La voz de terciopelo 'deep blue' de una 'esth¨¦ticienne'
Por qu¨¦ tenemos que andar enga?¨¢ndonos?
Paula suspende la frase durante unos segundos. Despu¨¦s la remata como si le hubiese costado un esfuerzo de abstracci¨®n:
-? continuamente?
El huevo ha salido por el orificio de la gallina. Mi ex mujer parece el personaje de un telefilme. Una adolescente que pide a su novio sinceridad a ultranza hablando sin cerrar la boca. Una jugadora que busca ser otra mujer -una que pueda casarse por la Iglesia- despu¨¦s de haber cometido tropel¨ªas de tah¨²ra. Una madre que amonesta a sus hijos en la cocina de su rancho. Pero Paula no es el personaje de un telefilme y yo no le permito que afloje las cuerdas de su musculatura. No le tolero que se sincere conmigo. Ni que me tenga confianza. Si eso sucediese, no nos divertir¨ªamos y yo dejar¨ªa de llamarla por tel¨¦fono para contarle mis andanzas detectivescas.
Por culpa de la televisi¨®n, las parejas han dejado de vivir con naturalidad sus relaciones. Se esp¨ªan. Caminan en c¨ªrculos
Elia Bravo me toca y yo mido lo que el tr¨¦mulo agente de seguros tiene que perder. Elia enga?a, desconcierta, es dos en una
-Paula, querida, vuelve en ti.
La oigo suspirar y, enseguida, sufro un latigazo paulino.
-?No te he dicho que cada d¨ªa te oigo m¨¢s amariconado?
Con su primera respuesta -la fatigada- Paula estaba mostr¨¢ndome sus aptitudes teatrales. Ahora vuelve a ser el animal el¨¦ctrico que no me deja vivir en paz. Porque vivir en paz es morirse. Y yo no me quiero morir.
Por su tono percibo que Paula ha vuelto a fumar. Fuma cuando est¨¢ aburrida. Mis narraciones evitan que caiga en las garras del c¨¢ncer. Este es el pedazo del cuento que yo ya le hab¨ªa contado cuando ella reacciona como una madre que amonesta a sus hijos en la cocina del rancho.
Elia Bravo sale de casa a las nueve. Viste una falda pasada de moda. Del brazo le cuelga un bolso con broche de oro del que cag¨® el moro que se parece al bulto del que mi abuela sacaba gotitas de lim¨®n cuando yo -detective Arturo Zarco en miniatura- no levantaba un palmo del suelo. Paula interrumpe:
-Uno: la comparaci¨®n basada en tus recuerdos de ni?o caprichoso solo nos habla de tu egolatr¨ªa. Dos: la ropa de Elia Bravo, ?no ser¨¢ vintage? Como eres gay, te interesar¨¢n estos asuntos?
Paula me daba verg¨¹enza cuando est¨¢bamos casados. No era tanto verg¨¹enza como melancol¨ªa. Disconformidad. Me imagino que la cojera de Paula la habr¨¢ arrastrado a una indumentaria de camuflaje. Sin esa sofisticaci¨®n que me hubiese entretenido un rato m¨¢s junto a ella. Paula hace mal: su balanceo siempre ha sido encantador, su pelo es excelente, y su dentadura, magn¨ªfica. Es una mujer de las que est¨¢n guapas con la cara lavada. Pero aquellos jers¨¦is y aquellos vaqueros eran m¨¢s de lo que cualquier hombre con gusto soportar¨ªa. Pauli, astrosa avestruz, me lo pone -precisamente- a huevo. Yo tambi¨¦n me comporto como una clueca:
-T¨² vas hecha una zarrapastrosa?
A Elia Bravo, a las nueve y quince, unas gafas le tapan los ojos y tengo dificultades para su reconocimiento. Miro la foto que me ha dado mi cliente. Su transformaci¨®n me dice que a esta mujer no le han debido de pasar cosas buenas. Por la foto habr¨ªa jurado que era una mujer alta. Pero he reconstruido mal las extremidades a partir de la cara: es corta de estatura, enclenque y usa unos zapatos de tac¨®n que le afinan la l¨ªnea de un tobillo semejante a una patita de pollo.
A las diecis¨¦is horas sigo sin entender por qu¨¦ me ha contratado el marido de Elia. Un agente de seguros, un pobre hombre, que se gasta el sueldo en unas labores de vigilancia absurdas. A las diez, la mujer llega al sal¨®n de belleza donde trabaja. Le hago una foto mientras apoya su cuerpo contra las gruesas hojas de vidrio. A las doce sale a hacer recados. Compra en la farmacia supositorios de glicerina. No podr¨ªa precisar sin son para ella o para mi cliente. Le hago una foto mientras habla con una farmac¨¦utica con pinta de oler a monja.
