Po¨¦tica de la mirada Por Antonio Mu?oz Molina
I am a camera", dice Christopher Isherwood al principio de su Goodbye to Berlin: soy una c¨¢mara, una mirada y no una conciencia, soy una pura voluntad de observar y dejar testimonio de lo que el azar me va poniendo por delante. En el caso de Isherwood, un patio interior en una casa de vecinos, en un barrio popular de Berl¨ªn en 1930. La mirada reducida a la condici¨®n de lente fotogr¨¢fica ve en una ventana un hombre que se afeita y en la otra una mujer con un kimono lav¨¢ndose el pelo. Si en vez de un escritor hubiera sido un fot¨®grafo, Isherwood nos habr¨ªa legado el retrato de esa mujer an¨®nima y tal vez atractiva tomado furtivamente con una Leica, el del hombre ensimismado en la operaci¨®n de afeitarse, la liturgia inmovilizada del cuenco de agua caliente con jab¨®n y la cara en el espejo, la navaja detenida en el aire o habiendo despejado ya un espacio de piel limpia y lisa contra el blanco de la espuma. Decir "soy una c¨¢mara" en 1930 era declarar un prop¨®sito literario y estar al tanto de un avance t¨¦cnico: gracias a la novedad de la peque?a Leica, inventada en 1925, la fotograf¨ªa pod¨ªa convertirse en un arte ambulante y liviano, libre de tr¨ªpodes aparatosos y lentos mecanismos, un solo gesto veloz que atrapaba algo en un instante sin ser advertido, visto y no visto.
El arte nos ense?a a mirar el arte: importa m¨¢s que nos ense?a a mirar el mundo, a ver las cosas como son
Por aquel Berl¨ªn de Isherwood andaba Martin Munkacsi, llegado de Budapest, destinado a la misma vida errante que tantos otros forasteros en tr¨¢nsito, Billy Wilder, Joseph Roth, Vlad¨ªmir Nabokov, que se ir¨ªan a Par¨ªs cuando llegaran los nazis, y despu¨¦s a Am¨¦rica, los que no se quedaron en el camino, todos ellos dotados de esa agudeza visual del que no tiene m¨¢s remedio que fijarse en todo porque es un extra?o. Roth se fijaba tanto que era capaz de ver lo que a¨²n no hab¨ªa sucedido, la irrupci¨®n bestial del nazismo. Las escenas berlinesas de Roth tienen una inmediatez de reportajes fotogr¨¢ficos, como las de Vlad¨ªmir Nabokov, que es probablemente el escritor que ha pose¨ªdo una mayor capacidad de concretar en palabras detalles visuales. Martin Munkacsi trabaj¨® con su c¨¢mara en Berl¨ªn hasta que la ciudad se pobl¨® de desfiles y esv¨¢sticas y se volvi¨® inhabitable. Hay genealog¨ªas de la mirada, como las hay del estilo. Viendo por azar un reportaje de Munkacsi en una revista gr¨¢fica se le despert¨® al joven Cartier-Bresson la vocaci¨®n de fot¨®grafo. De la Leica de Cartier-Bresson y la de Munkacsi, y la de otros h¨²ngaros errantes -Andr¨¦ Kert¨¦sz, Brassa?- viene la po¨¦tica de la mirada americana de Walker Evans y de Helen Levitt. No una t¨¦cnica, sino una actitud, el pensamiento que gu¨ªa a alguien cuando se asoma a una ventana o sale a la calle, o cuando toma el metro con la Leica escondida en el abrigo, "soy una c¨¢mara", voy a dejarme llevar como un caminante holgaz¨¢n, voy a apreciarlo todo tal como venga hacia m¨ª, sin juzgar, casi sin elegir; voy a poner o¨ªdo, en vez de escucharme a m¨ª mismo; voy a prestar atenci¨®n, en vez de exigirla. Walker Evans fue una c¨¢mara viajera que no se cansaba de recorrer los paisajes de Am¨¦rica, las amplitudes accesibles gracias al autom¨®vil y a los trenes transcontinentales; m¨¢s sedentaria, con una ambici¨®n menos whitmaniana, Helen Levitt se limit¨® casi siempre a uno o dos barrios de Nueva York, y dentro de ellos, a grupos limitados de gente an¨®nima y ociosa, ni?os que juegan en la calle todav¨ªa con poco tr¨¢fico, adultos que charlan o leen el peri¨®dico junto a las escalinatas de entrada de los edificios, mujeres asomadas a las ventanas. Le gustaba una cita de Wallace Stevens: "En presencia de una realidad extraordinaria, la conciencia toma el lugar de la imaginaci¨®n".
