14 de abril: alegr¨ªa y estupor
Ma?ana, 12 de abril, hace 80 a?os que unas elecciones municipales derribaron el r¨¦gimen que gobernaba Espa?a desde antes de ser un pa¨ªs homog¨¦neo. La primera Rep¨²blica, representada por pol¨ªticos de fuste, fue una experiencia fallida. Los cabecillas de la segunda, un batiburrillo de inexpertos. Nada se opone a que pueda haber una tercera y vencida oportunidad. El Rey, por una cancela de su palacio, march¨® en autom¨®vil hacia Cartagena para embarcar en un buque de guerra brit¨¢nico.
Ochenta a?os han pasado y quedamos pocos supervivientes que recordemos algo de aquel d¨ªa. Yo ten¨ªa 12 a?os, estaba en cuarto de Bachillerato y me daba cuenta de lo que pasaba a mi alrededor, sin esp¨ªritu anal¨ªtico alguno, aunque curiosidad no me falt¨®. El d¨ªa 12 fue domingo, que es cuando suelen celebrarse los comicios, y la incertidumbre en el recuento de los votos dur¨® hasta primeras horas del martes 14. Pese a que hab¨ªa funcionado con la rutina de siempre la maquinaria caciquil, qued¨® en evidencia algo sorprendente: el Rey no tuvo quien le defendiera, los cortesanos salieron en desbandada hacia las fronteras portuguesa y francesa y ni la Guardia Civil ech¨® una mano. Esto es la historia, el esqueleto, el armaz¨®n.
En aquel momento, el pueblo estuvo muy por encima de su clase pol¨ªtica
Viv¨ªa con mis padres en la calle de Antonio Maura, y el Retiro y el espacio donde estaba emplazado el Museo de Artiller¨ªa (luego del Ej¨¦rcito y ahora ni estoy seguro de su ¨²ltimo fin) eran el patio de recreo. No hab¨ªa clases y me deslic¨¦ hasta la calle llevado por un difuso fisgoneo. Mucha gente se encaminaba, Carrera de San Jer¨®nimo arriba, hasta la Puerta del Sol, corriente a la que me un¨ª. La c¨¦ntrica plaza, ombligo de Espa?a, herv¨ªa de ciudadanos y ciudadanas que parec¨ªan dichosos. Se hablaban entre desconocidos y la impresi¨®n que recuerdo es la de una desbordada alegr¨ªa y un general estupor. Deducci¨®n posterior es que casi todo el mundo lo deseaba, pero muy pocos lo esperaban. Sin previa conciencia, aprend¨ª lo f¨¢cil que es manejar a miles de personas, si se aprovechan bien los extra?os tiempos que las mueven. Un ¨²nico rumor hizo que las miradas de todos se volvieran hasta uno de los balcones del hotel Par¨ªs. Hab¨ªa en ¨¦l m¨¢s cuerpos de los que razonablemente cab¨ªan, pero pronto se corri¨® la voz y en unos segundos todos supimos que all¨ª se encontraban la esposa y la madre de los capitanes Gal¨¢n y Garc¨ªa Hern¨¢ndez, protagonistas de una fallida sublevaci¨®n en Jaca, meses antes, y fusilados tras un consejo de guerra sumar¨ªsimo. Aquellas figuras enlutadas fueron ovacionadas por los miles de madrile?os que pronto abandonaron el espect¨¢culo y se dirigieron, por la calle de Alcal¨¢, hasta la plaza del Rey, donde estuvo el famoso Circo Price. Me llev¨® la riada y ocup¨¦ un lugar favorecido durante los minutos que tardaron los manifestantes en echar una maroma al cuello de la estatua, creo que de la infanta Isabel, y echarla abajo, con el aplauso de la multitud, que adora derribar figuraciones y pulverizar s¨ªmbolos.
Siempre en los alrededores, buena parte de los asistentes se trasladaron al parque del Retiro. Pasamos delante de la casa donde yo viv¨ªa, pero no es f¨¢cil apearse de una horda enfebrecida y dichosa. Entramos en el parque por el paseo de las Estatuas, donde pas¨® gran parte de mi ni?ez, y llegamos al estanque. Nos hab¨ªan precedido otros hombres -quiz¨¢ los mismos, especializados en el asunto- que hab¨ªan trepado por el monumento a Alfonso XII y enlazado unas gruesas cuerdas por el cuerpo del jinete y del caballo. La memoria me hace pensar que transportaron el cable en barca y, desde la otra orilla, docenas de manos asieron el cabo e intentaron derrocar al difunto monarca y a su corcel. Deb¨ªa estar bien anclado, pues no lo consiguieron, y el p¨²blico, ante la obstinaci¨®n del terco mausoleo, perdi¨® el inter¨¦s y se fueron con sus gritos y emociones a otra parte.
Es lo que me viene a la memoria de aquella lejan¨ªsima jornada y de un gent¨ªo homologado en la irrepetible felicidad de estar todos, o la mayor¨ªa, felices y de acuerdo. Reflexiones muy posteriores me han llevado a la apreciaci¨®n de que, en aquel momento, lo que se llama pueblo estuvo por encima de su clase pol¨ªtica, a la que sorprendi¨®, en grado sumo, la jugarreta sarc¨¢stica de un destino que les entregaba algo para lo que no estaban preparados, por buenas que fueran sus intenciones.
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