-?A qu¨¦ huelen las monjas?, ?a bu?uelo de viento?, ?a cirios?, ?a lavanda?
Paula considera que mis met¨¢foras son preciosistas y no me dejan ver el mundo. As¨ª que, aunque s¨¦ que las monjas huelen a la manteca con que se preparan los jabones, respondo:
-A rancio y a menstruaci¨®n.
Elia recoge de una tienda de cosm¨¦ticos al por mayor unos botes enormes que quiz¨¢ le sirvan para fabricar explosivos. Si yo fuera polic¨ªa, este ser¨ªa el momento sospechoso. Pero como no lo soy, me fijo en la tensi¨®n que el peso de los botes produce en unos bracitos de ni?a que nunca se acaba los platos de sopa. La esth¨¦ticienne vuelve al trabajo. A las catorce, Elia, en compa?¨ªa de otra mujer, come ensalada verde y bebe refrescos sin gas en uno de esos establecimientos que se parecen a una nevera. Las esth¨¦ticiennes se encaraman a un taburete y mastican hojas de lechuga. Elia parece un periquito. Si sigue con esta dieta, pronto echar¨¢ a volar. Elia retira del pecho de su acompa?ante una brizna de lechuga que le afea la bata blanco nuclear. Fotograf¨ªo el dedo mientras retira el resto de lechuga. Fotograf¨ªo una min¨²scula sonrisa. Elia le ha ahorrado a su compa?era un cacito de detergente en el bombo de la lavadora.
A las quince treinta llamo a mi pagador. Soy un detective. No un paparazzi de las cosas normales y corrientes.
-Ma?ana p¨¢sese por mi despacho y arreglamos cuentas.
-?Va a cumplir con la vigilancia de hoy?
-Hasta las nueve. Espero que recupere usted la paz. Su mujer es una santa.
Todos mis clientes son malas personas. Por culpa de la televisi¨®n, las parejas han dejado de vivir con naturalidad sus relaciones. Se esp¨ªan. Caminan en c¨ªrculos. Cortan la mayonesa con movimientos en sentido contrario al de las agujas del reloj.
-Ya todo el mundo usa minipimer, Zarco.
Paula nunca desconfi¨® de m¨ª. Se sorprendi¨® cuando empaquet¨¦ mis trajes, mis novelas y las pel¨ªculas de Barbara Stanwyck. Pas¨¦ por el trago de una confesi¨®n melodram¨¢tica. Hubiera sido mejor que Paula contratara a un detective de boca de hierro que le cantase las verdades, como las veinte en copas. Me lo puso dif¨ªcil. Con su mansedumbre, su ignorancia, su perfecci¨®n y su pena.
A las diecis¨¦is empujo la puerta del sal¨®n y compruebo que, en efecto, las hojas de vidrio pesan mucho. Voy a darme un capricho a cuenta de las moneditas contadas de mi cliente. Me mareo ante la oferta de los salones unisex Lipstick: masajes reafirmantes, revitalizantes, purificantes; tratamientos hol¨ªsticos faciales con muselinas y aceites de yoyoba; limpiezas de cutis; antiarrugas; manicura; inserci¨®n de u?as de acr¨ªlico y porcelana; maquillaje y micropigmentaci¨®n de cejas, pesta?as y labios; depilaci¨®n con ceras c¨ªtricas -no irritantes- e ingles brasile?as; l¨¢ser; extensiones y alisados; moldeado, alaciado y tintes; envolturas de chocoterapia, vinoterapia y kiwi? Me fascina este idioma. El hechizo prometido. La metamorfosis. Pero no puedo reprimir mi desconfianza en los milagros. Quiz¨¢ en la trastienda de este lujoso centro existe un rinconcito con una mesa sobre la que una bruja extiende cartas del tarot.
-El tarot y la est¨¦tica juegan con la insatisfacci¨®n y la credulidad de las personas.
Paula ha dicho.
Despu¨¦s de haber sido embadurnadas con chocolate, mujeres que pegan cupones en su ¨¢lbum-ahorro, oscilantes entre la pulsi¨®n de ser bellas y la de tener un golpe de suerte que les permita cambiar de vida, se espantan ante el cataclismo de la torre y la frigidez de la emperatriz.
-Las f¨¢bulas no est¨¢n penadas por la ley. Si no, t¨² estar¨ªas preso.
