Lo peor de lo peor
Tiene aqu¨ª mucha gente la man¨ªa o la costumbre de ensuciar la calle, o ni siquiera la costumbre, porque es m¨¢s bien un tic, el gesto espont¨¢neo de tirar al suelo papeles, envoltorios de todas clases, sobras, colillas, latas y botellas. Me estoy acordando de unos ni?os que una tarde com¨ªan pipas en el escal¨®n de entrada a la casa donde yo viv¨ªa (Angustias se llamaba la calle) y aplicadamente desperdigaban en la acera bolsas y c¨¢scaras. Les ped¨ª por favor que antes de irse recogieran su espl¨¦ndida cosecha de basura y la echaran en la papelera que ten¨ªan a dos metros. En eso quedaron. Eran unos ni?os muy atentos, deliciosos, y me alegraron la tarde, tan educados, incluso me pidieron disculpas por su descuido, muy com¨²n, por otra parte. Pas¨® el rato, se fueron las criaturas, y me dejaron tiradas en la puerta sus bolsas vac¨ªas, sus c¨¢scaras ensalivadas: un regalo de inmundicia me dejaron aquellos ni?os estupendos.
Pero es normal que, sobre toda la basura ambiente, las colillas exijan en este momento vigilancia especial. Se ven m¨¢s colillas que nunca desde que los fumadores est¨¢n donde no estaban, en la calle. Y no son las colillas el motivo de vigilancia rigurosa, sino los cigarrillos enteros, el tabaco y sus adictos. Vivimos adem¨¢s en un pa¨ªs vigilante, de inclinaciones policiales, oportunamente calentadas por las autoridades. No es que las autoridades hayan animado al pueblo a denunciar a los fumadores en lugares prohibidos, nunca, jam¨¢s; s¨®lo les han recordado a los ciudadanos que pueden denunciar a quien descubran fumando. Y los ciudadanos recuerdan, y se lo recuerdan a los fumadores callejeros, expulsados de los espacios cerrados, incluso de los lugares donde la gente va por vicio, a beber alcohol, por ejemplo: lo peor de lo peor, los fumadores.
He fumado a la puerta de los bares en cuatro pa¨ªses distintos. (S¨®lo fumo en los bares, cuando bebo. No me gusta el olor del humo viejo. Pido en los hoteles habitaci¨®n de no fumador.) Uno de esos cuatro pa¨ªses es ahora Espa?a. En Dubl¨ªn se me echaban encima pedig¨¹e?os amenazantes que suplicaban un euro, pero Espa?a es el ¨²nico pa¨ªs donde los transe¨²ntes arengan, sermonean o insultan a los que fuman al aire libre. Los m¨¢s graciosos simplemente se r¨ªen del vicioso. Se ha impuesto una saludable obsesi¨®n por el humo, por la higiene antitabaco. Es una moda moral. Y es significativo que la moda del cigarrillo de masas, para todos, viniera de los Estados Unidos de Am¨¦rica a trav¨¦s del cine de Hollywood, que transformaba a fumadoras y fumadores en imaginarias estrellas cinematogr¨¢ficas, y que desde los Estados Unidos de Am¨¦rica se haya ido imponiendo la progresiva prohibici¨®n del humo.
Ahora hasta los fumadores se burlan de los fumadores, entre expresiones de arrepentimiento y prop¨®sitos de enmienda. Ya se ha extinguido aquella especie de irritaci¨®n improductiva de los primeros d¨ªas a la puerta del bar, cuando los viciosos, entre calada y calada, arremet¨ªan contra el Gobierno, aunque jam¨¢s contra la oposici¨®n, que tambi¨¦n hab¨ªa votado la ley prohibicionista, pero que fing¨ªa estar contra la ley. Pertenece al esp¨ªritu del lugar esta mezcla de chivatismo, antigubernamentalismo verbal e hipocres¨ªa, y en asuntos tan insignificantes como el del humo callejero se revela el car¨¢cter de los individuos y de las sociedades. Tirar la colilla como signo de rabia contra la ley se ha sumado lamentablemente al abandono habitual a la hora de cuidar la calle, las escaleras, los espacios comunes, ese desprecio primitivo e irracional por las cosas que uno mismo usa.
El tabaco se convierte paulatinamente en un asunto policial. Esto no es del todo malo, porque lo policial suele generar negocio, y no s¨®lo para las empresas de vigilancia e intervenci¨®n directa. En el humilde asunto del humo los Ayuntamientos ya compran campa?as publicitarias para conseguir algo tan elemental, tan b¨¢sico y poco discutible como que la gente no ensucie la calle.
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