El peque?o vecino de enfrente
Colonia del Sacramento, en Uruguay, una escapada ideal desde Buenos Aires
Sopla furioso el sureste a las puertas del R¨ªo de la Plata -porque aunque parezca un mar, en realidad es un r¨ªo-, y las olas sacuden la orilla con toda la fuerza del mar -porque aunque parezca un r¨ªo, en realidad es un mar.
Cuarenta millas separan la ciudad de Buenos Aires de la Colonia del Sacramento, localidad uruguaya de algo m¨¢s de 20.000 habitantes disputada en otros tiempos por espa?oles y portugueses, y que hoy se erige en inmejorable destino de fin de semana para quien quiera alejarse un poco de la vor¨¢gine porte?a. Alrededor de tres horas de barco toma cruzar el charco, dependiendo de la embarcaci¨®n que uno haya escogido. La opci¨®n m¨¢s pintoresca consiste en una lancha colectiva que sale de la terminal fluvial de Tigre, a unos cuarenta minutos en tren desde el centro de Buenos Aires. Nosotros fuimos en velero y as¨ª el viaje es algo m¨¢s largo. Poco a poco, las siluetas de los edificios se van empeque?eciendo y el paisaje se va achatando hasta que solo el agua queda, un agua color caf¨¦ con leche que cuesta clasificar: demasiado grande para un r¨ªo, demasiado terrosa para un mar. Una malcarada tormenta nos acompa?a durante todo el viaje, pero sabe esperar a que lleguemos para descargar su furia. Son salvajes las tormentas de verano en el r¨ªo. De un momento a otro se te echan encima sin aviso. Lo bueno es que no duran mucho. A los veinte o treinta minutos dejan todo renovado, como una redenci¨®n de viento y agua que hubiera venido a lavar el mundo.
Salvajes son tambi¨¦n las rocas sobre las que la ciudad de Colonia se asienta. Se trata de una punta de tierra considerada anta?o como un enclave estrat¨¦gico a la entrada del Plata. Una gruesa muralla de piedra rodeaba su casco hist¨®rico, a¨²n visible por tramos en las inmediaciones de la parte antigua. Seg¨²n el censo de 1718, la cantidad de habitantes era de 1.040, incluidos los negros esclavos y los indios tup¨ªes. Llamada en su momento "la manzana de la discordia" a causa de las sangrientas luchas a que dio lugar entre las coronas de Espa?a y Portugal, no es dif¨ªcil imaginar la dura vida de aquellos tiempos, el fr¨ªo y el desamparo de sus inh¨®spitas calles de barro, los constantes e intempestivos ataques de los que era objeto. En sus esquinas a¨²n puede sentirse ese sabor entre tr¨¢gico y rom¨¢ntico con que la historia la ha revestido. Arterias empedradas con un canal¨®n en el centro que hace las veces de desag¨¹e, y casas portuguesas con techos de tejas mezcl¨¢ndose con las espa?olas acabadas en azoteas, todas con recios barrotes adornando sus ventanas. Casas de muros de adobe pintadas de amarillo o rosa, y de faroles so?olientos que quieren asomar entre la r¨²stica vegetaci¨®n que se apodera de cualquier grieta, como en la calle de los suspiros, cuyo empedrado desciende sinuoso hasta el r¨ªo, en donde los melanc¨®licos ceibos dejan caer sus flores al agua. Todo es agreste en Colonia, todo es agreste y antiguo, como si tres siglos de colonizaci¨®n no hubieran sido suficientes para arrebat¨¢rsela al r¨ªo.
A proa y a popa
No s¨®lo en tierra hallamos ruinas. La profundidad del r¨ªo ronda los cinco metros en promedio, con lo que a lo largo de todo el camino los pecios descansan a poca distancia de la superficie. Sendas boyas los se?alan a proa y a popa -en algunos casos se trata de los propios m¨¢stiles de los buques hundidos-, para que las embarcaciones que por ah¨ª circulan los sepan esquivar. En cada boya hay un cartel que anuncia el nombre de la nave y, como si de los nombres de las calles de un barrio se tratase, a medida que uno avanza va cotej¨¢ndolos con los que aparecen en la carta n¨¢utica. As¨ª es como los navegantes locales se orientan: un rudimentario GPS que evoca a cada paso la memoria de los que han tenido menos suerte en su singladura. La turbiedad del agua dificulta las tareas de submarinismo, con lo que poco es lo que puede ver quien se aventura a las profundidades. De tanto en tanto, sin embargo, la casualidad o alguna borrasca hacen que salga a la luz alg¨²n ob¨²s o alg¨²n ca?¨®n de hierro, como si el r¨ªo de tanto en tanto quisiera hacer valer su historia. Alrededor de la plaza mayor y en diferentes casas museo pueden verse estos trofeos acompa?ados de los trajes y el mobiliario de la ¨¦poca. La misma orfandad de sus calles -que afortunadamente nadie ha sabido o querido restaurar- colabora para llevar la mente del viajero hasta los tiempos de la conquista, especialmente turbulentos en este rinc¨®n del mundo. Pero de una turbulencia ¨ªntima. Los que mataban y mor¨ªan sol¨ªan conocerse las caras. Tan vasto era el territorio y tan pocos los que lo habitaban.
En 1995, el barrio hist¨®rico de Colonia fue declarado patrimonio mundial, y desde entonces numerosas posadas han sido acondicionadas para recibir al creciente n¨²mero de visitantes. Tambi¨¦n la oferta gastron¨®mica se ha diversificado, y no son pocos los establecimientos en los que degustar la cocina local. La hora de comer nos encontr¨® en El Drugstore, un simp¨¢tico y colorido restaurante donde probamos su lenguado a las finas hierbas, y por la tarde nos acercamos hasta el bar El Torre¨®n a tomar una cerveza roja de producci¨®n local que acompa?amos con una suculenta raci¨®n de calamares. La terraza del Torre¨®n mira al r¨ªo. El sol cae en el horizonte y una chica baila en la orilla al son de una m¨²sica imaginaria. La tormenta ha dejado el cielo inmaculado, de modo que a lo lejos puede intuirse la silueta de Buenos Aires, como si el presente de la urbe quisiera saludar en la distancia al pasado colonial en el que nos hemos sumergido; todo en medio de este r¨ªo que de tan grande parece un mar. La chica sigue bailando con el rojizo cielo de fondo, e inevitablemente nos vienen a la memoria aquellos versos de Los Cadillacs en los que queda retratada la estirpe mestiza de los pueblos del Plata: levanta los brazos, mujer, y ponte esta noche a bailar, que la nuestra es agua de r¨ªo mezclada con mar.
? Javier Arg¨¹ello es autor de la novela El mar de todos los muertos (Lumen, 2008).
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