Desde este lado, desde el otro lado.
"Barcelona. Pen¨¦lope Cruz", dice el taxista sonriendo en el retrovisor, con su fuerte acento chino, cuando le digo que soy de Espa?a. En seguida le viene otro recuerdo que me comunica con satisfacci¨®n: "Copa del Mundo. Campeones". ?l hab¨ªa conjeturado primero que yo ser¨ªa italiano o israel¨ª. Cuando le hago la pregunta que hace aqu¨ª todo el mundo, y usted de d¨®nde viene, se le pone en la cara una gran sonrisa de orgullo: "I am ABC: American Born Chinese". Que alguien sea a la vez completamente chino y completamente americano es algo dif¨ªcil de comprender en Europa, y quiz¨¢s m¨¢s a¨²n en pa¨ªses como Espa?a, tan obsesionados desde los tiempos de la Inquisici¨®n con la pureza del origen, con la limpieza de sangre, sea ¨¦sta patri¨®tica, religiosa, ideol¨®gica, hasta futbol¨ªstica. Este taxista animoso y excepcionalmente pulcro que resume su idea de Espa?a en Pen¨¦lope Cruz, en Barcelona y en la Copa del Mundo se declara chino y americano con la misma naturalidad con la que aquel otro que tom¨¦ hace unos d¨ªas se defini¨® como "a Pakistani New Yorker". ?bamos en silencio escuchando la radio del taxi y en un bolet¨ªn de noticias contaron que una bomba acababa de estallar en una mezquita de Pakist¨¢n, con la consiguiente mortandad. El hombre se volvi¨® un momento hacia m¨ª con un gesto de pesadumbre: "Es mucho m¨¢s seguro ser musulm¨¢n en Am¨¦rica que en mi pa¨ªs", me dijo, y me cont¨® luego que hab¨ªa emigrado hac¨ªa veinte a?os, y que su ciudad y la de sus hijos ya era Nueva York, aunque a?oraba siempre Pakist¨¢n. De hecho, con su gorrito y su barba, con su acento tan cerrado, pod¨ªa haber llegado no veinte a?os, sino veinte d¨ªas atr¨¢s.
Y tambi¨¦n ¨¦l ten¨ªa una idea de Espa?a, mucho m¨¢s sofisticada que la de su colega chino, como cab¨ªa deducir del hecho de que fuera escuchando la radio p¨²blica: hab¨ªa le¨ªdo sobre la transici¨®n de la dictadura a la democracia, y por supuesto sobre la edad de oro del islam medieval en Al Andalus.
Cuando en Espa?a se habla de "los americanos" -nadie en el mundo real dice "los estadounidenses", por m¨¢s que se empe?en los redactores de los libros de estilo-, la imagen mental que se invoca es la de un hombre vagamente anglosaj¨®n o germ¨¢nico con sobrepeso y tal vez con musculatura excesiva, con un aspecto as¨¦ptico de salud y tal vez de forzado optimismo, probablemente religioso, y por lo tanto reaccionario, aficionado a agitar la bandera y a llevarse la mano al coraz¨®n en cuanto suena su himno nacional. Si el que imagina al americano se considera a s¨ª mismo muy de izquierdas lo llamar¨¢ yanqui, incluso gringo, en algunos casos extremos de vehemencia antiimperialista; y si el imaginador es de derechas lo ver¨¢ como un modelo de todas aquellas virtudes que luctuosamente faltan en Espa?a: el amor a la familia, la iniciativa individual, el patriotismo, la fe cristiana sin complejos, el rechazo orgulloso a la intromisi¨®n del Estado en las libertades personales. En lo que no es improbable que se pongan de acuerdo los dos, por encima del sectarismo que los dividir¨¢ en cualquier otro aspecto de la vida, es en la afici¨®n indiscriminada a los productos y a los h¨¢bitos de consumo alimentario o mental que vienen de Estados Unidos y en una queja entre despectiva y melanc¨®lica: los americanos son tan ignorantes de la geograf¨ªa que no saben situar a Espa?a en un mapa. ?Algunos incluso piensan que somos un pa¨ªs de Sudam¨¦rica!
