El escritor aislado
Creo que la mayor¨ªa de los escritores tendemos a sentirnos aislados y adem¨¢s deseamos estarlo, sobre todo a partir de cierta edad. Quiz¨¢ no sea as¨ª al principio -y para los que empiezan j¨®venes-. En a?os tempranos se produce la ilusi¨®n de pertenecer a un nuevo grupo o generaci¨®n, supuestamente renovadores. A menudo se desprecia a los autores que nos precedieron justo antes, principalmente a los del propio pa¨ªs o a los de la propia lengua. Se los juzga equivocados, desfasados, antiguos, no se tiene ninguna conmiseraci¨®n por ellos y hay prisa por jubilarlos. De manera a veces injusta, se les niega toda val¨ªa y se los considera un tropiezo en la historia de la literatura, destinado a pasar pronto al olvido. Esos j¨®venes saltan por encima de sus padres literarios y con frecuencia "recuperan" a sus abuelos, a los que ya ven d¨¦biles, poco amenazantes y en retirada. Pero esta sensaci¨®n de compa?¨ªa y combate, de formar parte de un grupo "innovador", no dura mucho. En el momento en que un escritor deja de mirar a su alrededor, deja de preocuparse por el "estado" o el "futuro de la literatura" en su pa¨ªs o en su lengua -descubre que eso es lo que menos le importa y que adem¨¢s no es responsabilidad suya-, y se dedica a lo que le toca dedicarse, es decir, a escribir su obra como si no hubiera ninguna otra en el mundo, en ese momento comienza a sentirse aislado. En parte por su propia voluntad, en parte porque no le queda m¨¢s remedio si quiere sacar adelante sus escritos.
El escritor sabe que el pa¨ªs en que naci¨® y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios
No se trata s¨®lo, claro est¨¢, de la famosa -y cierta- soledad en que lleva a cabo su tarea, sobre la cual mucho se ha escrito y que no tiene mayor transcendencia: es la forma de pasar sus d¨ªas que el novelista elige -el novelista m¨¢s que el poeta, el dramaturgo o incluso el ensayista-, como otros individuos eligen o se ven obligados a pasarlos en una oficina o en una f¨¢brica, en permanente acompa?amiento. Se trata, m¨¢s que nada, de la necesidad que siente de ser casi ¨²nico, de no verse ya nunca m¨¢s como mero miembro intercambiable de una generaci¨®n o grupo, ni siquiera como "hijo de su tiempo". Nada molesta tanto al verdadero escritor como los cr¨ªticos, los profesores y los periodistas culturales, que se empe?an en ponerle etiquetas y encuadrarlo, en establecer relaciones entre su obra y la de sus contempor¨¢neos, en adscribirlo a tendencias a las que presuntamente pertenece, o a movimientos, o a modas, en calificarlo de "novelista realista" o "hist¨®rico" o de "autor literario" -esa gran estupidez y redundancia que ya ha adquirido carta de naturaleza en nuestra est¨²pida ¨¦poca-, o de cultivador de la "autoficci¨®n" -otra de las majader¨ªas hoy reinantes-, o de "escritor postmoderno" -nunca he sabido lo que significaba ese adjetivo, que por suerte ya va cayendo en desuso-. Tambi¨¦n le revienta, al verdadero escritor, que se le busque y adjudique un "lugar" en la tradici¨®n de su pa¨ªs o de su lengua, que se lo "entronque" con esa tradici¨®n o con los viejos maestros. El escritor sabe que el pa¨ªs en que naci¨® y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios, algo hasta cierto punto accidental, azaroso y reversible. Sabe que Proust podr¨ªa haber existido en italiano o ingl¨¦s, Lampedusa en espa?ol o alem¨¢n, Thomas Mann en checo o en sueco, incluso Cervantes en franc¨¦s o portugu¨¦s: sabe que la lengua no es m¨¢s que un veh¨ªculo, una herramienta, nunca un fin en s¨ª mismo ni algo sagrado, en modo alguno superior a quienes se valen de ella. No determina nada, o si acaso s¨®lo en los autores "ornamentales", aquellos que en espa?ol, por ejemplo, parecen querer o¨ªr "?Ol¨¦!" tras cada frase castiza, primorosa o garbosa. De poco le sirve al escritor compartir el idioma con Shakespeare o Dante, Montaigne o H?lderlin, Conrad o Nabokov o Wittgenstein. Menos a¨²n cuando recuerda que los tres ¨²ltimos cambiaron de lengua en alg¨²n momento de sus vidas y eligieron en cu¨¢l deseaban expresarse.
