Marcaje al diputado
Los llamados indignados recibieron el lunes un regalo inesperado. La dimisi¨®n de tres miembros del Tribunal Constitucional, en protesta por el incumplimiento por parte del Parlamento de la obligaci¨®n de sustituirles en los plazos determinados por la ley, abundaba en el deterioro de las instituciones democr¨¢ticas que se ha venido denunciando en la calle desde que empez¨® el Movimiento 15-M. Y conectaba con la simpat¨ªa que los ciudadanos han demostrado, a trav¨¦s de las encuestas, por este movimiento.
El regalo pill¨® a los indignados en plena discusi¨®n de la t¨¢ctica a seguir para mantener vivo el movimiento, cuando las acampadas daban s¨ªntomas de un agotamiento que conduc¨ªa inevitablemente a la marginalidad y a la paulatina desaparici¨®n de la escena medi¨¢tica. Surgi¨® la idea del marcaje directo a los pol¨ªticos. En principio, pod¨ªa parecer razonable aumentar la presi¨®n sobre quienes podr¨ªan emprender las reformas necesarias para renovar el sistema democr¨¢tico. En la pr¨¢ctica el marcaje se ha convertido en intimidaci¨®n. Con el agravante del car¨¢cter simb¨®lico negativo que tiene tanto tratar de impedir la entrada de los diputados a los Parlamentos como el inquietante gesto, por lo menos para los que tenemos memoria, de marcar con espray a algunos de ellos. El Movimiento 15-M, en sus diversas variantes, ha dado con estas acciones los argumentos que necesitaban los que, desde el primer momento, esperaban la circunstancia adecuada para desacreditarlos y para transmitir a la opini¨®n p¨²blica una imagen falsa de ellos, como grupos antisistema desestabilizadores. Los indignados corren el riesgo de empezar a perder la batalla de la comunicaci¨®n.
Los indignados corren el riesgo de empezar a perder la batalla de la comunicaci¨®n
Mantener un movimiento en la calle es muy complicado, salvo que se produzca una movilizaci¨®n masiva de la ciudadan¨ªa. La duraci¨®n de la protesta reduce inevitablemente el n¨²mero de participantes y la radicaliza. Estos movimientos siempre tienen dos almas: el alma reformista y pac¨ªfica y el alma revolucionaria y agresiva. Mientras el n¨²mero de movilizados es grande se mantiene el car¨¢cter c¨ªvico y los grupos m¨¢s radicales no encuentran espacio favorable para hacerse notar. Pero a medida que se va perdiendo afluencia y que el grupo se reduce a los m¨¢s militantes, el peso de los radicales crece. Y con ello, la posibilidad de cometer acciones que les desprestigien. En Catalu?a, el Gobierno catal¨¢n estaba esperando el error desde la fallida operaci¨®n policial de limpieza de la plaza Catalu?a, de la que los indignados salieron reforzados por la desproporci¨®n de la actuaci¨®n policial. El intento de impedir la entrada de los diputados al pleno de los recortes ha sido h¨¢bilmente administrado por las autoridades para romper el efecto de simpat¨ªa que se hab¨ªa instalado en la opini¨®n p¨²blica, a pesar de alg¨²n exceso de escenificaci¨®n, como la entrada del presidente Mas y algunos consellers en helic¨®ptero, que favorece la imagen buscada por los manifestantes de un Parlamento blindado, lejos de la ciudadan¨ªa.
Ser¨ªa, sin embargo, un disparate que tanto los Gobiernos como los partidos pol¨ªticos y los medios de comunicaci¨®n dieran por amortizado el movimiento y se limitaran a la criminalizaci¨®n de lo que quede de ¨¦l. Ser¨ªa equivocado, por dos razones: porque los motivos para la protesta existen -tanto los que tienen que ver con la gesti¨®n de la crisis, como los relacionados con la calidad de la democracia- y porque, independientemente de la suerte de estas movilizaciones, una gran parte de la ciudadan¨ªa seguir¨¢ considerando fundadas sus cr¨ªticas y muchas de sus propuestas. Una democracia representativa digna de este nombre tiene que ser capaz de hacer suyas estas demandas y asumir las reformas necesarias.
Por dos caminos se llega al mismo malestar: unas pol¨ªticas econ¨®micas de los grandes partidos montadas sobre el mito de la austeridad, que en casi nada se diferencian, que mucha gente percibe como la consagraci¨®n de los privilegios de unos pocos, en direcci¨®n a lo que Paul Krugman ha llamado "una sociedad de rentistas: banqueros y grandes fortunas", y el abandono a su suerte de la econom¨ªa productiva (condenada por el cr¨¦dito) y de las clases populares. Y un sistema democr¨¢tico cada vez m¨¢s cerrado sobre s¨ª mismo, en el que se produce la alternancia pero sin alternativa, y en el que se cultiva la indiferencia y el miedo, reduciendo la democracia al voto cada cuatro a?os. En el malestar crece una idea tan peligrosa como real: el espacio de las opciones que ofrecen los partidos tradicionales es cada vez m¨¢s estrecho. Y cada vez hay m¨¢s gente que no se siente representada en ¨¦l. Por la salud de la democracia, los partidos no pueden mirar a otra parte.
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