Teor¨ªa y pr¨¢ctica del tiranicidio
Matar al dictador ca¨ªdo, como Gadafi, sit¨²a al ganador de la guerra en la posici¨®n de un libertador - El espect¨¢culo macabro tiene algo de tot¨¦mico
Las primeras noticias procedentes de Sirte la ma?ana del 20 de octubre daban cuenta de la detenci¨®n de Gadafi. Pocas horas despu¨¦s las informaciones no hablaban ya de la detenci¨®n, sino de la muerte del dictador libio. Seg¨²n la nueva versi¨®n de los hechos, habr¨ªa sido alcanzado durante un bombardeo de la Alianza Atl¨¢ntica contra el convoy en el que trataba de huir. Un v¨ªdeo de escasa calidad, grabado desde un tel¨¦fono m¨®vil, parec¨ªa corroborarlo: en ¨¦l se observaba la imagen de un cad¨¢ver con el rostro contra el suelo y rodeado de hombres armados que se esforzaban por darle la vuelta, como si su intenci¨®n fuera identificarlo. Solo con la ayuda de un pa?o alrededor de la mand¨ªbula lo consiguen, y entonces s¨ª, por un breve instante aparecen unos rasgos familiares que podr¨ªan ser los de Gadafi.
Los pensadores han debatido durante siglos el derecho a liquidar al d¨¦spota
Al asumir el riesgo, el que asesina al l¨ªder se refuerza ante los que fueron pasivos
El derrocamiento de Ben Ali o Mubarak era de todos y de nadie
Dicen "sois libios libres" para sugerir: "A nosotros nos deb¨¦is la libertad"
Las dudas acerca de si se trataba de su cad¨¢ver no quedar¨ªan despejadas, sin embargo, por el an¨¢lisis minucioso de este primer v¨ªdeo, sino por la inmediata aparici¨®n de otro, tambi¨¦n de escasa calidad y tambi¨¦n grabado desde un tel¨¦fono m¨®vil. En ¨¦l es Gadafi, indiscutiblemente Gadafi, quien avanza dando traspi¨¦s entre milicianos armados. La inercia de la versi¨®n anterior se proyecta sobre la siguiente: la sangre en el cuello de Gadafi y sobre sus ropas -se piensa en esos instantes de confusi¨®n- debe de ser el resultado de las graves heridas recibidas durante el ataque de la Alianza Atl¨¢ntica, y a las que supuestamente habr¨ªa sucumbido. Nuevos v¨ªdeos, sin embargo, desmintieron con descarnada contundencia todas las versiones previas: Gadafi hab¨ªa sido apresado con vida, linchado por sus captores y, al parecer, asesinado de un tiro en la sien.
No era, con todo, el final, sino el comienzo de un espect¨¢culo macabro que se prolongar¨ªa durante cuatro d¨ªas en una improvisada morgue de la cercana ciudad de Misrata; en realidad, la c¨¢mara frigor¨ªfica de un mercado en la que semidesnudo sobre un colch¨®n, primero a solas y despu¨¦s en compa?¨ªa del cad¨¢ver de su hijo Mutasim, Gadafi ser¨ªa expuesto al escarnio p¨²blico hasta el amanecer del pasado martes, cuando fue enterrado en alg¨²n lugar del desierto. Adem¨¢s de los v¨ªdeos que registran los instantes finales de Gadafi, fueron apareciendo otros que recogen los de su hijo Mutasim, detenido en lo que parece un sal¨®n dom¨¦stico con la pared empapelada y bebiendo agua de una botella de pl¨¢stico. Alguien lo increpa desde detr¨¢s del objetivo, ¨¦l responde con altaner¨ªa. El v¨ªdeo se detiene en ese momento, y la siguiente imagen de Mutasim es aquella en la que aparece muerto junto a su padre.
