Edici¨®n y error
Uno de los asuntos m¨¢s acuciantes con que se encuentran las editoriales literarias es el que se refiere a la gesti¨®n de la ingente masa de originales no solicitados que reciben. Hasta hace unos a?os esos "manuscritos" llegaban principalmente en papel; hoy lo hacen en una gran variedad de formatos electr¨®nicos y virtuales, as¨ª que el espacio ya no constituye un problema. Pero s¨ª el tiempo.
Los editores saben que entre esa masa de "originales" pueden esconderse joyas literarias y obras de ¨¦xito comercial, de manera que conviene echarles al menos un vistazo y confiar -una vez m¨¢s- en el olfato. Dejando aparte a quienes fueron publicados por vez primera tras ganar o ser finalistas en un concurso, la inmensa mayor¨ªa de los novelistas en activo comenzaron siendo perfectos desconocidos que enviaron su manuscrito a diversas editoriales hasta que una de ellas decidi¨® publicarlo. Como los editores no pueden leerlos todos porque tienen otras cosas m¨¢s urgentes que hacer, se ven obligados a recurrir a una variada panoplia de cribas y filtros en los que se descarta la inmensa mayor¨ªa. El resto, los que seg¨²n criterio de quienes intervienen en esta primera fase merecen una lectura menos apresurada, se entrega a lectores (te¨®ricamente) cualificados para que emitan una opini¨®n m¨¢s articulada. El editor conf¨ªa en ellos, a pesar de que, parad¨®jicamente, suelen ser el eslab¨®n peor pagado de todo el proceso: normalmente becarios y colaboradores (traductores, correctores) que se ganan un peque?o sobresueldo, o j¨®venes letraheridos que intentan poner un pie en el mundo editorial. Su responsabilidad, sin embargo, no es peque?a: ellos son frecuentemente quienes llaman la atenci¨®n sobre nuevos autores y obras originales, as¨ª como quienes primero rastrean tendencias y modas literarias emergentes. Y ellos son quienes redactan el famoso "informe de lectura", un documento de trabajo imprescindible en el que se analiza el original y se recomienda o no su publicaci¨®n. Los lectores suelen ser an¨®nimos salvo para quien solicita sus servicios (todav¨ªa recuerdo la bronca que me ech¨® Jaime Salinas cuando se enter¨® de que yo presum¨ªa de ser lector de aquella esplendorosa Alfaguara suya de los setenta) y, como contrapartida, la ¨¦tica exige que el editor nunca revele al autor la identidad del informante (algo que estos d¨ªas se vulnera con frecuencia).
La historia de la edici¨®n est¨¢ repleta de sonados rechazos de obras literariamente importantes o de posteriores superventas memorables. La menci¨®n de esos "errores" suele salpimentar de an¨¦cdotas la lecci¨®n correspondiente en los m¨¢steres de edici¨®n: Proust recibi¨® un informe negativo de Gide por la primera entrega de ? la recherche; Garc¨ªa M¨¢rquez tuvo que cumplir una penitencia de rechazos antes de que Sudamericana publicara Cien a?os de soledad; J. K. Rowling vio su primer Harry Potter descartado por un grupo editorial espa?ol bas¨¢ndose en informes que advert¨ªan de que las aventuras del mago de Hogwarts resultaban excesivamente british; T. S. Eliot, editor en Faber & Faber, se apoy¨® en un informe de lectura para rechazar por "trotskista" Rebeli¨®n en la granja, la c¨¦lebre (y millonaria) novela de Orwell. La lista se har¨ªa interminable: no conozco a un solo editor que no haya rechazado alguna vez una obra que luego triunfar¨ªa (m¨¢s o menos). Y sigue pasando: seguro que en este momento alguna editorial est¨¢ metiendo la pata.
As¨ª es la vida (editorial). En el fondo, y visto con perspectiva, tampoco importa demasiado (salvo, y solo temporalmente, para el autor en ciernes) que un editor "pierda" una obra valiosa. Lo que cuenta, en definitiva, es que finalmente sea publicada y, sobre todo, le¨ªda. Ahora pienso que todos esos libros mencionados -y los que ustedes recuerden- encontraron en la editorial que, finalmente, los hizo suyos el mejor trampol¨ªn posible: hoy nos resulta imposible concebir otro. Tambi¨¦n en esto habent sua fata libelli.
Babelia
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