Al escritor le fastidia todo esto, y es conveniente que le fastidie. Porque s¨®lo si trabaja en la falsa creencia de que su libro es el ¨²nico libro existente en el mundo, lograr¨¢ sacarlo adelante y completarlo. Si levanta la cabeza de la m¨¢quina o del ordenador -yo escribo a¨²n a m¨¢quina-, si mira hacia el pasado o hacia el futuro y ve su trabajo reducido a un nombre m¨¢s en una inacabable lista; o si mira hacia el presente y se distrae pregunt¨¢ndose c¨®mo les va a sus colegas, qu¨¦ estar¨¢n haciendo y qu¨¦ han conseguido y cu¨¢nta originalidad o profundidad hay en ellos; o si piensa en sus predecesores y no digamos si se deja aplastar por cuanto de maravilloso se ha escrito antes y seguramente se escribir¨¢ despu¨¦s de su vacilante paso por la tierra, entonces est¨¢ perdido. Por eso el escritor precisa aislarse, mientras escribe. No hace falta decir que s¨®lo entonces. En realidad sabe bien que su creencia, como acabo de decir, es falsa y adem¨¢s pasajera. Sabe que su obra, una vez que salga de su habitaci¨®n y se exponga a otros ojos y sea publicada, se confundir¨¢ con centenares de millares de otras obras, y la ver¨¢ como una gota en el oc¨¦ano que, como todas las dem¨¢s, pedir¨¢ ser atendida. Tendr¨¢ la sensaci¨®n de que, si algo es, es superflua.
Al escritor actual, adem¨¢s, no le cabe ya la posibilidad o consuelo de pensar en la posteridad, de refugiarse en lo venidero lejano, de confiar en que el tiempo haga su labor de selecci¨®n misteriosa y lo se?ale un d¨ªa en el que ¨¦l ya estar¨¢ presente. Pensar en la posteridad siempre fue un poco rid¨ªculo y un bastante pat¨¦tico. Hoy en d¨ªa es grotesco, cuando la duraci¨®n de las cosas se va reduciendo siempre m¨¢s y m¨¢s -y a velocidad de v¨¦rtigo-; cuando la aparici¨®n de una pel¨ªcula, una m¨²sica, un libro, los convierte ya en "cosa pasada"; cuando da la impresi¨®n de que s¨®lo existe lo que a¨²n no existe y se anuncia, y de que la mera existencia de algo -la pel¨ªcula que ya puede verse, la m¨²sica que ya puede o¨ªrse, el libro que ya puede leerse- dictamina su caducidad, lo hace "pret¨¦rito". Esto ya est¨¢ visto, o¨ªdo, le¨ªdo, venga ahora algo nuevo, es decir, que debamos aguardar todav¨ªa. Es como si la idea de perdurabilidad perteneciera ya s¨®lo a otras ¨¦pocas, y dicha perdurabilidad, por tanto, estuviera nada m¨¢s al alcance de aquellos que ya la lograron -Shakespeare, Montaigne, Cervantes, incluso Conrad y Nabokov- en los tiempos en que tal idea ten¨ªa cabida o era posible. Como si ya no fuera alcanzable para ninguno de los que estamos vivos. Pensar hoy que se nos recordar¨¢ est¨¢ re?ido con el hoy que vemos, en el que todo resulta "viejo" por el simple hecho de haber nacido. Es incompatible con cuanto nos rodea; es, en efecto, grotesco, y el escritor actual se siente por ello a¨²n m¨¢s aislado y fugitivo. "En realidad s¨®lo existo mientras escribo", piensa. "Es decir, mientras nadie me ve y mientras nadie conoce lo que estoy haciendo. Parad¨®jicamente, existo s¨®lo mientras mi tarea y yo estamos ocultos, cuando para el mundo a¨²n no somos. Dejaremos de existir, en cambio, y nos confundiremos con la turbamulta impaciente y veloz que todo lo engulle y digiere y expulsa, en cuanto aparezcamos". "Publication is the auction of the mind of man", escribi¨® Emily Dickinson, y es una cita a la que recurro a menudo: "La publicaci¨®n es la subasta de la mente