El hombre quieto entre dos palos
El capit¨¢n Grason era un hombre redondo como una pelota. Ni la cabeza ni las extremidades parec¨ªan pertenecer al cuerpo. El cuello y los pu?os de su camisa, blancos y almidonados, emerg¨ªan de un holgado chaquet¨®n que, para mitigar sus grotescas redondeces, le llegaba hasta los pies. Cuando andaba, lo arrastraba por el suelo y frecuentemente se lo pisaba. Raz¨®n por la cual se ve¨ªa constre?ido a permanecer sentado ante una jarra de cerveza que la rubicunda Doris le llenaba cada dos por tres. Perdonen si, para entrar en materia deportiva, pongo de relieve la similitud del cuerpo de Grason con una pelota y, dicho sea de paso, la inopinada semejanza de su rostro con la cabeza de Jefferson esculpida en el Monte Rushmore. Ello explica que, atrincherado tras su mesa, el capit¨¢n cobrara una apostura y poder de seducci¨®n al que dif¨ªcilmente Doris pod¨ªa resistirse a la hora de acceder a mantener la taberna abierta hasta el amanecer para el ¨ªnclito cliente.
Alguien dictaminaba si el bal¨®n pasaba entre las estacas. Como se aburr¨ªa, rechazaba. Naci¨® el portero
Aquella noche de aquel A?o Nuevo, yo estaba all¨ª. Para situarnos cronol¨®gicamente, baste saber que el verano anterior un tal Jaquet hab¨ªa perpetrado la insolencia de ganar a Brasil la Final de la Copa del Mundo de f¨²tbol con un equipo multirracial cuyo juego ejemplar gravitar¨ªa en nuestra memoria hasta el cabezazo de Zidane a Materazzi. Por lo dem¨¢s, era una noche como otra cualquiera y, en aquella taberna londinense, Grason ten¨ªa a Doris en sus rodillas, atrapada entre el prominente vientre y el borde de la mesa, mientras disertaba sobre los or¨ªgenes del f¨²tbol en el Reino Unido.
En tiempos de Guillermo el Conquistador, dec¨ªa, el partido se jugaba sin l¨ªmite de tiempo ni de espacio. Todo un pueblo o, en ocasiones, dos pueblos, se disputaban la posesi¨®n del bal¨®n y, seg¨²n las cr¨®nicas de la ¨¦poca, los contendientes pod¨ªan arrancar los ojos al rival o comerle las entra?as sin que ning¨²n reglamento lo penalizara. Los encuentros duraban d¨ªas y sol¨ªan acabar con la extenuaci¨®n o muerte de los contrincantes antes de que hubieran conseguido marcar un solo gol. Estramb¨®ticamente, el capit¨¢n Grason achacaba la penuria goleadora a la nefasta invenci¨®n de una regla que, seg¨²n ¨¦l, es la causa de todas las injusticias y errores arbitrales as¨ª como de las m¨¢s enconadas controversias: el fuera de juego.
En un principio, el fuera de juego se produc¨ªa en cualquier parte del campo cada vez que el jugador no ten¨ªa ante ¨¦l, al menos, a tres jugadores contrarios y s¨®lo en 1907 se circunscribi¨® a la zona atacante. El caso es que, cuando Grason despotricaba, su esf¨¦rica prominencia se hench¨ªa y Doris emit¨ªa un gatuno gemido al clav¨¢rsele el m¨¢rmol de la mesa en el ombligo. "Por supuesto, hasta que no se jug¨® en los colegios ingleses", prosegu¨ªa el atrabiliario contertulio, "el f¨²tbol y el rugby eran el mismo juego. Si el terreno era de hierba, se siguieron usando manos y pies. Si era de tierra o pedregoso, se comenz¨® a jugar exclusivamente con los pies. Y tambi¨¦n se concret¨® el n¨²mero de participantes por equipo: diez".
Llegado a este punto, el capit¨¢n hizo una pausa, bebi¨® un trago, se limpi¨® la espuma con el reverso de la manga y formul¨® la pregunta que llevaba un rato regurgitando: "?Por qu¨¦ son once en la actualidad?". No os¨¦ aventurar hip¨®tesis alguna para no restarle protagonismo, pero Doris intervino sin ning¨²n comedimiento. "?Faltaba el portero!", exclam¨®. "En efecto", tuvo que admitir el capit¨¢n a rega?adientes, "?pero eso no es todo, querida Doris!". Y, como represalia, le pidi¨® otra jarra y que echara el cierre para que, con el nuevo d¨ªa, no entrara alg¨²n delincuente de los que, con el nuevo a?o, celebran que sus delitos hayan prescrito con la t¨¢cita complicidad de los jueces.
"La verdadera causa de que diez fueran once", revel¨® el capit¨¢n, "reside en el hecho de que las porter¨ªas eran dos palitroques y se precisaba que un hombre quieto se situara de manera que pudiera ver y dictaminar cu¨¢ndo la pelota hab¨ªa pasado entre las estacas sin rebasar la altura de las mismas. Como el hombre quieto se aburr¨ªa, acab¨® participando del juego y se puso a rechazar cuantos balones se pon¨ªan a su alcance: as¨ª naci¨® el portero". Y as¨ª naci¨® el espect¨¢culo que habr¨ªa de llenar estadios y bolsillos, vaciar cabezas, suscitar pasiones y dar lugar a que, tras la secesi¨®n, los jugadores de rugby odiaran a los de f¨²tbol, a los que llaman ping¨¹inos afeminados porque andan mirando al suelo y lloran cuando se caen.
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