Gadafi expuesto sin vida en la c¨¢mara frigor¨ªfica de un mercado de Misrata ha pasado a formar parte, no ya de la n¨®mina de los dictadores derrocados, sino de otra m¨¢s escalofriante y estricta en la que se encuentran los que, adem¨¢s de derrocados, fueron linchados antes de morir y su cad¨¢ver mostrado como trofeo y librado a la profanaci¨®n. Los hechos de los que dan testimonio los v¨ªdeos grabados el 20 de octubre dejan en mal lugar al Consejo Nacional de Transici¨®n, bien porque los consinti¨®, bien porque careci¨® de autoridad para impedirlos. En el primer caso, el asesinato de Gadafi y los suyos har¨ªan presagiar que, si nada lo remedia, la tiran¨ªa sobreviva al tirano, reponiendo a otro en el puesto vacante; en el segundo, que la guerra civil contra Gadafi pudiera ser el pre¨¢mbulo de otra entre las diversas milicias armadas y solo unidas hasta ahora por la existencia de un enemigo com¨²n.
El l¨ªder del Consejo Nacional de Transici¨®n, Mustafa Abdel Jalil, pronunci¨® el primer discurso tras la muerte de Gadafi y el final definitivo de su r¨¦gimen en la plaza de los M¨¢rtires en Tr¨ªpoli, y muchos libios se preguntaron por qu¨¦ no lo hizo en otras ciudades que hab¨ªan participado con m¨¢s determinaci¨®n en la lucha. Tambi¨¦n afirm¨® que la shar¨ªa inspirar¨ªa la nueva legislaci¨®n, y, de nuevo, muchos libios se preguntaron por qu¨¦ Abdel Jalil tomaba en solitario una decisi¨®n que no le correspond¨ªa. Las razones pol¨ªticas detr¨¢s de estas inquietudes, de estas preguntas, son f¨¢cilmente reconocibles, y tienen que ver con el origen territorial de los grupos rebeldes y con su diferente adscripci¨®n ideol¨®gica. Ahora bien, la respuesta a por qu¨¦ Abdel Jalil se crey¨® legitimado para decidir en solitario un asunto crucial en el futuro de Libia est¨¢ relacionada con un problema cl¨¢sico de la teolog¨ªa que, al secularizarse los fundamentos del poder, pas¨® al ¨¢mbito de la filosof¨ªa; tiene que ver, en fin, con la teor¨ªa y con la pr¨¢ctica del tiranicidio.
El jesuita Juan de Mariana (1536-1624) es reconocido como uno de los principales defensores del derecho a deponer a un monarca y, en general, a un gobernante, cuando incumple las obligaciones m¨¢s elementales con los gobernados, en la estela de santo Tom¨¢s. Como este, Mariana concentra el grueso de sus argumentos en el momento previo a la ejecuci¨®n del tiranicidio, en la controversia acerca de si puede ser o no justificado. No presta tanta atenci¨®n, en cambio, al momento posterior, al derecho que adquiere, o cree adquirir, quien ha acabado materialmente con el tirano, y que se concreta como derecho a decidir ante s¨ª y por s¨ª el orden pol¨ªtico que se instaurar¨¢ a continuaci¨®n. Al haber arriesgado su vida, el autor de un tiranicidio siente que este derecho suyo es superior al de quienes se mantuvieron pasivos ante el tirano, por connivencia, por temor o por cualquier otro motivo.
Este y no otro es el razonamiento que hace Lorenzino de M¨¦dicis, el Lorenzaccio de la obra hom¨®nima de Alfred de Musset, en Apolog¨ªa de un asesinato, un texto en el que el autor de un tiranicidio explica abiertamente sus sentimientos y razones. En 1537, Lorenzino da muerte a su primo Alejandro, duque de Florencia, con quien hab¨ªa compartido las juergas y arbitrariedades que sumieron en el desgobierno y el caos a la ciudad. En respuesta a quienes le condenan por haber asesinado a su primo, Lorenzino defiende en la Apolog¨ªa que su acto obedec¨ªa a un deseo de libertad, el m¨¢s noble de todos los deseos humanos, y que, por tanto, deb¨ªa ser considerado como un tiranicidio, no como un crimen com¨²n. Pero a?ade, no sin un punto de provocaci¨®n, que una vez ejecutado, y viendo las reacciones, lleg¨® a resultarle dif¨ªcil decidir si Alejandro merec¨ªa mayor castigo por su maldad que el pueblo de Florencia, al que acusa de cobarde, por haberla soportado. "Aceptar el statu quo", prosigue Lorenzino, intentando justificar que la situaci¨®n de Florencia fuera a peor despu¨¦s del asesinato de Alejandro, "era m¨¢s peligroso que enrolarse, con alguna esperanza de ¨¦xito, en la tarea de liberar la patria".
