No hab¨ªa electricidad
A principios del siglo XIX el desarrollo industrial promovido por la m¨¢quina de vapor empez¨® a alarmar a una poblaci¨®n europea que hab¨ªa vivido hasta entonces con plausible comodidad. La proliferaci¨®n de unos inventos y novedades que entonces parecieron gratuitos hizo que varias generaciones de escritores y pensadores, a los que se llam¨® rom¨¢nticos, pusieran el grito en el cielo y reclamaran un retorno a la naturaleza virginal y pr¨ªstina. Fueron los primeros ecologistas del continente y se mostraron, m¨¢s que en ninguna ¨¦poca pret¨¦rita, partidarios de lo que Dios cre¨® en sus escasos d¨ªas de actividad y reacios a unas extra?ezas que no dejaban de perturbar el secular orden mitol¨®gico en el que viv¨ªan.
Los rom¨¢nticos, como es sabido, tuvieron que ver, muy a pesar suyo, c¨®mo la industria y la m¨¢quina, luego la t¨¦cnica, ocupaban el lugar de aquella bella artesan¨ªa que les hab¨ªa procurado, hasta aquel momento, un relativo y suficiente bienestar. Los inventos basados en los avances de la ciencia y de una t¨¦cnica todav¨ªa primitiva avanzaron prodigiosamente, y hoy vivimos en una supuesta holgura de enorme calado. Pero tambi¨¦n vivieron sin grandes dificultades ni carencias Diderot y Voltaire, Pascal y Newton, todos ajenos al agua corriente, a la bombilla incandescente, a la cocina el¨¦ctrica o a la nevera actual. Hoy nadie cae en la cuenta de los pocos a?os que llevamos viviendo al amparo de las invenciones de Faraday o de Edison y cu¨¢ntos vivi¨® la humanidad sin ellos: decenas, centenares de miles. Se va la luz y la humanidad catalana -como pudo haber sido la lituana o la polaca- reclama una normalidad que, en suma, no es m¨¢s que una excepci¨®n en los anales de las costumbres de los seres.
Arrebujadas al calor de la lumbre tradicional -en especial en los medios rurales, no en las paganas ciudades-, algunas familias, muy pocas, toman esta contrariedad como un aviso acerca del car¨¢cter contingente de los hombres, una lecci¨®n sobre los caprichos de la naturaleza y una advertencia sobre la fragilidad de nuestra especie. Estos vuelven a una paciente conversaci¨®n y, con piedad dickensiana, se recuerdan los unos a los otros lo ¨²nico que de verdad importa en esta vida: moriremos todos, sin excepci¨®n, a pesar de la electricidad y de las nuevas tecnolog¨ªas. Estos felices pocos, pac¨ªficos y conformes, no se refugian en las soflamas del Romanticismo. Basan su actitud en una visi¨®n muy imparcial de la materia hist¨®rica, seguros de que nuestra vida es hoy tan precaria como siempre, por muchos avances que, supuestamente, la historia nos ofrezca.
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