Me he encontrado con muchos americanos en mi vida, una parte de la cual la paso rodeada de ellos. No he conocido a ninguno que padezca esa c¨¦lebre lacra geogr¨¢fica, si bien me pregunto cu¨¢ntos de los espa?oles que se quejan de ella y que parecen haberla constatado personalmente sabr¨ªan decir, por ejemplo, d¨®nde est¨¢ Indonesia. Hay muchas m¨¢s formas de ser plenamente americano de las que imaginamos en Europa, y si es cierto que algunas de ellas se parecen a ese conveniente estereotipo al que no nos cuesta nada sentirnos superiores, tambi¨¦n lo es que en la fisonom¨ªa del pa¨ªs cada vez se acent¨²an m¨¢s los rasgos de una diversidad alucinante, dentro de la cual los blancos anglosajones son ya en muchos lugares una minor¨ªa. Americana es, con plena conciencia y a todos los efectos, la mujer bengal¨ª con sari y anillo de oro en la nariz que me atiende en la caja de una droguer¨ªa; y tambi¨¦n lo es mi antiguo portero, David Jim¨¦nez, que lleg¨® ilegal de Guatemala huyendo de la guerra civil hace casi treinta a?os y hoy tiene un hijo que ha servido en Irak y una hija que est¨¢ doctor¨¢ndose en leyes, y el portero de ahora, Damir, que escap¨® de Montenegro para que no lo enrolaran en el ej¨¦rcito serbio, y que me ha pedido que cuando vuelva le lleve un ch¨¢ndal del Barcelona, aunque ¨¦l tiene m¨¢s simpat¨ªas por el Real Madrid. Damir solo conoce una expresi¨®n en espa?ol, y la pronuncia muy cuidadosamente: "El cl¨¢sico".
Casi tantas variedades como hay de americanos las hay de visiones de Espa?a. Si el taxista paquistan¨ª se acordaba de Al Andalus con cierta nostalgia de para¨ªso perdido, muchos jud¨ªos piensan en la Espa?a de la expulsi¨®n con una mezcla muy viva de reproche y de simpat¨ªa. Est¨¢ la Espa?a de la leyenda rom¨¢ntica de la Guerra Civil, tan hecha de buena voluntad progresista como de prejuicios inamovibles sobre la calidad de nuestras libertades, en¨¦rgicamente alimentados por la exportaci¨®n de nuestros sectarismos internos. Entre el cerrilismo de unos y la frivolidad oportunista de otros hemos logrado, en los ¨²ltimos a?os, transmitir la imagen de un pa¨ªs sombr¨ªo que no logra desprenderse del maleficio negro del pasado. Explicar que ese pa¨ªs es una democracia m¨¢s avanzada en muchos aspectos que la americana, sin pena de muerte ni cadena perpetua, con matrimonio homosexual, puede convertirse en una tarea fatigosa. En las universidades, en las que ya quedan pocos rastros de la generaci¨®n de profesores espa?oles que lleg¨® con el exilio republicano, la corriente ideol¨®gica anticolonial acent¨²a el indigenismo y la Leyenda Negra. A lo espa?ol peninsular le falta glamour pol¨ªtico en los departamentos de espa?ol, y prestigio de universalidad en los de literatura comparada, de modo que lo mejor de nuestra cultura queda en una especie de limbo intelectual del que emergen si acaso Pedro Almod¨®var, la fiesta de los toros, las fosas de la Guerra Civil y la ya mencionada Pen¨¦lope Cruz.