Abdel Jalil, lo mismo que tantos caudillos, tantos hombres providenciales en tantas ¨¦pocas y lugares, suscribir¨ªa seguramente las palabras de Lorenzino acerca de "la tarea de liberar a la patria". Qui¨¦n sabe si, adem¨¢s, no se habr¨¢n sentido acosados en alg¨²n momento dif¨ªcil de las guerras que libraron por las palabras anteriores, en las que Lorenzino se confiesa atrapado en el dilema de decidir si Alejandro era m¨¢s culpable por sus maldades que el pueblo de Florencia por soportarlas. Desde la perspectiva hacia la que apunta vagamente Lorenzino, arrogarse el derecho a decidir el orden que suceder¨¢ al derrocado, seg¨²n hizo Abdel Jalil en su primer discurso tras el linchamiento y muerte de Gadafi, puede ser expresi¨®n de la fe que empuj¨® a la lucha, sea una fe religiosa o pol¨ªtica. Pero podr¨ªa ser tambi¨¦n una f¨®rmula para evitar que el autor del tiranicidio no sucumba a la sospecha de haber puesto la vida en juego por la libertad de un pueblo que no lo merecer¨ªa del todo, culpable de haber soportado al tirano. Si el autor del tiranicidio no se debe a su pueblo, sino a la fe que le empuj¨® a la lucha y que se apresura a imponer tan pronto el tirano ha perecido, entonces el dilema, la sospecha de Lorenzino pierde cualquier vigencia: el pueblo podr¨¢ ser culpable de haber soportado la tiran¨ªa; la fe, nunca.
La oratoria de Abdel Jalil en el discurso de Tr¨ªpoli sugiere, solo sugiere, que este podr¨ªa ser el caso del Consejo Nacional de Transici¨®n. Abdel Jalil grit¨® literalmente "alzad bien vuestras cabezas, sois libios libres", no "alcemos bien nuestras cabezas, somos libios libres", y la multitud estall¨® en gritos de j¨²bilo. El posible mensaje subrepticio, el posible eco del dilema que expres¨® Lorenzino en la Apolog¨ªa y que solo el tiempo y los acontecimientos determinar¨¢n si alentaba o no en el discurso de Abdel Jalil, era, podr¨ªa ser: "Nosotros, miembros del Consejo Nacional de Transici¨®n, ya la ten¨ªamos alzada y, si ahora sois libios libres, a nosotros nos deb¨¦is la libertad. Haremos con ella lo que mejor convenga, seg¨²n nuestro criterio".
El diferente ¨¢nimo con el que se contempla la revoluci¨®n libia, por un lado, y la tunecina y la egipcia, por el otro, responde a la manera en que se desarrollaron las respectivas revueltas y, en definitiva, los respectivos tiranicidios. La ca¨ªda de Ben Ali y de Mubarak fue obra de las manifestaciones en las plazas, de todos y de nadie, por lo que el orden que suceda al derrocado tendr¨¢ que surgir, en principio, de un pacto que no puede ser en exclusiva de nadie y que, por eso mismo, tendr¨¢ que ser de todos. En Libia, por el contrario, y desde el momento en que Gadafi opt¨® fatalmente por la violencia y la guerra, la ca¨ªda del tirano exigi¨® acciones militares de una vanguardia armada. De esa vanguardia armada hay que esperar, ahora, que se dirija a los libios, participaran o no en la guerra, y lo hicieran en el bando que lo hicieran, para decirles generosamente: "La victoria es vuestra", y no lo que parece deducirse del primer discurso de Abdel Jalil: "Es verdad que conseguimos la victoria en vuestro nombre, pero sus ¨²nicos propietarios somos nosotros".
