La basura y la m¨¢scara
Como dice Pessoa, estoy sujeto a las pasiones visuales. Una imagen llama mi atenci¨®n y ya no puedo apartar los ojos de ella: un cuadro, una fotograf¨ªa, una cara entrevista en la calle, en el metro, una vi?eta de una novela gr¨¢fica, un fotograma, la tipograf¨ªa de un anuncio, cualquier cosa enmarcada por una ventana, quiz¨¢s ventanas iluminadas al otro lado de la calle, con su contenido misterioso de siluetas humanas, de estanter¨ªas de bibliotecas. La iconoclastia me sume en una desolaci¨®n sin remedio, como una ciudad americana sin aceras ni escaparates ni gente o como cualquier mundo de hombres solos. Todas las im¨¢genes del arte me atraen, hasta las m¨¢s depravadas. Durante varios d¨ªas hubo en la acera de mi calle, apoyado contra una farola, un cuadro abandonado por alguien que nadie recog¨ªa y que me atrapaba la mirada cada vez que pasaba cerca de ¨¦l, como esos mendigos y dementes que examinan de soslayo un cubo prometedor de basura. El cuadro era basura. Era un ¨®leo con marco impetuoso y un fondo de bosques y monta?as nevadas, con un r¨ªo en el primer plano, dotado de los correspondientes churretones de espuma. En medio del r¨ªo sobresal¨ªa una figura femenina en relieve, con una melena al viento como la de la Venus de Botticelli, aunque vestida con algo m¨¢s de recato. Y a los lados, tambi¨¦n en relieve, hab¨ªa unos faroles con orificios recortados en la zona correspondiente a los cristales. Detr¨¢s de cada orificio hab¨ªa una bombilla diminuta, con un cable arrancado que en mejores tiempos debi¨® de conectar con un enchufe: en alguna casa indescriptible, hubo alguien que colg¨® aquel cuadro en una pared, y que se complaci¨® en encender cada noche esos farolillos que amenizaban el ¨®leo, iluminando el bosque, los picos nevados, el r¨ªo espumoso, la se?orita o ninfa que brotaba de sus aguas. Cuando dej¨¦ de verlo al cabo de unos pocos d¨ªas fue un alivio, aunque tambi¨¦n una decepci¨®n. Quiz¨¢s lo recogieron los basureros y ahora est¨¢ sepultado para siempre en un muladar. O quiz¨¢s, al amparo de la noche, lo rescat¨® alguien que ahora lo tiene colgado en alg¨²n sal¨®n dom¨¦stico, de manera que todav¨ªa se prolonga su infamia.
El aficionado a las im¨¢genes las ve en todas partes. Sin duda el cerebro humano est¨¢ programado para ver figuras o caras en casi cualquier configuraci¨®n de rasgos visuales. De ni?os todos hemos visto una cara pepona en la Luna llena, y reconocido perfiles humanos y animales en los contornos de las nubes, o en esas manchas de humedad en la pared o en el techo que mir¨¢bamos con tan ilimitado aburrimiento a la hora de la siesta. Brassa? iba de noche y de d¨ªa por las calles de Par¨ªs y en los orificios casuales de un muro o en una tapa de alcantarilla iluminada oblicuamente por un farol ve¨ªa los ojos y la boca abierta de un ¨ªdolo primitivo. Cuando era ni?o mi hijo Arturo se despert¨® un d¨ªa cont¨¢ndome que hab¨ªa so?ado con un trapo con cara y un ¨¢rbol con ojos. En los nudos de la corteza de los ¨¢rboles no es dif¨ªcil imaginar ojos de animales que nos miran desde su interior, o de esp¨ªritus, o presencias ocultas. En Nueva York, en el Museo del Indio Americano, hay unas m¨¢scaras mapuches hechas de corteza de ¨¢rbol que tienen algo de capirotes de penitentes encapuchados, la forma c¨®nica y las dos hendiduras de los ojos recortadas en la superficie oscura y rugosa, manchada de liquen, castigada por la intemperie. En las esculturas prehist¨®ricas de las islas C¨ªcladas y en las de Constantin Brancusi un trozo liso y combado de m¨¢rmol se convierte en una cara humana por el simple procedimiento de insinuar una nariz, el arco de unas cejas. Cada vez que miro un enchufe americano, con sus dos ranuras verticales y paralelas y debajo de ellas otra un poco m¨¢s grande y casi redondeada, no me cuesta nada ver una cara diminuta de susto o asombro.