del hombre", o "de la mente humana", como se prefiera. Es el infame contacto con lo exterior, con la muchedumbre, con los millones de p¨¢ginas parecidas a las nuestras, animadas por semejante impulso. Es la obligaci¨®n de vernos enmarcados en la tradici¨®n, sea la de nuestro pa¨ªs, la de nuestra lengua o la de la historia entera de la literatura (como nota a pie de p¨¢gina, probablemente). Es la evidencia de que, lejos de ser ¨²nicos, tenemos mucho que ver con nuestros predecesores y con nuestros contempor¨¢neos: de que los primeros, a los que tal vez ni siquiera hemos le¨ªdo, hicieron lo mismo que nosotros mucho antes; y de que los segundos, sin conocernos ni saber de nuestra existencia, escriben cosas enojosamente conectadas con las nuestras. Es el doloroso momento de aceptar que hay un Zeitgeist, y de que estamos involuntaria e inconscientemente a su servicio.
De vez en cuando hay un recordatorio a¨²n mayor de que somos un nombre m¨¢s que se a?ade a otros muchos, de que formamos parte de una lista. Esta ocasi¨®n es uno de esos recordatorios, aunque se revista de la forma m¨¢s agradable posible. Creo que, entre los premios que he recibido (la mayor¨ªa extranjeros, rara vez espa?oles), nunca hab¨ªa sido honrado con uno tan antiguo como este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, que comenz¨® a otorgarse, seg¨²n he visto en su lista, en 1965. En ella encuentra uno nombres, por tanto, que no s¨®lo admir¨® desde muy joven -cuando s¨®lo era lector, y ni siquiera escritor oculto-, sino que le parece que estuvieron a tiempo de alcanzar la posteridad, puesto que su ¨¦poca admit¨ªa a¨²n ese concepto: nombres como el del gran poeta Auden y el dramaturgo Ionesco, el magn¨ªfico Italo Calvino y Simone de Beauvoir, D¨¹rrenmatt y Manganelli. Figuras que uno vio como extraterrestres, en alg¨²n caso desde la infancia, y con las que estuvo seguro de no tener nada que ver, inalcanzables, por la distancia de edad y por la distancia art¨ªstica. Luego ve otros nombres admirables, pero de escritores a¨²n vivos o reci¨¦n muertos y pertenecientes, en consecuencia, a los tiempos confusos, desmemoriados y raudos en que nos movemos: Kundera y Rushdie, Esterh¨¢zy y Lobo Antunes, Eco y Sempr¨²n, Barnes y Enquist y Magris. A alguno de ellos lo he conocido brevemente, incluso, pero -c¨®mo decirlo- para m¨ª siempre han sido "ellos", "los otros", aquellos a quienes le¨ªa y de quienes me sent¨ªa separado. De modo que al recibir este Premio de Literatura Europa del Estado Austriaco, no puedo evitar experimentar una gran perplejidad (a la vez que agradecimiento) al ver mi nombre a?adido a una lista que me hace ser menos yo y existir menos. O tal vez me haga existir un poco m¨¢s, qui¨¦n sabe, cuando, como ahora, no estoy encerrado en mi habitaci¨®n, o a escondidas, tecleando en mi vieja y anacr¨®nica m¨¢quina (o "jugando en casa, como un ni?o, con papel", como dijo Stevenson), y en modo alguno puedo creer que mis libros est¨¦n aislados. Cuando con benevolencia y claridad se me muestra, por el contrario, que, me guste o no, forman parte de una muy larga y noble cadena llamada literatura europea. Muchas gracias.
Javier Mar¨ªas recibi¨® el pasado mes de julio en Salzburgo el Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco. Este es el discurso que pronunci¨® en la entrega del galard¨®n.
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