Paula cree que la realidad es m¨¢s sencilla -s¨®rdida- que las invenciones. Pero, tal vez, en la trastienda, detr¨¢s de un butr¨®n, aparezca un cuarto oscuro. Mujeres de gesto paralizado tratan de pedir ayuda. Pero es tarde. No pueden mover la boca. Nadie sabr¨¢ nunca qui¨¦n raj¨® el desmesurado per¨ªmetro de la incisi¨®n para el drenaje linf¨¢tico y las inyecciones. Quiz¨¢ a¨²n descubra una historia que vender al que m¨¢s pague: un inescrupuloso inspector de la brigada de delitos contra la salud p¨²blica, un periodista, el propietario de este sal¨®n aterrorizado ante la amenaza de perder su prestigio como mago y ganarse una merecida fama de carnicero?
-D¨¦jate de pel¨ªculas. Estoy deseando saber qu¨¦ esencias perfumaron tu piel?
Paula est¨¢ segura de que yo nunca mercadear¨ªa con el dolor. Conserva una buena imagen de m¨ª que no alcanzo a justificar. A no ser que todav¨ªa me ame.
-?No te habr¨¢s depilado completamente el t¨®rax, verdad, Zarco?
Cuando Elia me recibe en su cub¨ªculo, veo sus ojos reidores. Es una visi¨®n fugaz. La esth¨¦ticienne me invita a tumbarme. Las manos de Elia Bravo son ambivalentes. Si su foto me ha confundido y no he podido adivinar a partir de ella ni el alma ni la longitud de los brazos de la esth¨¦ticienne, sus dedos quiz¨¢ me ayuden. Lo noto en cuanto me pone la palma abierta sobre la columna y mi columna se comporta como un receptor. Si Elia me escribiese un soneto con las u?as, yo contar¨ªa sus s¨ªlabas?
-Empezaba a echar de menos tu pedanter¨ªa, Zarco.
-?T¨² sabes lo que es un hex¨¢metro dact¨ªlico?
-No. Pero s¨¦ lo que es un tanto por ciento. O me ahorras sensualidades, o me voy a la cama.
Elia se unta las manos con aceite. Masajea hombros, brazos y antebrazos, las mu?ecas y, como si sus manos fuesen peque?os animales escarbadores, baja hasta mi rabadilla, donde alcanza, sin escalpelos, la parte rec¨®ndita de mi m¨¦dula espinal.
-El tuetanillo del hueso del cocido.
-Mi c¨®digo de barras.
Elia Bravo me pone la carne de gallina. Intuyo un amago de erecci¨®n cuando me acaricia las nalgas y extiende sus manos, como ratones ciegos, por la cara interna de mis muslos.
-Sigue, Zarco, as¨ª, no pares, as¨ª, as¨ª, dame m¨¢s?
Me merezco este pat¨¦tico orgasmo telef¨®nico: mi crueldad ha rebasado los l¨ªmites. Paula no aguanta que me exciten otras mujeres menos atractivas y menos cojas que ella. Yo siempre le ped¨ªa que apagase la luz. Pobre y hambrienta Paula.
-Yo estaba boca abajo. No le ve¨ªa la cara? ?Me perdonas?
No quiero abrir los ojos. Concentrarme en los sonidos, en las crepitaciones, aviva mi sensualidad y mi imaginaci¨®n. Noto una serpiente fr¨ªa sobre m¨ª. Huele a caramelo mentolado. Es un gel con el que Elia inicia la segunda parte del masaje. La que me lleva a decir que sus manos son ambivalentes y que esa ambivalencia me ayuda a conocerla mejor que una foto, siempre impostada. El marido no es un hombre tan ingenuo. Elia Bravo me toca y yo mido lo que el tr¨¦mulo agente de seguros tiene que perder. Siguiente deducci¨®n t¨¢ctil: al margen de su insatisfacci¨®n conyugal, Elia enga?a, desconcierta, es dos en una.
La suavidad de las manos de la esth¨¦ticienne se transforma en un nudo marinero que se me incrusta en las v¨¦rtebras. Los sonidos provienen de mi interior. Crujidos. Descompresi¨®n. L¨ªquidos que se derraman. Burbujas. Esquirlas de hielo que se desgajan del bloque. Abro un ojo y me fijo en la pelusilla enhiesta de mi hombro: los pelillos en primer plano me permiten evaluar la delicada extensi¨®n de mi placer. En la punta de cada dedito, Elia concentra el peso total de su estructura a trav¨¦s de un balanceo. Aunque quisiera, no me podr¨ªa levantar: bastar¨ªa con que la esth¨¦ticienne posara su ¨ªndice sobre mis cervicales. Las manipulaciones de Elia Bravo me est¨¢n provocando un gozo y un dolor inmensos. Muerdo la toalla y aprieto los pu?os. Entonces Elia se dirige a m¨ª con voz anest¨¦sica:
-No me haga luchar contra usted. Nos fatigaremos.
