Internet y la rebeli¨®n de los cuerpos
Las revoluciones norteafricanas demuestran que, si bien la Red es muy ¨²til para lanzar movilizaciones, el ¨¦xito final sigue dependiendo de la fuerza como grupo f¨ªsico, de la fuerza real no virtual, de los ciudadanos
Si quer¨¦is liberar a una sociedad, dadle Internet". Esta receta, propuesta por Wael Ghonim, ejecutivo de Google, es compartida por aquellos que consideran que las revoluciones populares que han depuesto a los Gobiernos de T¨²nez y Egipto, y amenazan con derrumbar a otras tiran¨ªas semejantes en Bahr¨¦in, Yemen o Libia, constituyen la prueba fehaciente de que el poder emancipador de las nuevas tecnolog¨ªas de comunicaci¨®n es real. Los analistas, la prensa o las canciller¨ªas, acostumbrados a interpretar el mundo a partir de los juegos de poder entre grupos pol¨ªticos reconocibles -clases sociales, oligarqu¨ªas, Ej¨¦rcito, sectas religiosas-, han visto desbordadas sus m¨¢s arriesgadas previsiones y, al igual que ocurri¨® con el Mayo del 68 o la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn, son incapaces de enfrentarse a coyunturas en las que, siquiera sea temporalmente, los protagonistas son aquellos que tradicionalmente no han tenido voz -j¨®venes, desempleados, mujeres- y que hoy se est¨¢n sirviendo de las herramientas an¨®nimas de la Red para ser escuchados.
Las masas en calles y plazas eran como las de las revoluciones occidentales de los siglos XIX y XX
Fueron los cuerpos, no las redes sociales, los que derribaron las dictaduras de T¨²nez y Egipto
El uso pol¨ªtico de medios como Facebook o Twitter -originalmente destinados a dar respuesta a las inquietudes, muchas veces banales, de los j¨®venes de las sociedades m¨¢s desarrolladas- desmiente la idea de que la tecnolog¨ªa sea algo esencialmente neutral. Por el contrario, su singular disposici¨®n revolucionaria se ha puesto de manifiesto en la ineptitud de las r¨ªgidas estructuras represivas de los Gobiernos depuestos en T¨²nez o Egipto para hacerse cargo de la situaci¨®n. Acostumbrados a hab¨¦rselas con los enemigos rutinarios -panfletos, peri¨®dicos prohibidos, reuniones clandestinas-, la polic¨ªa y la censura de aquellos pa¨ªses, poco adiestradas en el uso de los medios digitales, han sido incapaces de detectar y abortar los primeros pasos de los movimientos de protesta, construidos pacientemente en la Red por minor¨ªas de j¨®venes e intelectuales, antes de convertirse en alzamientos generalizados.
Dicho esto, no es conveniente dejarse llevar, de nuevo, por la ilusi¨®n de que las herramientas digitales puedan constituir por s¨ª mismas una alternativa completa a los sistemas de dominaci¨®n heredados del siglo XX, como si de un b¨¢lsamo digital frente a las tradicionales alambradas, muros o guetos se tratase. Los recientes acontecimientos en el mundo ¨¢rabe actualizan, por el contrario, la conocida m¨¢xima de Foucault seg¨²n la cual lo que define a nuestra ¨¦poca es su car¨¢cter espacial. Nos hemos acostumbrado a la idea de que el desarrollo de los medios de comunicaci¨®n acabar¨ªa sustituyendo, sin m¨¢s, el modelo de relaciones sociales y econ¨®micas establecido por la tradici¨®n moderna del control pol¨ªtico a trav¨¦s del espacio. Al espacial siglo XX seguir¨ªa, de este modo, un nuevo siglo XXI virtual definido por el potencial liberador de las nuevas redes capaces de destruir los sistemas caducos de participaci¨®n ciudadana, mediados tradicionalmente a trav¨¦s del juego de representaci¨®n de los partidos pol¨ªticos y las estructuras simb¨®licas de la ciudad. Sin embargo, lo que las revoluciones digitales de Oriente Pr¨®ximo ponen de manifiesto es que, si bien las movilizaciones propiciadas desde la Red han desbordado los cauces pol¨ªticos habituales, el ¨¦xito final de las protestas ha dependido, en ¨²ltima instancia, de los mecanismos basados en el despliegue tradicional de los cuerpos en el espacio pol¨ªtico.
Convocadas primero a trav¨¦s de Internet o la telefon¨ªa m¨®vil, y engordadas despu¨¦s en su arrastre mim¨¦tico, las masas de manifestantes -no muy distintas de las que ocuparon el espacio p¨²blico de Occidente en las revoluciones del siglo XIX y XX- han inundado las calles de muchas ciudades ¨¢rabes o beduinas. El movimiento subversivo, confinado hasta ese momento a los canales inmateriales de la Red, desbord¨® sus l¨ªmites hasta expandirse al espacio real, colonizando lugares dotados de gran simbolismo c¨ªvico para los ciudadanos -la plaza de Tahrir en El Cairo, la recientemente arrasada plaza de la Perla en Bahr¨¦in- y desplegando en ellos las estrategias espaciales anacr¨®nicas -pero no por ello menos eficaces- propias de la tradici¨®n revolucionaria moderna. Este salto al espacio real de un movimiento originariamente virtual vino acompa?ado de una transformaci¨®n en el ethos colectivo de los manifestantes, conscientes ya de su fuerza como grupo unido, demostrando as¨ª que cualquier manifestaci¨®n en masa, aunque sea pac¨ªfica, es el s¨ªmbolo de una acci¨®n potencial, de una violencia retenida que, si fuese necesario, podr¨ªa ejercerse sobre la realidad. Se trata de un poder f¨ªsico del que carece cualquier herramienta digital.