Picasso superpuso un manillar y un sill¨ªn de una bicicleta de desecho y obtuvo la cabeza de un toro mitol¨®gico. El arte es unas veces hacer y otras se?alar con el dedo para que se descubra una imagen donde hasta ese momento a nadie le hab¨ªa parecido que la hubiera. Man Ray le a?adi¨® una fila de clavos afilados a la base de una plancha com¨²n y la convirti¨® en una criatura inventada y carn¨ªvora. El arte es el indicio o la evidencia de una metamorfosis, de un tr¨¢nsito entre lo familiar y lo completamente inesperado. Fui el otro d¨ªa al Metropolitan planeando ver una exposici¨®n en torno a los Jugadores de cartas de C¨¦zanne con la idea de escribir sobre ella y a mitad de camino, por las salas del museo, me reclam¨® la atenci¨®n algo que parec¨ªa una serie de extra?as m¨¢scaras africanas y ya no pude dejar de mirarlas, y se me fue el tiempo sin llegar adonde me propon¨ªa. Eran m¨¢scaras, desde luego, con rasgos abstractos, algunas con melenas ¨¢speras, con narices prominentes, con bocas redondas exageradas por un grito o una exclamaci¨®n, como las de las m¨¢scaras griegas. Pero eran tambi¨¦n bidones de pl¨¢stico de gasolina cortados por la mitad y puestos contra la pared con el mango y la boca mirando hacia el espectador. Cada mango se hab¨ªa convertido en una nariz. Cada boca sin su tap¨®n de rosca era una boca humana. El pl¨¢stico sucio, muy usado, quemado por el sol, manchado por el trasiego de la gasolina, daba a los rasgos una vehemencia dram¨¢tica. En algunos casos, la melena estaba hecha con los hilos gruesos de una fregona; en otros, con un cepillo negro de zapatos, que parec¨ªa exactamente un pelo crespo cortado en horizontal; en alguno m¨¢s, con haces de cables de aparatos desventrados. Una plancha puesta de canto es una cabeza de escultura africana. Eso que parecen ojos bulbosos de mosca o gafas de sol sobre la nariz que es el asa de un bid¨®n son los auriculares aparatosos de un viejo equipo estereof¨®nico.
Las obras pertenecen a un escultor de la Rep¨²blica de Benin que se llama Romuald Hazoum¨¦. Algunas son tambi¨¦n de un artista de Nueva Jersey, Willie Cole, experto tambi¨¦n en la transmutaci¨®n de las basuras, en crear m¨¢scaras con yuxtaposiciones de zapatos de tac¨®n y serpientes que alzan la cabeza como cobras y son largos tubos de gasolina coronados por el grifo del surtidor. Hazoum¨¦ ironiza sobre la visi¨®n occidental de un ?frica ex¨®tica representada por las m¨¢scaras, pero tambi¨¦n contin¨²a una tradici¨®n universal muy antigua -la m¨¢scara como escondite y revelaci¨®n de la identidad- y da testimonio de esos bidones de pl¨¢stico que forman parte de la vida cotidiana de la gente pobre en su pa¨ªs, que los emplea para trasladar agua a largas distancias o negociar en gasolina. El bid¨®n, la botella de pl¨¢stico, la mara?a de cables, son a la vez desechos del consumo y pruebas materiales de la obstinada duraci¨®n de tantas cosas que nosotros tiramos, y que otros recogen y aprovechan. Pero sobre todo son im¨¢genes, hermosas im¨¢genes, tentaciones de idolatr¨ªa, alimento de pasiones visuales.
Reconfiguring an African Icon: Odes to the Mask by Modern and Contemporary Artists from Three Continents. Metropolitan Museum. Nueva York Hasta el 21 de agosto. www.metmuseum.org. antoniomu?ozmolina.es
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