Yo me rindo. La esth¨¦ticienne me vence y, cuando cambia la cadencia de sus manipulaciones y sus falanges vuelven a ser una muselina que se posa sobre mi cuerpo desnudo -bola met¨¢lica que se desliza por mi espinazo-, cuando la presi¨®n decrece, me quedo dormido. Hasta que vuelvo a escuchar la voz de terciopelo deep blue de la esth¨¦ticienne:
-Tiene usted un cuerpo espl¨¦ndido, se?or Zarco.
Les dir¨¢ lo mismo a todos. Aun as¨ª, me halaga. Las cosas que me ha dicho de s¨ª misma a trav¨¦s de sus pulsaciones me convencen de que debo buscar la forma de ver sin ser visto. Y, si no hay un doble fondo en el coraz¨®n de Elia Bravo, quiz¨¢ descubra el misterio del quir¨®fano ilegal de la se?orita Pepis.
La voz de terciopelo deep blue de la esth¨¦ticienne? ?Qui¨¦n te has cre¨ªdo que eres?, ?el bardo de una irreductible aldea gala?
-Me siento orgulloso de esa sinestesia.
-?Quieres decir que la voz sonaba como a buchitos?, ?como gargarismos?
La voz de terciopelo deep blue de la esth¨¦ticienne nunca fue tan deep ni tan blue como cuando la escucho oculto en el armario del vestuario de las trabajadoras.
-De vuelta a tus or¨ªgenes, Arturo.
Paula nunca entendi¨® el humor inteligente. Pero ah¨ª estoy yo, arrug¨¢ndome el traje, acurrucado entre toallas limpias que exhalan ese aroma a flores de los suavizantes que, para algunas narices pervertidas -muy selectas-, funciona como afrodisiaco. Si las madres conocieran estos efectos, se cuidar¨ªan mucho de perfumar los calzoncillos de sus v¨¢stagos varones.
-Fantasma. Mit¨®mano. Cursi.
Despu¨¦s de pagar los servicios de Elia Bravo y salir del sal¨®n Lipstick, aprovecho una ausencia de la recepcionista para colarme. Me escondo en un armario vac¨ªo del vestuario del personal. Revivo los nervios de jugar al escondite. Primero oigo a mujeres que se cambian de ropa. R¨ªen y charlan. Al salir, apagan las luces. Espero. Quiz¨¢ estoy agarrotado o soy cobarde o un hombre intuitivo. Tengo un p¨¢lpito -mujeres que saben si saldr¨¢ var¨®n o hembra de la barriga de la embarazada- y creo -como algunos creen en Dios- que debo permanecer dentro de este armario. Cuando todo vuelve a estar silencioso, escucho una puerta que se abre y que vuelve a cerrarse. Alguien ha entrado en el vestuario sin encender las luces. Entonces empiezo a o¨ªr suspiros que provienen de la entra?a, de ese punto de los pulmones en el que se sit¨²a el centro de gravedad de las personas. Al principio son susurros llenos de inquietud. Una mezcla de miedo y de seguridad en que el placer llegar¨¢ de un momento a otro. La respiraci¨®n pedig¨¹e?a cambia a otra m¨¢s imperativa. Una respiraci¨®n redonda como una esfera met¨¢lica. Dentro del armario puedo confundirme y quiz¨¢ esos gemidos -la licuefacci¨®n del placer de Elia, su voz azul que le escurre como un hilo de baba por las comisuras- no salgan de su garganta. Quiz¨¢ es que las paredes de este local est¨¢n acolchadas con materiales que convierten en azules y profundas todas las voces. Las dos veces que Elia me dirigi¨® la palabra experiment¨¦ la misma explosi¨®n de sensualidad que cuando las chicas de las hamburgueser¨ªas retransmiten las comandas a trav¨¦s de sus micr¨®fonos. O quiz¨¢ es que Elia Bravo ha aprendido a masturbarse como si no estuviese sola y el sonido de sus respiraciones le estimula tanto como el aleteo de su dedo ¨ªndice -colibr¨ª- o la penetraci¨®n brutal de su dedo coraz¨®n -pepino de mar-. Mi cliente no es tonto. Debo atreverme a abrir una rendija que apague una curiosidad que supera el l¨ªmite de mi deber. Entorno la puerta del armario. Mis pupilas se han adaptado a la penumbra. Elia y su siamesa adoptan posiciones que se distorsionan a partir de un eje de simetr¨ªa. Son la cola de un pavo real. Nadadoras sincronizadas burbujean entre estertores deep blue. Su goce les viene de dentro. Se van a comer la una a la otra empezando por la cabeza. Lo que veo me produce una incomodidad que me resulta agradable. Mi ritmo cardiaco decrece. Nunca pens¨¦ que nadie se excitara tanto al retirar una brizna de lechuga de la pechera de un uniforme.
