora sin amigos. Sin ayudantes con brazos de cemento para protegerlos. Sin escupitajos ni zapatos limpios ni amigos corruptos en ninguna instituci¨®n.
Coney Island, y eso no lo sab¨ªa McKane porque apenas hab¨ªa le¨ªdo nada en toda su vida, era un reino de paz. Siempre hab¨ªa sido m¨¢s fuerte la vida que cualquier tentaci¨®n. Porque en aquella tierra incre¨ªble en la que comenzaron a crecer caminos que conduc¨ªan a la felicidad como si fueran setas, hab¨ªa una luz misteriosa capaz de iluminarnos a todos. Ahora y antes. Porque a?os atr¨¢s la tierra cobij¨® a un grupo de mujeres perseguidas por fan¨¢ticos pol¨ªticos. M¨¢s adelante un jefe indio la cedi¨® sin disparar ni un solo tiro. Luego se construyeron puentes para atar el para¨ªso a la tierra y compartirlo todos. Y finalmente todos nosotros, si ¨¦sta era la pista de despegue, pensamos que ¨¦ramos, en efecto, capaces de volar.
Y construimos 11 casas inauditas con cestos de rudimentarios globos aerost¨¢ticos y les pusimos techos que nos recordaban vagamente al norte de Europa de nuestros ancestros y copiamos los sistemas de riegos ¨¢rabes para hacer una rueda inmensa y aseguramos los ejes, revisamos las estructuras y colocamos aquella atracci¨®n incre¨ªble entre casas de madera y el primer fotomat¨®n del para¨ªso: un edificio de madera blanca con torre de vig¨ªa desde el que mirar las 11 casas del cielo y un cartel: 10 centavos. Y entonces baj¨¢bamos del cielo, entr¨¢bamos a la casita de madera blanca, pag¨¢bamos 10 centavos y nos sent¨¢bamos sin mover un ¨¢pice nuestra expresi¨®n de felicidad para tomarnos una foto. Para recordar siempre qui¨¦nes somos capaces de ser.
Y entonces una aparatosa m¨¢quina que dejaba ir un poquito de humo y que activaba un flash como si fuera una bomba de juguete, nos intimidaba un poco pero no pod¨ªa con nosotros.
Porque ya hab¨ªamos tomado la estricta decisi¨®n de seguir siendo los felices, intr¨¦pidos y curiosos habitantes del para¨ªso: el lugar al que siempre hemos querido volver. Por eso nos atrevimos a construirlo y a repensarlo y a inventarlo una vez y otra hasta que encontr¨¢ramos la esencia de todo y fu¨¦ramos capaces de no traicionarla. Porque somos exactamente nosotros quienes vamos a convertir el mundo en elefantes que esconden hoteles, monta?as de madera roja del periodo de entreguerras, c¨¢psulas aeron¨¢uticas para volar encima de la playa, mujeres barbudas, hombres con el cuerpo ilustrado y fotograf¨ªas nuestras encerradas en uno de esos artilugios que sacudimos cuando queremos ver nevar. Somos nosotros, y nadie m¨¢s, quienes, a pesar del espacio y a pesar del tiempo, seguimos delineando meticulosamente y en riguroso silencio la estrecha l¨ªnea que mantiene encerrado, en nuestras manos, el para¨ªso.
Y ni en la playa ni en ning¨²n otro sitio: el para¨ªso nunca es un lugar perfecto y no siempre est¨¢ limpio. No fue construido encima de los pilares que suponemos que son la bondad, la justicia o la belleza. Y ah¨ª es, exactamente, donde radica nuestra atracci¨®n insalvable, rendida. Nuestra esencia: el para¨ªso es un lugar que nos parece real porque lo podr¨ªamos haber construido nosotros. Un espacio infinito que nos sigue perteneciendo y en el que todo es posible.
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