Los hipnotizadores, los hechiceros
No es bueno amar demasiado la literatura, o el arte. Se corre el peligro de quedar hechizado y creer que son m¨¢s ricos, m¨¢s verdaderos, m¨¢s variados que la vida. No es bueno amar demasiado la literatura o el arte y menos a¨²n admirar en exceso a quienes se dedican a esos oficios. No quiero caer en la vulgaridad de que es preferible no encontrarse en persona a quienes uno conoce de lejos y admira por su obra, para no llevarse as¨ª la inevitable decepci¨®n. Depende. La mayor parte de los escritores, pintores, cineastas a los que hubiera preferido no conocer ya tampoco me hab¨ªan gustado por su trabajo. Alg¨²n escritor cuyos libros me parec¨ªan detestables era todav¨ªa m¨¢s detestable en persona. Pero casi todos los que he conocido despu¨¦s de admirarlos mucho me han resultado todav¨ªa m¨¢s cercanos y m¨¢s dignos de afecto y respeto. No olvidar¨¦ nunca la cordialidad amable de Adolfo Bioy Casares, la llaneza laboriosa de Jos¨¦ Guerrero, de Antonio L¨®pez Garc¨ªa, de Antonio Saura, de mi querido y tan activo todav¨ªa Juan Genov¨¦s, que a los ochenta a?os vive intacta la alegr¨ªa de pintar sin el agobio de la b¨²squeda de la perfecci¨®n o el miedo a las cr¨ªticas, o el desasosiego de no estar a la moda. Porque trabajan con las manos y pasan mucho tiempo solos en talleres llenos de materiales que se tocan y se huelen y pesan los pintores son una casta aparte. A Juan Jos¨¦ Saer no lo hab¨ªa visto en mi vida y a los dos d¨ªas de conocernos en un acto editorial en Par¨ªs me invit¨® a una comida memorable en un restaurante de barrio donde la due?a llevaba delantal y lo llamaba por su nombre, Monsieur Saer. Comimos cordero y no s¨¦ qu¨¦ m¨¢s delicias de cocina de pueblo. Nos bebimos una botella entera de vino y hablamos durante horas de los libros y las m¨²sicas que nos entusiasmaban, de Bill Evans y de Marcel Proust sobre todo. Yo miraba de soslayo el reloj porque mi vuelo para Madrid sal¨ªa esa misma tarde. Nos despedimos con un abrazo y ya no volv¨ª a verlo nunca. Al poco tiempo recib¨ª otro regalo suyo, el estuche con las grabaciones completas del tr¨ªo de Bill Evans en el Village Vanguard en junio de 1961. Al poco tiempo Saer hab¨ªa muerto.
No he conocido a nadie que me pareciera grande de verdad que fuese un canalla, o un chulo, o un vanidoso enamorado de s¨ª mismo. Hay artistas de un egocentrismo grotesco, algunos de ellos muy c¨¦lebres. No se me ocurre ninguno que no esconda una parte de banalidad o de impostura en su obra, por mucho que la canonicen. Y tampoco suele haber proporci¨®n entre la escala del m¨¦rito o el reconocimiento p¨²blico y el tama?o de la vanidad. Hay premios Nobel -y no solo de literatura, o no especialmente- mucho menos arrogantes que alg¨²n poeta de difusi¨®n comarcal o alg¨²n genio de la narrativa que a lo mejor no ha publicado m¨¢s que alg¨²n relato, alguna novela, o alg¨²n artista de estos que no son pintores ni escultores ni fot¨®grafos sino artistas sin m¨¢s, artistas porque s¨ª, porque lo dicen ellos.
