La dama que solt¨® los perros de la codicia
Arrastrando las zapatillas por los pasillos de su apartamento de Belgravia donde vive la soledad de sus 87 a?os, perdida en el bosque l¨¢cteo de su desmemoria, tal vez Margaret Thatcher llega hasta una de las ventanas, aparta los visillos y mira la calle llena de hormigas y piojos humanos que se mueven con angustia hacia la estaci¨®n del suburbano o la parada del autob¨²s. Luego abre un armario, descuelga una chaqueta de su marido, Dennis Thatcher, un hombre de negocios del sector del petr¨®leo, que muri¨® hace 10 a?os, aunque ella cree que a¨²n est¨¢ vivo, y pasa toda la ma?ana limpi¨¢ndole una mancha en la solapa.
El pasado no existe. La se?ora Thatcher ignora que naci¨® en Grantham, una peque?a ciudad del noreste de Inglaterra donde de joven despachaba detr¨¢s del mostrador de la tienda de ultramarinos de su padre, el se?or Alfred Roberts, un menestral de clase media y edil del Ayuntamiento, imbuido por el rigor metodista que aplic¨® a la pol¨ªtica municipal, a la contabilidad de su negocio y a la educaci¨®n severa de su hija. Margaret Hilda Roberts aprendi¨® en la tienda familiar desde ni?a que el g¨¦nero humano es solo una clientela y que se divide en dos: unos clientes son serios, honrados y laboriosos, lo que les permite pagar la compra al contado; en cambio, a otros su padre ten¨ªa que fiarles porque se pasaban el d¨ªa en la taberna y esperaban que el Estado les resolviera los problemas con subsidios y esas cosas, hasta que hubo que retirarles el cr¨¦dito para cortar por lo sano.
Esta joven tendera ten¨ªa una voluntad f¨¦rrea y la inteligencia muy despierta, lo que le permiti¨® conseguir una beca para estudiar en un colegio de Oxford, pero llevaba ya incorporadas en el cerebro las lecciones pr¨¢cticas que se aprenden de la vida y no en la universidad: que dos y dos son cuatro y nunca son cinco. En 1946, reci¨¦n terminada la guerra mundial, era una haza?a que una chica como Margaret fuera admitida en el c¨ªrculo de los estudiantes elitistas y que, encima, decidida a meterse en pol¨ªtica, eligiera hacerlo en el Partido Conservador. Un clan lleno de machistas, gentes de casta, viejos lores, arist¨®cratas cacat¨²as y herederos mantecosos, cuyas mujeres permanec¨ªan en casa dando ¨®rdenes a los criados despu¨¦s de montar a caballo por la pradera.
Todo el secreto de la Dama de Hierro fue que defendi¨® en econom¨ªa las cuentas de la vieja con suma entereza y obstinaci¨®n. Por lo dem¨¢s, la pol¨ªtica consist¨ªa en mantener siempre muy alta una moral de combate. Esta actitud de no permitirse nunca una duda fue un disolvente entre los blandos varones de Partido Conservador. Margaret Thatcher comenz¨® a escalar puestos; primero obtuvo un esca?o en el Parlamento, y antes de acceder al puesto de ministra de Educaci¨®n, ensay¨® sus armas como secretaria de la Seguridad Social, donde practic¨® las mismas artes que la zorra realiza en un corral de gallinas; luego fue l¨ªder del Partido Conservador, y en 1979, mientras el IRA hac¨ªa saltar por los aires a lord Mountbatten desde su yate, Margaret Thatcher gan¨® las elecciones generales y se convirti¨® en la primera ministra, un suceso ins¨®lito en la historia de Europa. A rengl¨®n seguido, comenz¨® a aplicar la receta de una tendera de clase media. El mercado lo es todo. El mercado se corrige a s¨ª mismo, se purifica expulsando de su seno a los d¨¦biles y a los holgazanes. El Estado no est¨¢ para ayudar a los ciudadanos. Cada uno es responsable de s¨ª mismo.
Mientras Margaret Thatcher planchaba a los sindicatos, privatizaba a las empresas p¨²blicas, se enfrentaba a las huelgas y entronizaba el neoliberalismo m¨¢s salvaje, desde Dawning Street se dirig¨ªa a la C¨¢mara de los Comunes con el bolso de cocodrilo charolado como el mismo esp¨ªritu con que iba a la tienda de ultramarinos de su padre. Fue el gran fest¨ªn del librecambio con los perros de la codicia humana ladrando en el coraz¨®n del dinero. Pero aquella fiesta se convirti¨® en el baile maldito de esta dur¨ªsima crisis econ¨®mica.
De pronto, ahora, en medio de su locura senil, la misma que sufri¨® Ronald Reagan, su compadre neoliberal, Margaret Thatcher se pone el abrigo en su apartamento de Belgravia, se cubre la cabeza con un pa?uelo y decide bajar a la calle a comprar una botella de leche en una tienda de comestibles de la esquina. Ninguna de las hormigas y piojos humanos con los que se cruza en la acera, hoy sometidos al paro m¨¢s despiadado, reconoce a esa anciana encorvada, que en realidad es la principal responsable de su miseria.
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