Los dictadores y sus pueblos
El amor de los dictadores a sus pueblos no requiere demostraci¨®n alguna. Puede medirse por el n¨²mero y variedad de armas y municiones que emplean para mantenerlos en la v¨ªa del progreso y la paz social trazada por ellos, v¨ªa amenazada por enemigos internos y externos, por "bandas de facinerosos al servicio del terrorismo internacional". A la pat¨¦tica antolog¨ªa de propuestas de enmienda formuladas por Ben Al¨ª y Mubarak en los d¨ªas que precedieron a su derrocamiento en unas jornadas que mezclaban las dulces promesas de cambio con el consabido recurso al palo a secas -tal vez por aquello de "quien bien te quiere te har¨¢ llorar"-, podemos a?adir en los ¨²ltimos meses las de Gadafi, Bashar al Asad y el presidente de Yemen: aferrados a sus poderes cl¨¢nicos, anuncian ceses de hostilidades, medidas apaciguadoras, calendarios electorales nuevos conforme a las demandas del pueblo. Es surrealista verles y escucharles en las pantallas de televisi¨®n mientras la c¨¢mara enfoca en contraplano manifestaciones multitudinarias o escenas de una guerra fruto del hartazgo popular de su poder din¨¢stico acaparado desde hace d¨¦cadas.
El discurso de los dictadores se adapta, claro est¨¢, a la psicolog¨ªa y car¨¢cter de cada uno de ellos. El sobrecogedor mascar¨®n de Gadafi vomita amenazas e insultos a los enemigos del pueblo (?el pueblo es ¨¦l!); Al¨ª Abdul¨¢ Saleh dice una cosa un d¨ªa y otra el siguiente, pero permanece pegado con cola a su sill¨®n de mando; Bashar al Asad afirma compartir el dolor de las familias de las v¨ªctimas para aumentar a continuaci¨®n a un ritmo escalofriante el n¨²mero de ¨¦stas.
De cuantas agitaciones sacuden al mundo ¨¢rabe (y que se extiende en otro contexto a las del 15-M de la Puerta del Sol), la m¨¢s valerosa y ejemplar es la de Siria. Tras el asedio brutal a Deraa, en donde se sit¨²a el epicentro de la contestaci¨®n, Al Asad, pese a su cultivada imagen de hombre amable y conciliador, capaz de transformar el autoritarismo gran¨ªtico de su padre en una dictablanda, no ha vacilado en enviar la artiller¨ªa y carros de combate de la Guardia Presidencial y de la Cuarta Divisi¨®n Acorazada a Homs, Lattaqui¨¦, Banias y a los suburbios "rebeldes" de la capital. Como sus colegas de Libia y Yemen, asegura que los manifestantes son manipulados por bandas salafistas y terroristas aunque la realidad lo desmienta. Los v¨ªdeos colgados en Facebook rebelan tan solo el machaqueo despiadado de quienes protestan de forma pac¨ªfica. El ej¨¦rcito y la polic¨ªa, insiste no obstante Damasco, se entregan a operaciones de limpieza para preservar la paz. La paz de los cementerios para las v¨ªctimas y sus allegados.
La situaci¨®n estrat¨¦gica de Siria, pa¨ªs fronterizo con Irak, L¨ªbano, Jordania e Israel, explica la cautela de Obama en su discurso de la pasada semana. El varapalo a Gadafi y Al¨ª Abdul¨¢ Saleh de quienes exigen la salida inmediata para dar paso a un r¨¦gimen democr¨¢tico, se reduce en el caso de Al Asad, negociador ineludible de un por ahora quim¨¦rico acuerdo de paz con Israel, a un mero tir¨®n de orejas. El riesgo de una implosi¨®n sectaria como la que sufre Irak despu¨¦s de la fat¨ªdica invasi¨®n de 2003 no puede descartarse, pero no debe servir de coartada a un sistema opresivo que desprecia la vida de la poblaci¨®n, a una dictadura que se ha quitado la m¨¢scara dialogadora que exhib¨ªa cuando visit¨¦ Damasco hace poco m¨¢s de un a?o. Las represiones violentas del poder, sean las de Libia, Siria o Yemen, requieren tambi¨¦n una condena tajante por parte de la mal aglutinada Uni¨®n Europea, que solamente ahora abre los ojos a las tropel¨ªas y abusos de unos l¨ªderes que sosten¨ªa hasta ayer por bajos intereses econ¨®micos y a quienes vend¨ªa sus armas, bombas de racimo incluidas.
Para defender los logros y conquistas del pueblo, escuchamos aqu¨ª, all¨¢ y acull¨¢, estamos dispuestos a todo: a sacrificar incluso al propio pueblo. El amor de los dictadores ¨¢rabes y no ¨¢rabes -no est¨¢ de mas recordar el ejemplo de los Ceaucescu y compadres- a la patria con la que se identifican no tiene otro l¨ªmite que la muerte, ya sea la suya propia, ya la de un n¨²mero en verdad secundario de sus bienamados s¨²bditos.
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