Cu¨¢nta tonter¨ªa. Cada vez entiendo menos que a un literato o a un dise?ador de moda o a un actor se les conceda un derecho a la arrogancia que ser¨ªa inveros¨ªmil en un buen ingeniero o un buen m¨¦dico, en un mec¨¢nico concienzudo, en un profesor que mejora para siempre la vida de un alumno al ayudarle a descubrir sus mejores capacidades. Aunque peor que la tonter¨ªa es el envenenamiento, la manipulaci¨®n que ejerce a veces quien se sabe brillante y no tiene ning¨²n respeto por aquellos mismos que al admirarlo alimentan su egolatr¨ªa y sin darse cuenta se hacen a s¨ª mismos m¨¢s vulnerables a¨²n a su influencia t¨®xica. En su novela Volver al mundo Jos¨¦ ?ngel Gonz¨¢lez Sainz hace el retrato escalofriante de ese intelectual maduro que utiliza sus lecturas y su palabrer¨ªa para someter al disc¨ªpulo a su voluntad y convertirlo en una especie de zombi al que lo mismo se le puede ordenar que machaque a un adversario en una discusi¨®n o que empu?e una pistola. Abimael Guzm¨¢n o Pol Pot no son los ¨²nicos terribles profesores de filosof¨ªa que acabaron alentando el asesinato. Y no hace falta empujar hacia el crimen o el fanatismo para da?ar las vidas de personas c¨¢ndidas que creen demasiado en el brillo de las ideas o en la nobleza del arte y de la literatura.
Hay gente demasiado ¨¢vida, demasiado dispuesta a ser deslumbrada. Hay desalmados que intuyen esa flaqueza y se apresuran a aprovecharse de ella. Es probable que sea una disposici¨®n sobre todo masculina, no s¨¦ si particularmente heterosexual. El espect¨¢culo se repite siempre: la mujer joven hechizada, aspirante a actriz, aspirante a pintora, aspirante a escritora; el escritor, el profesor, el var¨®n de cerebro poderoso y f¨ªsico mediocre, el director teatral, el gur¨² de la secta, el entra?able aventurero cansado, el vividor legendario, el triunfador, el fracasado, el maldito, el autodestructivo. Cabe la posibilidad esperanzadora de que se trate de un esquema anacr¨®nico; que las mujeres j¨®venes y m¨¢s despiertas de ahora no muerdan el cebo, o que las artes hayan perdido una parte de su lustre.
Si es as¨ª, el libro de recuerdos de Anne Roiphe, Art and Madness, ser¨¢ parte de la arqueolog¨ªa literaria del siglo pasado, de esa ¨¦poca en la que ella era muy joven y se sent¨ªa dispuesta a sacrificarlo todo por el hero¨ªsmo masculino y bohemio de la literatura, incluyendo su propia vocaci¨®n de escribir. Anne Roiphe lleg¨® al mundo literario de Nueva York al final de los cincuenta, en la gran ¨¦poca del alcohol y en las v¨ªsperas de la revoluci¨®n sexual, cuando los escritores eran sobre todo varones que se emborrachaban, que daban clases y seduc¨ªan alumnas o lectoras sin miedo a represalias, que reclamaban para s¨ª mismos y ten¨ªan reconocida la potestad de sacrificar en nombre del genio cualquier responsabilidad hacia las personas que los rodeaban. A veces el genio, o al menos el talento, exist¨ªa: muchas m¨¢s veces era sobre todo una farsa sostenida sobre la soberbia y la credulidad. En casa de George Plimpton, en las fiestas alcoh¨®licas de la Paris Review, cuenta Roiphe, secretarias y aspirantes a escritoras se rend¨ªan a los maestros beodos mientras las esposas miraban a otra parte y fumaban cigarrillos. Ella misma se cas¨® con un dramaturgo convencido de su propia genialidad, en gran parte gracias al fervor de la mujer que lo aguantaba. Porque era un genio y estaba en lucha contra la indiferencia del p¨²blico y la venalidad de los productores teatrales ten¨ªa derecho a pasarse borracheras de varios d¨ªas fuera de casa y a frecuentar prostitutas.
En alg¨²n momento ella despert¨® de su reverencia excesiva por el arte. Ten¨ªa una hija peque?a y tambi¨¦n ten¨ªa una necesidad honda de escribir, aunque por pudor, o por complejo de inferioridad hacia su marido o miedo a su sarcasmo, no se hab¨ªa atrevido a manifestarla. Al cabo de los a?os, en otro siglo, su mirada de lucidez y remordimiento hacia el propio pasado es un ejercicio excelente de literatura.
Art and Madness. A Memoir of Lust Without Reason. Anne Roiphe. Random House, 2011. 240 p¨¢ginas. antoniomu?ozmolina.es
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