El porvenir de Emma Rouault
Quiz¨¢s con las mejores novelas pasa como con las caras de las personas m¨¢s queridas, que no hay modo de saber recordarlas, y nos sorprenden siempre cuando de nuevo las tenemos delante. La cara es diferente, m¨¢s detallada todav¨ªa en pormenores y significados. La novela es como si nunca la hubi¨¦ramos le¨ªdo. Asombra la insuficiencia del recuerdo, la jactancia tonta de haber dado por supuesto un conocimiento que se nos escapa, incluso de hablar con aplomo sobre algo que en gran parte hab¨ªamos olvidado. Lo que distingue a las mejores novelas es su capacidad perpetua de metamorfosis. Al llamarlas cl¨¢sicas se les atribuye de manera instintiva una inmovilidad de m¨¢rmol. El t¨¦rmino obras maestras las falsifica al convertirlas en monumentos solemnes, y por lo tanto ajenos al presente, m¨¢s adecuados para la reverencia y la ret¨®rica que para la lectura verdadera, pretextos para discursos y centenarios.
En un par de noches de insomnio provocado por el jetlag he terminado Madame Bovary. En el aturdimiento de un despertar a media ma?ana el fulgor de la lectura permanece como el recuerdo de haber vivido una de esas noches memorables de la primera juventud que duraban hasta despu¨¦s del amanecer. James Joyce exig¨ªa un lector ideal que sufriera un insomnio ideal. No creo que Flaubert, tan exigente con su propia escritura, tan propenso a prolongar el trabajo hasta la madrugada, se hubiera conformado con menos. Como todo el mundo, yo pensaba que conoc¨ªa bien Madame Bovary. Pero lo que yo cre¨ªa conocer o recordar era una parte m¨ªnima y bastante enga?osa de esa novela que tiene todav¨ªa un impacto mayor porque parece que hubiera sido escrita ayer mismo, como esos cuadros de hace d¨¦cadas o siglos que nos sobresaltan con el ¨ªmpetu de sus colores y la audacia de su composici¨®n.
La historia que uno cree que recuerda, sobre la que incluso es capaz de disertar con aplomo de experto -la mujer imaginativa que huye a trav¨¦s del adulterio de un matrimonio mediocre y padece luego el castigo de una muerte terrible- resulta ser solo una parte de la novela. Su enunciado simple de melodrama deja de lado una riqueza de personajes y situaciones que mantiene tan alerta al lector como los juegos sutiles del punto de vista. La primera sorpresa de Madame Bovary es que Emma Bovary tarda en aparecer, y que su muerte no es el final de la novela. Lo que hace Flaubert con el punto de vista narrativo es tan moderno, tan sofisticado, que uno ha de mantenerse alerta para no perder el rastro. Casi a cada momento cambia el encuadre y la atenci¨®n ha de ajustarse como la lente de una c¨¢mara a las modificaciones bruscas de cercan¨ªa y distancia. Uno cree recordar una novela escrita en tercera persona, con ese escr¨²pulo de objetividad que consideran tan manido los expertos: en realidad, es una extra?a primera persona la que cuenta la historia, que arranca muy lejos de lo que ser¨¢ luego su centro, en el aula de un internado donde el narrador sin nombre, cuando era ni?o, vio llegar a un alumno nuevo, ese grand¨®n torpe del que todos se burlan. Madame Bovary es la novela de ese chico que no cuadra en la escuela y parece destinado a no tener mucha suerte en la vida, a ser luego un estudiante de medicina mediocre sin dinero ni amigos, a conseguir un puesto ni siquiera de m¨¦dico sino de oficial de sanidad en un pueblo sin lustre, a casarse con una viuda mayor que ¨¦l que le acerca cada noche los pies helados en una triste cama conyugal. Una vez le avisan de madrugada para que vaya a atender a un agricultor pr¨®spero que se ha roto una pierna. Cuando llega a la granja lo recibe la hija joven, que tiene los ojos claros y la mirada directa, las manos demasiado largas y delgadas para ser atractivas, que sabe dibujar bien y tocar el piano y es muy aficionada a los libros, Emma, Emma Rouault. La exviuda amargada y enferma muere al cabo de solo catorce meses de matrimonio. El viudo tosco, t¨ªmido, con pocas ambiciones y menos porvenir, tiene de pronto la oportunidad de casarse con esa mujer joven que le hab¨ªa parecido tan inaccesible que ni se atrev¨ªa a desearla. Extasiado de haberla merecido, colmado de una felicidad er¨®tica que no sab¨ªa que existiera, mira a su esposa tocar el piano. Entonces hay un quiebro s¨²bito y esa m¨²sica la escucha de lejos alguien que pasa de noche por las afueras del pueblo, un oficial de juzgado.
En una carta a Louise Colet Flaubert habla de la extra?a felicidad de desaparecer en la ficci¨®n y ser al mismo tiempo todos los personajes: el marido tosco, la esposa, cada uno de sus amantes, cada personaje epis¨®dico. Pero no hay secundarios en esta novela, del mismo modo que no los hay en la vida real, pues no hay nadie que no sea el centro de su propia historia. Por eso el relato desborda a la figura de Emma con una amplitud que yo no recordaba, y acaba dej¨¢ndola atr¨¢s, porque ese es el destino de cualquiera, y no hay un tel¨®n que caiga para subrayar un final tr¨¢gico, como en las novelas y en las ¨®peras que a ella la seduc¨ªan. Pero tampoco hab¨ªa sabido recordar de verdad su presencia magn¨ªfica: entra en la habitaci¨®n donde espera su amante y dice Flaubert que "se desnuda brutalmente"; en una noche de carnaval y desesperaci¨®n deambula sola hasta el amanecer tapada con una m¨¢scara; su mano blanca aparece un momento entre las cortinillas del coche de alquiler en el que recorre desde hace varias horas la ciudad encerrada con su amante. Y para matarse no bebe un veneno, tal como uno imagina: vuelca un frasco de ars¨¦nico en polvo y se lo come a pu?ados.
Por contraste con esa inmediatez f¨ªsica, y con la dificultad de las palabras para nombrar los extremos del deseo y el dolor, se ven m¨¢s claras las insuficiencias y las mentiras de la literatura, la degradaci¨®n infecciosa del charlatanismo pol¨ªtico. En Madame Bovary hay una demolici¨®n permanente de esas ret¨®ricas verbales y visuales que en cada ¨¦poca sostienen la conformidad social, m¨¢s eficaces todav¨ªa porque casi todo el mundo las obedece sin saberlo. En toda gran ficci¨®n hay un examen y una cr¨ªtica del propio acto de contar. En Flaubert el estilo es un ¨¢cido arrojado a la cara misma de la palabrer¨ªa, pues someterse a ella lo condena a uno a vivir en la mentira, incluso cuando cree actuar en rebeli¨®n. El hermoso instinto de felicidad de Emma Rouault queda malogrado por un orden social siniestro y por una afici¨®n excesiva a la literatura. Y si no estuviera siempre tan ebria de novelas, versos, y ¨®peras, tal vez habr¨ªa sabido averiguar a tiempo que su desgracia no la traer¨¢ el amor, sino los engranajes crueles del dinero, que entonces, igual que ahora, act¨²an con perfecto sigilo bajo el ruido de la literatura, de la pol¨ªtica, de la religi¨®n, de la propaganda. Emma Bovary es tan contempor¨¢nea nuestra que sucumbe bajo el peso monstruoso de una deuda que no puede pagar.
antoniomu?ozmolina.es
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