La lecci¨®n del volc¨¢n
En la era de la globalizaci¨®n, la erupci¨®n de un peque?o volc¨¢n, en una isla remota del Atl¨¢ntico Norte, ha provocado el caos a¨¦reo y ha sembrado la confusi¨®n en el conjunto de las econom¨ªas desarrolladas
Se podr¨¢ polemizar cuanto se quiera.
Se podr¨¢, cuando todo vuelva al orden, comentar lo que haga falta sobre los vuelos de prueba que, a pesar de todo, despegaron; sobre los aviones que fueron enviados de regreso a sus bases sin pasajeros -y sin incidentes-, y sobre el presidente ruso, Medv¨¦dev, que no dud¨® en afrontar la alta columna de cenizas para ir al funeral de su difunto colega polaco.
Se podr¨¢, como de costumbre, echar pestes de los excesos del "principio de precauci¨®n", as¨ª como de la aversi¨®n al riesgo que se ha convertido en la regla de oro de nuestras sociedades y de sus Estados, demasiado timoratos.
Pero el hecho es que se ha producido un acontecimiento.
Enorme y min¨²sculo, como ese efecto mariposa que se invoca a diestro y siniestro, y, esta vez, no sin raz¨®n.
Ahora han sido los flujos de comunicaci¨®n y circulaci¨®n de personas y bienes los que han quedado interrumpidos
Los vulcan¨®logos, pese a su ciencia, tienen que escrutar el cielo como los augures romanos analizaban el vuelo de los p¨¢jaros
Colosal e insignificante; colosal porque al principio era insignificante, como en los escenarios de ciencia-ficci¨®n, los grandes relatos antiguos y los cataclismos b¨ªblicos.
Un volc¨¢n ha despertado.
Un volc¨¢n peque?ito. M¨¢s peque?o que ese otro que en el a?o 79 de nuestra era destruy¨® Pompeya, Herculano y Estabies. M¨¢s peque?o que el Laki, cuya erupci¨®n, tambi¨¦n en Islandia, hizo de 1783 un a?o de cenizas a escala planetaria. Min¨²sculo, casi irrisorio, si lo comparamos con el Tambora, que explot¨® a finales del siglo XIX, en Indonesia, y cuyas part¨ªculas dieron varias veces la vuelta a la Tierra antes de dispersarse: su potencia, equivalente a cien bombas de Hiroshima y Nagasaki juntas, caus¨® cerca de cien mil muertos.
Es un volc¨¢n de nada, en un pa¨ªs en principio sin importancia, del que las tres cuartas partes de la humanidad ignoraban hasta la existencia, y la cuarta restante pensaba que, tras el estallido de la crisis del a?o pasado y la quiebra de su Estado, se habr¨ªa borrado a s¨ª mismo del mapa del planeta ¨²til.
Pero he aqu¨ª que ese volc¨¢n que llevaba 187 a?os dormido, he aqu¨ª que ese peque?o volc¨¢n que ha empezado a vomitar parte de sus entra?as, he aqu¨ª que esa regurgitaci¨®n de fuego, gas y rocas pulverizadas ha bastado para dejar en tierra a miles de aviones, para sembrar la confusi¨®n en el conjunto de las econom¨ªas desarrolladas y para paralizar a unos y asustar o asombrar a otros. He aqu¨ª, finalmente, que, como ocurri¨® con la gran crisis financiera, ya no son los flujos de capitales, sino los de comunicaci¨®n y circulaci¨®n de personas y bienes, los que han quedado obstruidos, interrumpidos, como la sangre coagulada.
?Qui¨¦n es m¨¢s fuerte -pregunta el peque?o volc¨¢n-, vosotros o mi nube de pavesas?
?Qui¨¦n es m¨¢s astuto, mi ceniza furtiva, casi invisible, y cuya trayectoria, lenta y alocada, nadie se atreve a predecir de una hora a la siguiente, o vuestros batallones de vulcan¨®logos y meteor¨®logos, que no vieron nada, que no previeron nada, y que, todav¨ªa hoy, pese a toda su ciencia, sus t¨¦cnicas, sus dispositivos de prevenci¨®n e intervenci¨®n ultrasofisticados, sus observatorios gigantes, no tienen m¨¢s remedio que escrutar el cielo como los augures romanos escrutaban el vuelo err¨¢tico de los p¨¢jaros?
?Qui¨¦n tendr¨¢ -qui¨¦n tiene- la ¨²ltima palabra? ?El hombre, el autoproclamado amo y se?or de la naturaleza, que proyecta controlar hasta sus m¨¢s ¨ªntimos secretos e incluso sue?a, como el alquimista Almani de La nueva Justine, de Sade, con convertirse ¨¦l mismo en volc¨¢n y en dominar ese vientre que vomita llamas, o yo, un volc¨¢n diminuto que con sus abismos atomizados, sus deyecciones infernales, sus cenizas n¨®madas y en suspensi¨®n, pero capaces, si no ten¨¦is cuidado, de engullir vuestros aviones como el Etna a Emp¨¦docles, viene tan s¨®lo a recordaros que la naturaleza existe, que a¨²n resiste, que nadie tiene el poder de violentarla, ni de someterla completamente, ni de abandonarla al avance incesante del desierto?
?Acaso la suerte est¨¢ echada? ?Lo est¨¢ hasta el punto que parecen indicar las certezas de la tecnociencia, entre las maravillosas herramientas susceptibles de modelar, transformar y, en principio, domesticar y pacificar lo real y esas otras fraguas en las que los antiguos cre¨ªan que trabajaban, al pie de los volcanes, los herreros de Hefesto, esos c¨ªclopes monstruosos que eran tambi¨¦n, y al mismo tiempo, los guardianes parad¨®jicos del ser?
Prosopopeya del volc¨¢n.
C¨®lera del peque?o volc¨¢n, irritado por la inmensa e indecente arrogancia de los hombres.
Silencio, dice el volc¨¢n. Silencio. Ahora soy yo el que habla. Que nadie rechiste. Que vuestras m¨¢quinas voladoras despejen el cielo hasta nueva orden. Que cada uno de vosotros permanezca en el lugar exacto en el que estaba en el instante en que comenz¨® mi erupci¨®n de azufre, nitrato y bitumen (otra vez Sade). Y, en efecto, nadie se mueve. Y, en efecto, el planeta contiene la respiraci¨®n hasta que el volc¨¢n enmudezca. Y todos sentimos un escalofr¨ªo ante la idea de una potencia que desborda nuestra voluntad y, de repente, dicta su ley.
Esta es la lecci¨®n del volc¨¢n. Bajo el volc¨¢n no hallaremos la inocencia, sino la necesaria morosidad de las cosas. De su ardiente garganta brota un mensaje de humildad y una llamada al comedimiento. Bendito sea el volc¨¢n. Bienvenido el caos que fomenta. Y que esta vez a Emp¨¦docles no le traicione una sandalia.
Traducci¨®n: Jos¨¦ Luis S¨¢nchez-Silva.
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