Pintar con palabras
La pintura ha fascinado desde antiguo a los escritores. Cumbre y dep¨®sito de la representaci¨®n humana, al menos hasta el advenimiento de la fotograf¨ªa y de su hermano omnipotente, el cine, la pintura ha reclamado siempre la voluntad de ser dicha, nombrada, narrada. Encarnada en una enc¨¢ustica de Al Fayum, en una Anunciaci¨®n de los primitivos italianos o en un paisaje de Corot, la mirada del pintor, al fragmentar la realidad, ha encerrado la vocaci¨®n de aprehender un pedazo del mundo que aspiraba a ser interpretado mediante palabras. Incluso la llamada pintura abstracta, donde la figura se ha evaporado y el cuadro no encierra sino las voliciones o la irracionalidad del artista hechas mancha, trazo, cifra esot¨¦rica, ha demandado la disposici¨®n por parte del escritor a desvelar qu¨¦ escond¨ªan esas tramas en apariencia inescrutables.
Un vistazo a publicaciones m¨¢s o menos recientes, reducido a autores contempor¨¢neos, nacidos o activos durante el siglo pasado, basta para comprobar el magma de t¨ªtulos que vienen acerc¨¢ndose al universo pict¨®rico. Como en la vi?a del Se?or, tambi¨¦n aqu¨ª hay de todo. Abundan los entretenimientos, nos alivian textos notables y, por descontado, en alg¨²n pliegue del cat¨¢logo descuellan las obras mayores.
Es razonable sostener que la literatura de evasi¨®n ha apadrinado un subg¨¦nero que podr¨ªa denominarse "novela de pintores". Un rastro sin pretensi¨®n de exhaustividad desvela un pu?ado de t¨ªtulos que indagan en esa direcci¨®n: El disc¨ªpulo de Rembrandt, de Alexandra Guggenheim; La joven de la perla, de Tracy Chevalier; El pintor de Flandes, de Rosa Ribas; El secreto de los flamencos, de Federico And¨¢is, o El rapto del cisne, de Elizabeth Kostova, artefactos todos ellos livianos, en algunos casos plasmados en una prosa que invita al rubor, indican el gusto por un tipo de novela a medio camino entre la biograf¨ªa y el retrato epocal, salpimentada por una seudofilosof¨ªa del arte plagada de t¨®picos, en la habitual direcci¨®n light que adorna gran parte del supuesto poso intelectual que ti?e la ficci¨®n contempor¨¢nea. Si no fuera por su vocaci¨®n dumasiana, la muy celebrada La tabla de Flandes, de Arturo P¨¦rez-Reverte, cabr¨ªa tambi¨¦n en este saco, pero la lectura del libro del novelista cartagenero nos informa de una pieza superlativa comparada con sus hermanas de leche, siquiera sea por la dignidad de su esfuerzo y la voluntad de estilo que atesora.
Por fortuna, quien busque alimentos m¨¢s elevados los encontrar¨¢ con facilidad. Dos libros recient¨ªsimos reclaman nuestra atenci¨®n: La larga espera del ¨¢ngel, de Melania G. Mazzucco, emotiva aunque a veces cansina representaci¨®n de la vida de Tintoretto, y Vel¨¢zquez y Rubens, de Santiago Miralles Huete, estupenda recreaci¨®n, lastrada por cierto esquematismo expositivo, de un plausible di¨¢logo entre los dos gigantes del XVII, en el que asoma una de las facetas m¨¢s olvidadas del artista: su relaci¨®n con el Poder, encarnado aqu¨ª en la figura de Felipe IV y en la p¨¦rdida de la hegemon¨ªa espa?ola dentro del concierto europeo durante una de las ¨¦pocas m¨¢s convulsas de la historia del continente.
Tres premios Nobel se han aproximado en las ¨²ltimas d¨¦cadas al hecho pict¨®rico: Jos¨¦ Saramago lo frecuent¨® en Manual de pintura y caligraf¨ªa, uno de sus textos m¨¢s bellos anteriores a la consagraci¨®n en Estocolmo, Mario Vargas Llosa lo hizo en la notable El Para¨ªso en la otra esquina, y Orhan Pamuk nos leg¨® un fascinante relato acerca de las diferencias que Oriente y Occidente mantienen en torno a la pintura en la memorable Me llamo Rojo. Asimismo, tres obras muy breves, de autores inconmensurables entre s¨ª, han abordado la mirada del pintor y de su trabajo con un resultado sin duda excepcional. Hablamos, cronol¨®gicamente, de El t¨²nel, la alucinada historia de Juan Pablo Castel que nos regal¨® el nunca suficientemente ponderado Ernesto Sabato, de Maestros antiguos, la furiosa diatriba de Thomas Bernhard contra las luminarias cr¨ªticas, en la cual se encierra esa temible pregunta que tantos pintores se habr¨¢n hecho en alg¨²n momento de sus vidas ("?Por qu¨¦ pintan los pintores cuando existe la Naturaleza?"), y de Arte, de la c¨¢ustica Yasmina Reza, demoledor ajuste de cuentas con la inanidad de cierto arte contempor¨¢neo.
Restan, para concluir este recuento sesgado e incompleto, las obras de cinco escritores may¨²sculos. Worpswede, el magn¨ªfico ensayo que Rilke dedic¨® a la colonia de pintores del mismo nombre que frecuent¨® a comienzos del pasado siglo; Los reconocimientos, de William Gaddis, su monumental trabajo sobre la falsificaci¨®n en el arte, hasta donde conozco la mejor novela jam¨¢s escrita acerca de pintura; La monta?a blanca, de Jorge Sempr¨²n, donde una pieza de Patinir dialoga m¨¢gicamente con la experiencia inefable de los campos de concentraci¨®n; Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti, en la que el comisario Medina busca infructuosamente pintar la ola perfecta en una met¨¢fora exquisita del hecho art¨ªstico, y, por supuesto, la prosa inimitable e infecciosa de Pierre Michon, estilista mayor de la literatura actual, que ha cifrado el haz y el env¨¦s del ensue?o pict¨®rico en dos obras exquisitas: la insuperada Se?ores y sirvientes, que atesora uno de los textos m¨¢s bellos de la literatura europea de todos los tiempos (el dedicado a Piero della Francesca), y la muy reciente Los Once, donde Realidad y Deseo dialogan en un encuentro maravilloso que nos pone sobre la pista del viejo anhelo de los letraheridos: que su empe?o, la literatura, acaso no es otra cosa que el intento, m¨¢s o menos afortunado, de pintar con palabras.
Ricardo Men¨¦ndez Salm¨®n (Gij¨®n, 1971) ha publicado recientemente el libro La luz es m¨¢s antigua que el amor. Seix Barral. Barcelona, 2010. 174 p¨¢ginas. 17,50 euros.
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