La sociolog¨ªa que a lo largo de los ¨²ltimos a?os se viene construyendo en torno a las consecuencias del uso de Internet ha insistido en el car¨¢cter din¨¢mico y cada vez m¨¢s fugaz de los intercambios humanos, insinuando que la dependencia creciente del ciberespacio podr¨ªa suponer, a medio plazo, nuestra metamorfosis en seudocuerpos o almas puras que acabar¨ªan volcando toda su energ¨ªa espiritual en la Red. Esta hipot¨¦tica conversi¨®n de los internautas en ¨¢ngeles cibern¨¦ticos queda refutada por los hechos acaecidos en T¨²nez o Egipto y los que hoy est¨¢n ocurriendo en Libia. Al constituirse en movimientos de masas, los levantamientos sociales se han hecho necesariamente materiales, deviniendo una verdadera revoluci¨®n de personas: cuerpos visibles y completos que, retando al poder constituido, se manifiestan como tales en el espacio p¨²blico. Si estos cuerpos, finalmente, mantienen su inercia unitaria, su tozudez f¨ªsica a dejarse desplazar por dicho poder, entonces la resoluci¨®n de esta puesta en escena es, tal y como ha ocurrido, inmediata: si se decide a ejercer la violencia sobre la masa de manifestantes, es el Estado el que gana la partida (recordemos casos an¨¢logos como los de Tiananmen, el cruel desalojo de la instant city de los saharauis en El Aai¨²n o la ves¨¢nica represi¨®n en Libia devenida ya cruenta guerra civil); si, por el contrario, es el poder estatal el que se muestra vacilante, son los revolucionarios los que se hacen con el triunfo y el r¨¦gimen ominoso acaba cayendo. Este sentido material, corporal de la revoluci¨®n democr¨¢tica en los pa¨ªses ¨¢rabes se ha podido constatar, desde el origen, en el hecho simb¨®lico que desencaden¨® todo el proceso: la autoinmolaci¨®n de un joven vendedor callejero, Mohamed Buazizi, como protesta porque la polic¨ªa le hab¨ªa arrebatado el carrito de verduras con el que se buscaba la vida. Fue, de este modo, un acto f¨ªsico, brutal, ejercido sobre su propio cuerpo por un ser humano, y no los ang¨¦licos intercambios de sujetos an¨®nimos refugiados en la Red, el que prendi¨® la llama en Oriente Pr¨®ximo.
Olvidado por la tradici¨®n filos¨®fica, el cuerpo ha sido a lo largo de los dos ¨²ltimos siglos el arma de choque de las revoluciones de Occidente y parece ser que seguir¨¢ desempe?ando esta funci¨®n en las nuevas que se avecinan. En un mundo cuya realidad merma de espesor d¨ªa a d¨ªa, el cuerpo adquiere un prestigio, un aura mayor cuanto m¨¢s dudosa sea la condici¨®n de lo real. Por otra parte, los roles tradicionales que el espacio p¨²blico y deliberativo propio de la modernidad desempe?aban en nuestras sociedades est¨¢n siendo asumidos por un nuevo ciberespacio democr¨¢tico, que sustituye al antiguo all¨ª donde exist¨ªa (Occidente) o se instala donde no hab¨ªa ninguno, como en T¨²nez o Egipto. Junto a este espacio de comunicaci¨®n -sea virtual o no- existe un segundo espacio: aquel que es el medio propio de la acci¨®n revolucionaria de los cuerpos, la tradicional escenograf¨ªa pol¨ªtica que sigue hoy desempe?ando sus funciones propias, bien como elemento simb¨®lico (las manifestaciones del Primero de Mayo en Occidente, por ejemplo), bien como verdadera trinchera para el cambio pol¨ªtico (desde Tiananmen hasta Tahrir). Como han demostrado los hechos -en El Cairo, en Bengasi, en Bahr¨¦in- los agentes cibern¨¦ticos pueden ocupar el primer espacio, pero nunca el segundo. De este modo, el destino de los modelos de control pol¨ªtico -sean espaciales o virtuales- es entreverarse, contaminarse mutuamente. Para cambiar la realidad no basta con aprovechar las ventajas que la rapidez y la relativa seguridad de la comunicaci¨®n digital suponen para constituir la opini¨®n p¨²blica, sino que esta debe acompa?arse necesariamente de la fuerza de la masa ciudadana, dispuesta a ejercer la violencia sin desprenderse, en ning¨²n momento, del aura de la que todav¨ªa gozan los cuerpos en la ¨¦poca de su presunta reproductibilidad t¨¦cnica. Son ellos, no Twitter ni Facebook, los que est¨¢n derribando a las dictaduras.
Eduardo A. Prieto es fil¨®sofo y arquitecto.
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