De Atenas a Abu Simbel
El escritor Juan Goytisolo enriquece en este art¨ªculo el debate abierto por F¨¦lix de Az¨²a en torno a la aportaci¨®n de estas dos civilizaciones cl¨¢sicas a la historia de la humanidad
He le¨ªdo con vivo inter¨¦s el art¨ªculo de F¨¦lix de Az¨²a, Perder lo que nunca fue nuestro (El Pa¨ªs, 3-1-2012), a prop¨®sito de las reflexiones que suscit¨® su reciente visita al British Museum: el contraste del desinter¨¦s del p¨²blico por los m¨¢rmoles de Egin con la presencia ruidosa de docenas de j¨®venes que curioseaban y re¨ªan en torno a las estatuas de Isis, Osiris e Ibis en la secci¨®n consagrada al arte fara¨®nico. Trat¨¢ndose de quienes disfrutaban a su modo de su cercan¨ªa f¨ªsica a los dioses y momias nil¨®ticos, no dudo de que el mercado creado por la explotaci¨®n de ¨¦stos como un parque tem¨¢tico por la industria audiovisual incitara a j¨®venes y menos j¨®venes a esta visita alborozada sin gu¨ªa ni Baedeker en mano por las salas del venerable museo. La disparidad que se?ala es en efecto llamativa y la reflexi¨®n melanc¨®lica que la acompa?a -"?No es un extra?o y desolado destino el de Grecia, origen, seg¨²n se dice, de Occidente? ?Arranque de la democracia occidental? ?Milagro del Logos que borr¨® de un chispazo la superstici¨®n arcaica? ?Primer paso en la implacable marcha hacia la libertad de los pueblos soberanos?"- expresa una incuestionable verdad. La gran epopeya, el teatro, el pensamiento filos¨®fico, el germen de las sociedades democr¨¢ticas de los dos ¨²ltimos siglos proceden de H¨¦lade. Y muy oportunamente, el autor evoca a este respecto el hermos¨ªsimo poema Archipi¨¦lago de Friedrich H?lderlin, que yo le¨ª en ingl¨¦s y, en cuanto pueda, releer¨¦ en espa?ol, en hex¨¢metros, como en el original alem¨¢n, gracias a la traducci¨®n de Helena Cort¨¦s. Tanto en el plano literario, como en el del pensamiento y en el pol¨ªtico, Europa no ser¨ªa lo que es sin su matriz helena.
El arte egipcio encarna el presente vitalicio para el que no corre el tiempo
Venus y Apolo eran hermosos, pero no correspond¨ªan a mi sensibilidad
Dicho reconocimiento ineludible no implica no obstante, como parece sugerir F¨¦lix de Az¨²a, un corte absoluto entre Grecia y Egipto ni una reducci¨®n del arte nil¨®tico a las dimensiones espectaculares de los templos fara¨®nicos de cuyo expolio dan muestra las salas exhaustivamente detalladas en las gu¨ªas tur¨ªsticas del Louvre o el Museo Brit¨¢nico. En su reciente libro de ensayos, Radicales libres, Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao comenta la preocupaci¨®n de Plutarco -y antes de ¨¦l, de Her¨®doto- por separar el arte griego del egipcio y por reducir su deuda con ¨¦l. Una s¨®lida bibliograf¨ªa en el tema muestra con todo que Atenas no parti¨® del cero en el culto a sus dioses ni en el empleo de t¨¦cnicas art¨ªsticas que se remontan a las dinast¨ªas del Primer Imperio. Ciertamente, en su tr¨¢nsito a la orilla norte del Mediterr¨¢neo, las divinidades egipcias se humanizaron y ampararon la reflexi¨®n filos¨®fica y el modelo de convivencia de la sociedad ateniense, pero esta constataci¨®n no excluye la deuda con sus predecesores. Por encima de todo, me parece esencial se?alar que el arte egipcio no se circunscribe a un conjunto asombroso de ruinas que el turista sobre el que ironiza Ridao, recorre a solas o en grupo Baedeker en mano.
Reconocer a Grecia lo que le debemos en el campo de la literatura, la filosof¨ªa y el ideal social democr¨¢tico no obsta para que en lo referente a las artes pl¨¢sticas nuestra sensibilidad actual conecte mejor con las estatuas, estelas y pinturas del Museo de El Cairo o de Abu Simbel. En mi itinerario por este ¨²ltimo, hace ya unas d¨¦cadas, desatend¨ª las explicaciones del gu¨ªa y su recitado mec¨¢nico de las dinast¨ªas del Nuevo Imperio (que sonaban en mis o¨ªdos con id¨¦ntica monoton¨ªa a la de la lista de nuestros reyes godos) para contemplar unas estelas y pinturas de prodigiosa modernidad. No me enfrentaba all¨ª a un arte hermoso, pero muerto y museizado, sino a expresiones art¨ªsticas de una energ¨ªa misteriosa que no me remit¨ªa a lo creado hace casi cuarenta siglos (Rams¨¦s II y sus dioses Amon o Horus) sino a picassos y giacomettis. Mientras me abstra¨ªa en su contemplaci¨®n dudaba del siglo en que viv¨ªa. All¨ª estaba el genio art¨ªstico para recordarme la diferencia entre el pasado inamovible y lo que percibimos como coet¨¢neo y dotado de una perturbadora inmediatez. Esa modernidad atemporal e inmediatez existen tambi¨¦n en el campo de la literatura y a ello me refer¨ª al hablar de autores medievales de nuestra Pen¨ªnsula o podr¨ªa haberlo hecho con el gran Rabelais rescatado por Bajtin.
Meses despu¨¦s de dicha fructuosa cala en el arte nil¨®tico, visit¨¦ Atenas, sus museos y el Parten¨®n. Aunque las muestras de la pintura helena sean escasas (conocemos los nombres de sus autores, pero poco queda de sus obras), la escultura cl¨¢sica, imitada luego por Roma, mantuvo siempre la distancia de siglos que me separaba de ella. Los dioses, Venus y Apolos eran sin duda hermosos y, dentro del canon antropomorfo, perfectos, pero esa perfecci¨®n y belleza no correspond¨ªan a mi sensibilidad. Al cabo de unas horas de visita echaba de menos el Museo cairota, Qena, Luxor, Abu Simbel. Con todo, no era uno de esos j¨®venes que huroneaban y se divert¨ªan en las salas de arte egipcio del British Museum. No a?oraba el colosalismo de las Pir¨¢mides ni la escenograf¨ªa grandiosa de los templos fara¨®nicos que imantan a los turistas (salvo en esos tiempos de revueltas y crisis). S¨®lo la acron¨ªa que me permit¨ªa vivir con simultaneidad a los art¨ªfices de las pinturas y estelas preciosamente conservadas.
Vuelvo al art¨ªculo de F¨¦lix de Az¨²a. La H¨¦lade que cant¨® H?lderlin est¨¢ en el origen de la cultura europea (con otras aportaciones a menudo marginadas). A ella debemos el pensamiento racional y el ideal de sociedad democr¨¢tica que nunca atinamos a crear plenamente, pero que alienta las ansias de libertad en el seno de las sociedades desp¨®ticas en las que aun reinan los Faraones. Pero el arte egipcio escapa a esto y, a trav¨¦s de los siglos encarna ese presente vitalicio para el que no corre el tiempo y del que no da cuenta Baedeker alguno, pese a sus toneladas de exquisita erudici¨®n.
Babelia
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