El espect¨¢culo macabro que se prolong¨® durante cuatro d¨ªas en la c¨¢mara frigor¨ªfica de un mercado de Misrata pudo obedecer a irrefrenables sentimientos de venganza, sin descartar, adem¨¢s, el simple morbo. Era, sin embargo, un espect¨¢culo conocido, en el que cambiaban los protagonistas pero el gui¨®n permanec¨ªa invariable. En Misrata, Gadafi y los suyos recibieron el mismo trato que Mussolini y su amante, Clara Petacci, en Italia, expuestos cabeza abajo desde el dintel de una gasolinera; que Elena y Nicolae Ceaucescu, cubiertos de polvo y derrumbados uno contra el otro tras el fusilamiento en Ruman¨ªa; que Samuel Doe, depuesto y ejecutado en Liberia, mientras una c¨¢mara filmaba las im¨¢genes que luego se esparcir¨ªan por el mundo. Son todos ellos espect¨¢culos que dicen mucho de la condici¨®n humana, pero tambi¨¦n de los fundamentos del poder.
En T¨®tem y tab¨², Freud aventuraba la hip¨®tesis, luego recogida sumariamente en Psicolog¨ªa de las masas, de que la vida social tendr¨ªa como origen el asesinato de un padre tot¨¦mico y un banquete ritual entre los hijos. No son banquetes, desde luego, ni se trata del origen de la vida social sino de cambios pol¨ªticos, pero los espect¨¢culos macabros en torno al cad¨¢ver de los dictadores tienen algo de tot¨¦micos. Quienes participan con m¨¢s entusiasmo, quienes m¨¢s se burlan y m¨¢s se exhiben, parecen apurar el ¨²ltimo momento para demostrar que ellos no soportaron la tiran¨ªa, cancelando sin saberlo el dilema que acosaba a Lorenzino de M¨¦dicis. Tambi¨¦n para dejar constancia ante el nuevo poder que ha emanado del tiranicidio, y del que esperan, si no una participaci¨®n, s¨ª al menos que no les reserve la suerte atroz de quienes colaboraron con el tirano depuesto. Profanando los cad¨¢veres de Gadafi y su hijo en la c¨¢mara frigor¨ªfica de un mercado de Misrata, los libios que filmaban v¨ªdeos y se fotografiaban afirmaban ostentosamente de qu¨¦ lado estaban, qui¨¦n sabe si confiando en que as¨ª nadie les preguntar¨ªa de qu¨¦ lado estuvieron.
Distintas formas de acabar con un d¨¦spota
- Benito Mussolini, 1945. El primer ministro y dictador de Italia fue ejecutado a tiros el 28 de abril de 1945 cerca de Como, al norte del pa¨ªs, junto a su amante, Clara Petacci. Los partisanos que se hab¨ªan rebelado contra el dictador decidieron ejecutarlo en medio de un ambiente de gran confusi¨®n. Sus cad¨¢veres fueron trasladados a Mil¨¢n y, all¨ª, escarnecidos por la multitud.
- Elena y Nicolae Ceaucescu, 1989. El expresidente de Ruman¨ªa, Nicolae Ceaucescu, y su esposa y mano derecha, Elena, fueron ejecutados en diciembre de 1989 despu¨¦s de un juicio sumar¨ªsimo ante un tribunal militar. La pareja -ella fue vicepresidenta del Gobierno y presidenta de la Comisi¨®n de Control del partido- dirigieron el pa¨ªs durante 24 a?os con mano de hierro. El Frente de Salvaci¨®n Nacional les conden¨® por genocidio, demolici¨®n del Estado y acciones armadas contra el Estado y el pueblo, destrucci¨®n de bienes materiales y espirituales, destrucci¨®n de la econom¨ªa nacional y evasi¨®n de 1.000 millones de d¨®lares hacia bancos extranjeros.
- Samuel Doe, 1990. Fue el presidente de Liberia durante 10 a?os. En septiembre de 1990 fue brutalmente torturado y finalmente ejecutado por un grupo de rebeldes; el pa¨ªs viv¨ªa una guerra civil desencadenada por un antiguo colaborador de Doe desde el a?o anterior. La tortura se grab¨® en un v¨ªdeo que luego fue difundido, y el cad¨¢ver de Doe fue expuesto en un hospital de Monrovia.
- Sadam Husein, 2006. El dictador iraqu¨ª fue ejecutado en diciembre de 2006 tras ser condenado por cometer cr¨ªmenes contra la humanidad. Fue juzgado dos veces: por el asesinato de chi¨ªes y por la matanza de kurdos. Las im¨¢genes del ahorcamiento se vieron en las televisiones de todo el mundo. Husein hab¨ªa gobernado Irak durante m¨¢s de dos d¨¦cadas, desde 1979 a 2003.
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