-?Por qu¨¦ tenemos que andar enga?¨¢ndonos? continuamente?
-Paula, querida, vuelve en ti.
Aqu¨ª nos hab¨ªamos detenido. Solo falta el contraataque de Pauli, que asume mi fascinaci¨®n por los efebos, pero no acepta mi inquietud ante los cuerpos siameses de dos hembras que se aman comi¨¦ndose desde la cabeza hasta los pies.
-?No te he dicho que cada d¨ªa te oigo m¨¢s amariconado?
A Paula le preocupa que no est¨¦ tan amariconado como de costumbre y que la hecatombe de nuestro matrimonio no haya tenido que ver con mi intolerancia hacia el sexo femenino, sino con mi intolerancia hacia ella. Eso para Paula ser¨ªa aterrador. Me relamo. Pero me equivoco. Lo cual no supone ninguna novedad ni en mi relaci¨®n con Paula ni en mi vida.
-?Vas a contarle a tu cliente lo que has descubierto?
Vuelvo a temer que Pauli haya quedado reducida a personaje de telefilme. La ropa que no pica, la carne magra de pavo, los cinturones se seguridad. Tambi¨¦n me doy cuenta de que la he enfrentado al reflejo invertido de nuestra historia de amor.
-?Se lo vas a decir?
Finjo el cinismo alcoh¨®lico de Juanito Vallon, la rudeza de Mike Hammer. No le llamo "mu?eca" de milagro:
-Me paga, Pauli.
-No me llames as¨ª.
Paula calla. Contengo la respiraci¨®n hasta que vuelve a hablarme:
-No se lo digas.
-El dinero suaviza mis escr¨²pulos.
Cuando me escucho as¨ª, como en las novelas de a diez duros, me siento m¨¢s orgulloso que cuando encuentro una buena sinestesia. Sin embargo, temo que Paula no juegue. O tal vez juega tan bien que no le pillo las trampas. Se me revuelve el est¨®mago. Embiste:
-Le har¨¢s infeliz.
-?l ya es infeliz.
-Har¨¢s que se sienta feo. Casi repulsivo.
La conozco menos cada d¨ªa. Me debato entre compadecerla a ella o compadecerme de m¨ª. Hubiera jurado que ser¨ªa Paula quien me empujar¨ªa a la delaci¨®n; quien jam¨¢s hubiera preferido la beat¨ªfica ignorancia frente a la verdad salvaje; quien escoger¨ªa la muerte frente al susto. Ahora me perturba la sospecha de que Paula siempre supo y que, por saber, fue poderosa y me neg¨® su ayuda. Me acuerdo de Paula cuando no le tocaba ni un pelo. Me acuerdo de Paula intocada y reacciono:
-?l ya es infeliz. Y probablemente un hijo de puta tambi¨¦n.
-T¨² eso no puedes saberlo, Arturo Zarco.
Paula cuelga. Esta noche no pegar¨¦ ojo. No s¨¦ qu¨¦ har¨¦ cuando mi cliente pase por mi despacho para darme un cheque y yo dude de si debo revelarle el secreto de la esth¨¦ticienne, su escondida voz de terciopelo deep blue. Me preguntar¨¦ por qu¨¦ le guardo rencor a quien me quiere tanto. Rumiar¨¦ la estrategia que debo articular para vencer a Paula, de quien me imagino una media sonrisa justo en el instante en que pulsa, sin que yo se lo haya pedido, el interruptor de la l¨¢mpara de noche para apagar la luz.
Marta Sanz (Madrid, 1967). Escritora y doctora en Filolog¨ªa. Ha publicado, entre otras obras, las novelas El fr¨ªo, Lenguas muertas, Los mejores tiempos (Premio Ojo Cr¨ªtico 2001), Susana y los viejos (finalista del Premio Nadal en 2006) y Lecci¨®n de anatom¨ªa (2008). En 2010 irrumpe con Black, black, black (Anagrama), protagonizada por el intr¨¦pido y heterodoxo detective Arturo Zarco.
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