Quiero pensar, esta ma?ana de julio en Madrid: soy una c¨¢mara. He salido pronto y hace fresco todav¨ªa en las zonas de sombra. "Soy una c¨¢mara con el obturador abierto, m¨¢s bien pasiva, registrando, no pensando", dice Isherwood. He visto en la Fundaci¨®n ICO fotos de Helen Levitt que me son muy familiares y otras que no conoc¨ªa, y como suele ocurrirme cuando me gusta mucho una obra de arte siento un principio de vigor f¨ªsico y de lucidez agudizada que me hace observarlo todo m¨¢s atentamente. Registrando, no pensando: la textura de una pared con carteles publicitarios desgarrados, la mirada de tedio y alerta de una prostituta en una esquina de la calle de la Montera, las fotograf¨ªas de paellas de mariscos en el escaparate de un bar y el tatuaje en el brazo flaco de un camarero, los gritos caribe?os de los hombres con extra?os chalecos reflectantes que pregonan tiendas de compra de oro.
El arte nos ense?a a mirar el arte: importa m¨¢s que nos ense?a a mirar el mundo, a ver las cosas como son. Miro el Madrid de ahora mismo descubriendo fragmentos de conversaciones y de vidas mientras tengo fresco en la memoria el Nueva York en blanco y negro de las fotos de Helen Levitt de los a?os cuarenta, y tambi¨¦n el otro, el de las diapositivas en color que estuvo tomando desde finales de los cincuenta hasta los primeros noventa. Pasaban los a?os, cambiaba la ciudad, ella misma iba haci¨¦ndose mayor, su cuerpo era m¨¢s torpe y su visi¨®n menos aguda, pero lo que no cambiaba era su actitud, su manera de mirar esos barrios de la ciudad que le eran tan familiares y que se hab¨ªan vuelto mucho m¨¢s peligrosos: el Spanish Harlem y el Lower East Side, las calles sucias de los emigrantes, casi todos puertorrique?os, las casas de vecindad superpobladas por familias con demasiados hijos y los solares de escombros, los letreros de las tiendas baratas, los desconchones de los muros y la mugre de las aceras.
Las fotos m¨¢s conocidas, las de los a?os cuarenta, las de ni?os jugando y adultos que charlan en las puertas, provocan un malentendido del que s¨®lo ahora soy consciente: el blanco y negro, y la distancia de los a?os sugieren un pasado intemporal en el que queda desdibujada la pobreza. Los colores fuertes y ¨¢cidos de las diapositivas golpean con el impacto de una realidad en la que parece no haber lugar para la contemplaci¨®n est¨¦tica, igual que no lo hay para los juegos infantiles en la calle, ahora invadida por el tr¨¢fico y por la chatarra y las basuras agresivas de una ciudad en quiebra. El tiempo est¨¢tico y maravillado del juego tuvo su equivalencia po¨¦tica en la instantaneidad de la fotograf¨ªa: unos ni?os corren detr¨¢s de un carrusel que se aleja, otros se vuelven para mirar unas pompas de jab¨®n que en un momento habr¨¢n desaparecido. La mirada que vio ese presente vio tambi¨¦n su fragilidad y su penuria, y sigui¨® viendo los cambios muchas veces crueles que tra¨ªan los a?os, neg¨¢ndose a la tentaci¨®n de la nostalgia. "Soy una c¨¢mara", dir¨ªa Helen Levitt, una anciana obstinada caminando por la ciudad que ya no conoc¨ªa, buscando en vano en caras de desconocidos tan devastadas como la suya rasgos de los ni?os a los que hab¨ªa retratado en 1940.
Helen Levitt. L¨ªrica urbana. Fotograf¨ªas 1936- 1993. Fundaci¨®n ICO. Madrid. Hasta el 29 de agosto. www.fundacionico.es.
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