Primores de lo mortal (un himno)
Definitivamente, los dioses ol¨ªmpicos nos miran por encima del hombro. Ellos son inmortales mientras que nosotros, dicen, somos "semejantes a las hojas". El Dios b¨ªblico es eterno m¨¢s que inmortal porque no tiene nacimiento. La teolog¨ªa medieval lo defini¨® como el "ser necesario", pues entre las perfecciones que le son propias se halla la necesidad de existir. Frente al ser necesario pon¨ªan los te¨®logos el ser contingente, donde estamos todos los dem¨¢s, los dioses ol¨ªmpicos y nosotros. Ahora bien, se puede ser contingente de dos maneras.
Hay, por un lado, la contingencia de lo que es de una manera pero podr¨ªa ser de otra: as¨ª, yo nac¨ª en Bilbao, estudi¨¦ cl¨¢sicas y cas¨¦ con Teresa, pero podr¨ªa haber nacido en Logro?o, cursado arquitectura y casado con Bego?a o permanecer soltero. Todas estas circunstancias constituyen "las contingencias de la vida", esa mudable combinaci¨®n de rasgos y hechos que llenan nuestra personal biograf¨ªa. Por otro lado, hay una contingencia que no es, como la primera, la de ser de una manera pudiendo ser de otra, sino la de "ser" pudiendo simplemente "no ser"; no se trata ya de las "contingencias de la vida" sino de la "vida contingente"; no de un discurrir cambiante de los acontecimientos en la vida del hombre, sino de que esa vida humana, tarde o temprano, dejar¨¢ de ser: morir¨¢.
Los dioses ol¨ªmpicos no son eternos puesto que nacen -como resultado de circunstancias que no tienen nada de necesarias: con frecuencia grandiosas y plet¨®ricas uniones sexuales entre ellos-, pero, una vez engendrados, ya no mueren nunca. Como son inmortales, est¨¢n al abrigo de la "vida contingente", pero eso no les libra ni mucho menos de las azarosas "contingencias de la vida". Sin duda, los ol¨ªmpicos disfrutan de importantes privilegios: no envejecen, poseen poderes extraordinarios -desplazarse a gran velocidad, metamorfosearse, hacerse invisibles, infundir fuerza o anularla- y pasan mucho tiempo en banquetes, aliment¨¢ndose de la dulce ambros¨ªa. Pero, por mucho que ellos lo pretendan, no puede afirmarse que est¨¦n exentos de preocupaciones: como pone de relieve el estudio La vida cotidiana de los dioses griegos, de G. Sissa y M. Detienne, caen presa de grandes pasiones que los trastornan, como el deseo carnal, la c¨®lera o la ira; se dejan involucrar intensamente en los conflictos humanos tratando de cambiar sus destinos y, aunque no fluye por sus venas la roja sangre, a veces reciben heridas y se lesionan.
Con todo, una raya infranqueable separa a los dioses inmortales de los hombres "semejantes a hojas", pues nosotros no s¨®lo estamos expuestos a los imprevisibles accidentes de la vida, sino que sufrimos fatigas, dolores y trabajos y al final, tras muchos a?os temiendo a la muerte, acabamos sucumbiendo a ella. Por eso, desde su altiva posici¨®n, desde?osamente dijo Zeus, "acumulador de nubes", que, "entre todos los seres que andan y respiran sobre la tierra, ninguno es m¨¢s miserable que el hombre".
?Tiene raz¨®n Zeus?
Pienso que hay en su juicio una profunda incomprensi¨®n de los sutiles encantos de la mortalidad humana. Por supuesto, no ser¨¦ yo quien niegue todas esas penalidades que acompa?an nuestra existencia sobre la tierra, antes de acabar bajo ella. Pero, junto a esto, hay que poner otros placeres y bienes espec¨ªficamente humanos, los cuales -esto es lo que me interesa destacar ahora- son lo que son s¨®lo porque morimos, pues, si fu¨¦ramos inmortales como los ol¨ªmpicos, tendr¨ªan para nosotros un sentido distinto o quiz¨¢ estar¨ªan simplemente ausentes.
Vida humana es vida en peligro. Es el riesgo de no poseerlas o de, pose¨ªdas, perderlas, lo que hace deseables las cosas de este mundo. La incertidumbre aguijonea el goce, la inseguridad punza el placer. Perseguimos lo que nos es esquivo, y de ah¨ª que Plat¨®n haga al dios Eros hijo de Poros y Penia, de la abundancia (que anhelamos) y de la penuria (que sentimos). Cuando llega fugazmente el momento de la posesi¨®n, exclamamos, con Fausto: "?Detente, instante, eres tan hermoso!", pero no se detiene, y es precisamente esa fugacidad lo que lo hermosea. ?Amar¨ªamos lo que amamos y como amamos si la pulsi¨®n por poseer no estuviera mezclada con el ansioso temor a la p¨¦rdida? El destino ha vertido en la copa del coraz¨®n humano unas gotas de desesperaci¨®n y, a causa de este c¨®ctel, el aut¨¦ntico desear humano es siempre una emoci¨®n doliente.
M¨¢s a¨²n: amamos las cosas porque las vemos amenazadas, bajo una luz crepuscular. Se dispara nuestro amor cuando nos asalta la conciencia de su vulnerabilidad. Los dioses nos llaman con desprecio "semejantes a hojas" ignorando que es el esplendor de hoja caduca lo que nos conmueve y el temblor rosa de la carne ef¨ªmera lo que nos enciende. Y as¨ª en todo: la madre se enternece de su reci¨¦n nacido porque lo ve dependiente y fr¨¢gil; juramos amor eterno porque nos rebelamos a su extinci¨®n inexorable; admiramos al hombre valiente porque sabemos que arriesga su ¨²nica vida; nos conmueve la belleza del oto?o porque tenemos en mente el rotar de las estaciones. ?Qu¨¦ es la filosof¨ªa sino aprender a morir? ?Qu¨¦ es la ciencia sino una lucha contra la intr¨ªnseca imperfecci¨®n del mundo? ?Qu¨¦ el arte sino la promesa de una felicidad que se nos escapa?
El mundo humano, tal como lo conocemos, con su amor, deseo, placer, virtud, filosof¨ªa, ciencia y arte, est¨¢ transido de los primores de nuestra mortalidad transe¨²nte. Nos gustar¨ªa un mundo mejor, pero no uno distinto. ?Oh, Zeus, padre de los dioses!, he de decirte, con el debido respeto, que vuestra existencia es quiz¨¢ muy poderosa pero, en comparaci¨®n con la humana, me parece banal. Le falta la profundidad de lo que va en serio. "La muerte es la madre de la belleza, y de ah¨ª que s¨®lo de ella / vendr¨¢ el cumplimiento de nuestros sue?os / y de nuestros deseos" (Wallace Stevens, Sunday Morning).
![<i>Suite Vollard 57, </i>de Picasso.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/MVUEXOF2V4T36O52AZKQXZSO4A.jpg?auth=1acb4802d940263a4a9f1decebf36e1aec4db0239c1ca05f25251a8fec406c3c&width=414)
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