'Es un trabajo peculiar, este de escribir'
Lunes. Me encuentro en mi estado de uno y trino esta semana: novelista, guionista de cine y, disfrazado de mi hermano oscuro Benjamin Black, autor de novelas policiacas. Para ser estricto, no estoy escribiendo ning¨²n gui¨®n, pero s¨ª un segundo borrador. Se llama Harm's Way, y es una historia original situada en Irlanda durante los sombr¨ªos d¨ªas del oto?o y el invierno de 1940. He hecho muchos guiones -un par de ellos incluso se llevaron a la pantalla-, y en todos advierto que el final, curiosamente, parece siempre llegar deprisa y corriendo, por mucha tranquilidad que haya tenido a la hora de escribirlo. Debo reflexionar sobre ello.
Mi ¨²ltima novela como JB, comenzada en septiembre del a?o pasado, hab¨ªa alcanzado 32.654 palabras cuando la apart¨¦, el mes pasado, para trabajar en la nueva de BB, que todav¨ªa no tiene t¨ªtulo, aunque llevo ya 19.379 palabras de ella (?qu¨¦ maravilla es el cuentapalabras de Word!). Me reconcome un poco pensar en la novela de JB interrumpida. ?Y si la pierdo? ?Y si, cuando vuelva a ella, se ha convertido mientras tanto en cenizas? Podr¨ªa ocurrir. Pero no suceder¨¢, no suceder¨¢, tengo que aferrarme a esa convicci¨®n, para no volverme loco.
Martes. A las 11.30 ya hab¨ªa terminado la revisi¨®n del gui¨®n, mucho antes de lo que esperaba; el final sigue pareci¨¦ndome demasiado apresurado. Odio terminar la tarea del d¨ªa demasiado pronto, me deja aturdido y ligeramente mareado. Es dif¨ªcil hacer la transici¨®n de una forma de escribir a otra. Hoy me tocaba ser guionista todo el d¨ªa, y ahora me siento como el coyote en los dibujos del correcaminos, cuando al llegar al borde del precipicio sigue corriendo y queda suspendido en el aire, con el fondo del ca?¨®n all¨ª abajo, lej¨ªsimos.
Leo un poco -el Goethe de Pietro Citati- para calmar los nervios. Goethe siempre me ha parecido ligeramente rid¨ªculo, prefiero a Kleist, m¨¢s oscuro y m¨¢s aut¨¦ntico. Sin embargo, Citati, un cr¨ªtico genial, presenta s¨®lidos argumentos para apoyar la grandeza de G., e incluso me ha convencido de que deber¨ªa volver a intentar terminar Wilhelm Meister.
BB escribe una p¨¢gina y lo deja. La tarde bosteza.
Mi¨¦rcoles. Es otra vez Bloomsday y yo he decidido esconderme, como de costumbre. Me siento un viejo cascarrabias, pero las payasadas anuales de los Bloomers, con sus chaquetas y sus sombreros de paja, me parecen infantiles y rid¨ªculas. Recuerdo que en el llamado a?o del centenario, 2004, o¨ª a una joven a la que entrevistaron en la radio criticando ferozmente a los "empollones" que s¨ª hab¨ªan le¨ªdo a Joyce y que no quer¨ªan que la "gente corriente" disfrutara de su gran d¨ªa. C¨®mo se habr¨ªa re¨ªdo ¨¦l.
Huyo de la ciudad y voy a comer con amigos a un restaurante a la orilla del mar en Howth, donde tengo una casa. Finnegans Wake comienza y acaba en Howth, y Molly dijo "s¨ª" por primera vez a su Poldy entre los rododendros del bosque que est¨¢ detr¨¢s del castillo, donde hoy en d¨ªa paseo con mi perro. Un d¨ªa precioso y reluciente junto al agua, con la luz marina n¨ªtida y clara. Qu¨¦ cosa tan extra?a es el mar. ?Pero acaso es menos extra?o el cielo? Este mundo, y todos nosotros, Robinsones que hemos naufragado en ¨¦l.
Por la tarde me arrastran a un montaje de La Boh¨¨me. Qu¨¦ forma art¨ªstica tan absurda es la ¨®pera. Lo endeble de la trama me asombra. Los numeros¨ªsimos espectadores, arrebatados en sus asientos, se ponen en pie de un salto al final para vitorear y aplaudir como locos. Envidio ese entusiasmo. ?O no? No, no lo envidio. Un p¨²blico que aplaude me parece inquietante. Recuerdo el espantoso gusto musical de Joyce. Le gustaba decir que sus compositores favoritos eran Palestrina y Schoenberg, cuando los que de verdad prefer¨ªa en realidad eran gente como Balfe y los m¨¢s empagadosos de los baladistas eduardianos. ?l mismo era un eduardiano, por supuesto.
Jueves. El brillo de ayer ha desaparecido, el cielo con unas nubes tan bajas que parece que pueden alcanzarse con los dedos. Pero adoro este clima del norte, no sabr¨ªa vivir sin ¨¦l. Suaves tonos gris perla, el aire debilmente luminoso, y ese silencio lejano y misterioso; tal vez est¨¢ dentro de mi cabeza.
Es un trabajo peculiar, ¨¦ste de escribir. La jornada empieza con una serie de c¨ªrculos, a medida que uno da vueltas en torno al hecho fundamental e inevitable de la p¨¢gina en blanco y la seguridad de que no hay una forma correcta de expresar una cosa; las combinaciones posibles de palabras en una frase son infinitas. Mi amigo Martin Amis dice que cada p¨¢gina de prosa es el resultado de un par de miles de errores. Yo creo que ¨¦se es un c¨¢lculo por lo bajo. Int¨¦ntalo de nuevo, recomienda Beckett. Vuelve a equivocarte. Vuelve a equivocarte mejor.
La pluma rasca; la p¨¢gina tiene el mismo color que el cielo.
Viernes. Lo que s¨ª envidio es el fin de semana del oficinista. Debe de ser un lujo, dos d¨ªas enteros de libertad. Para m¨ª, el fin de semana es una tortura de hast¨ªo, frustraci¨®n y el amargo esfuerzo de pasar por un ser humano. Cuando no est¨¢ en su mesa, el escritor se siente vac¨ªo, siente que es una piel despellejada sin huesos; por lo menos, yo me siento as¨ª. Y, sin embargo, qu¨¦ afortunados somos los escritorzuelos, que nada de lo que nos sucede, por muy terrible que sea, carece de una utilidad redentora. Me imagino en la consulta del m¨¦dico, recibiendo el peor pron¨®stico posible, con la boca reseca de terror y, al mismo tiempo, tomando nota de mis reacciones y almacenando todo para usarlo en el futuro, aunque el futuro, para m¨ª, se haya acortado cruelmente de pronto. O quiz¨¢s lloriquear¨¦ y temblar¨¦ y me olvidar¨¦ de que alguna vez fui escritor.
A Quirke, el desventurado h¨¦roe de mi libro como BB, acaba de ocurr¨ªrsele la horrible idea de que tal vez est¨¦ enamor¨¢ndose. Le dejar¨¦ en suspenso, aterrado, durante todo el fin de semana. Es lo que se merece, el sinverg¨¹enza de ¨¦l.
Y luego llegar¨¢ el lunes?
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia
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