Por encima de los malentendidos y los estereotipos, una realidad se impone: cuando americanos y espa?oles se encuentran de verdad, de uno en uno, suelen llevarse muy bien. Ayuda quiz¨¢s la falta de formalidad, la disposici¨®n efusiva. Y por el lado espa?ol todo lo hace m¨¢s f¨¢cil el grado de americanizaci¨®n m¨¢s o menos inconsciente de muchas costumbres que hasta los m¨¢s furiosos antiimperialistas han adoptado como propias, empezando por el mimetismo exacto en los lenguajes de la correcci¨®n pol¨ªtica, traducidos literalmente del ingl¨¦s. Lo parad¨®jico del antiamericanismo espa?ol es su perfecta compatibilidad con la adhesi¨®n apasionada a algunos de los rasgos m¨¢s insalubres de la cultura de consumo americana: los grandes centros comerciales, la comida basura, las bebidas carb¨®nicas muy azucaradas, el cine m¨¢s aparatoso y m¨¢s vulgar, el juvenilismo bobo de las series menos interesantes de la televisi¨®n. La calamidad del doblaje lo agrava todo, al infectar el idioma, de modo que la s¨®lida ignorancia nacional del ingl¨¦s no estorba la degradaci¨®n del castellano. Un pa¨ªs en el que las verduras se llaman vegetales y las detenciones arrestos, en el que la gente entra al cine abrazada a un macet¨®n de palomitas y los cronistas de los peri¨®dicos escriben imitando las malas traducciones de novelas policiales o los doblajes de las pel¨ªculas -el tipo era un jodido perdedor, por ejemplo est¨¢ claro que en el fondo no se toma muy en serio su antiamericanismo.
Nuestro talento para imitar exclusivamente lo menos interesante o saludable de una cultura no impide, sin embargo, que seamos capaces de admirar lo mejor de ella cuando lo encontramos de cerca, sin la interferencia de los prejuicios y los lugares comunes. Acostumbrados a las escalas reducidas de nuestro pa¨ªs, a una naturaleza casi siempre muy domesticada, la amplitud de los paisajes de Estados Unidos, la pura sensaci¨®n del espacio, la desmesura de las obras humanas y de los dones naturales, provocan siempre en nosotros un asombro entusiasta. Un espa?ol se aclimata bien a la disciplina americana del trabajo, y responde en seguida a la cordialidad y a la exigencia que all¨ª suelen ser simult¨¢neas. Afligidos por la indigencia c¨ªvica, por la falta de est¨ªmulos y el poco respeto a lo bien hecho que son comunes en nuestro pa¨ªs, los espa?oles reaccionan con agradecimiento y eficacia en un entorno m¨¢s favorable al esfuerzo y al m¨¦rito. No es que en Estados Unidos no haya cinismo, envidia o desgana: es que no tienen prestigio.
Casi en la misma medida, hay virtudes espa?olas que les sientan muy bien a los americanos, y que alimentan ese amor incondicional de muchos de ellos hacia nuestro pa¨ªs: una cierta sensualidad en el disfrute de la vida, una mayor fluidez entre los placeres y las obligaciones, una riqueza de afectividades que les sirven para mitigar una entrega excesiva al trabajo, a la competitividad, al individualismo. En Estados Unidos un espa?ol aprende a tomar conciencia de la responsabilidad personal en el cumplimiento del trabajo y de los derechos y los deberes c¨ªvicos, no en las abstracciones verbosas de la pol¨ªtica o de la ideolog¨ªa, sino en la inmediatez de la vida pr¨¢ctica. Tambi¨¦n aprende algo que varios siglos de ortodoxia cat¨®lica obligatoria, aislamiento y absolutismos pol¨ªticos nos hace muy dif¨ªcil aceptar en la pr¨¢ctica: que las ideas, las creencias y las costumbres de otros son tan leg¨ªtimas como las nuestras, sin m¨¢s l¨ªmites que los del imperio de la ley, que est¨¢ hecha de unos cuantos acuerdos b¨¢sicos, tan sagrados como las innumerables diferencias que amparan.
Y en Espa?a un americano aprende una cierta dulzura y flexibilidad de la vida, un grado mayor de confianza en lo imprevisto, y en un modelo de organizaci¨®n social en el que algunas instituciones p¨²blicas pueden garantizar los bienes b¨¢sicos de la educaci¨®n y la salud con m¨¢s justicia y hasta con m¨¢s eficacia que la iniciativa privada. Y tambi¨¦n aprende a armarse de una paciencia inmensa hacia los lugares comunes que escuchar¨¢ cada d¨ªa sobre su pa¨ªs.
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