As¨ª viaja todo
En este instante, 16 millones de cajitas met¨¢licas navegan de un lado a otro del planeta. De Algeciras a Hamburgo, nos subimos a uno de los mayores buques de carga del mundo. Una aventura en el mar tras la pista de los contenedores.
El capit¨¢n ha dormido poco. Fuma mirando a estribor desde lo alto del puente. Expulsa una bocanada y el humo se pierde en la noche. No le gustan los barcos nuevos, murmura. Ni los buques demasiado grandes. Y en estos momentos, si uno palpa la barandilla, siente un motor de 93.000 caballos al ralent¨ª. Su vibraci¨®n recorre como un ej¨¦rcito de hormigas este cascar¨®n de acero botado hace apenas un mes. Nos encontramos a bordo de uno de los buques portacontenedores m¨¢s grandes del mundo, el Hanjin America, con 366 metros de eslora, 48 de manga y capacidad para 13.100 cajas met¨¢licas de 20 pies (TEU, por sus siglas en ingl¨¦s, la medida est¨¢ndar en el mundillo; seis metros de largo por 2,3 metros de ancho y alto). Cargado, su peso supera las 180.000 toneladas. Un acorazado cuyo aspecto, desde el muelle, recuerda a una escultura de Richard Serra. Lisa, oscura, inabordable. Para alcanzar la cubierta desde la d¨¢rsena hay que trepar un centenar de pelda?os por unas escaleritas acopladas a un costado. Aunque de las proporciones elefanti¨¢sicas empezamos a ser conscientes algo antes, mientras se llevaba a cabo la carga y descarga en el puerto de Algeciras (C¨¢diz). Previamente al embarque, nos dejaron subir a la cabina de una de las gr¨²as, un huevo acristalado suspendido a 45 metros de altura, desde donde el gruista manejaba una garra amarilla sobre la panza del America. ¡°Sujetaos¡±, nos dijo el tipo con el cintur¨®n abrochado. Dirig¨ªa la operaci¨®n mirando entre sus pies una ca¨ªda de v¨¦rtigo, con un joystick en cada mano. El ritmo ¨®ptimo de trabajo, nos cont¨®, rondaba los 40 contenedores por hora. Su productividad aparece al instante en una gr¨¢fica en las pantallas de la torre de control. Los estibadores sienten esa presi¨®n en el cogote. Cuanto antes zarpe el barco, mejor. Por eso, el orden de carga y descarga se planifica al detalle; del primer contenedor al ¨²ltimo, como si se tratara de un guion para resolver un cubo de Rubik. Se pagan millonadas por programadores con talento para la log¨ªstica. ¡°Cada minuto de atraque supone dinero. Navegar, en cambio, es casi gratis¡±, nos hab¨ªa avisado Fernando Gonz¨¢lez-Laxe, expresidente de Puertos del Estado.
La orquesta produce un ruido ensordecedor. Una mezcla de tambores met¨¢licos y chirridos de acorde¨®n punteados por una melod¨ªa de sirenas. Durante el proceso, el muelle se vuelve un inmenso tablero de ajedrez por donde cruzan m¨¢quinas extraterrestres. Un ej¨¦rcito de ara?as mec¨¢nicas de cuatro metros de altura con seis ruedas trincan los contenedores a los pies de las gr¨²as como si fueran piezas de Lego. En Algeciras, el America descarg¨® 1.163 contenedores procedentes de China, Singapur y Corea del Sur. Carg¨® 24, rumbo al norte de Europa, hacia donde segu¨ªa la ruta. Uno de ellos, por poner un ejemplo, llevaba cer¨¢micas valencianas cuyo destino final ser¨ªa Noruega, previo transbordo en Hamburgo.
En lo alto del puente, apoyados en la baranda a unos 30 metros de altura, la brisa amortigua el martilleo de otro buque. Tras 10 horas, las labores han concluido en el Hanjin America. Mientras esperamos al pr¨¢ctico local, un especialista en desatracar el barco y guiarlo por la bocana, el capit¨¢n exhala otra nube de tabaco. Su rostro de color crema, moteado con peque?as manchas, resulta inescrutable y vac¨ªo de expresi¨®n, similar al mapa de un desierto. Algeciras vibra en sus gafas cuadradas. Y nos habla de aquella imponente bah¨ªa de R¨ªo de Janeiro y de las ¡°se?oritas¡± brasile?as, dice as¨ª, en castellano. Viajes de otro tiempo. Es surcoreano, de 56 a?os. Un hombre pulcro y fibroso, con el pelo perfectamente colocado en una raya. Lleva 33 a?os navegando. Ha visto el mundo hacerse m¨¢s peque?o; el aumento del tr¨¢fico mar¨ªtimo; el salto tecnol¨®gico; el aluvi¨®n de contenedores. Mientras habla, el radar comienza a girar sobre el puente. Las gr¨²as espa?olas alzan sus brazos en se?al de despedida. Es casi medianoche. Hora de que este estadio flotante contin¨²e rumbo al norte hasta completar la mitad del trayecto en Hamburgo. All¨ª dar¨¢ media vuelta y regresar¨¢ a casa 77 d¨ªas despu¨¦s.
Cada minuto de atraque cuesta dinero. Navegar, en cambio, es casi gratis Expresidente de Puertos del Estado
La maniobra de desatraque se convierte en una experiencia interestelar. Brillan las lucecitas de otros barcos y los faros. En el puente, el silencio es denso como la niebla inglesa que encontraremos m¨¢s adelante. Solo se oye la voz de nieve de la radio, el zumbido omnipresente del motor. El capit¨¢n da un paso atr¨¢s y cede la batuta al pr¨¢ctico. ¡°Midship¡±, dice este mirando a proa. ¡°Midship, sir¡±, responde el timonel indonesio. Y va dando ¨®rdenes con el barco a dos nudos y la ayuda de dos peque?as embarcaciones remolcadoras que tiran del America hasta dejarlo en lugar seguro. El pr¨¢ctico se despide y se descuelga por una escala hasta la cubierta de uno de los barquitos. En el puente quedan el capit¨¢n, su caf¨¦ humeante, el primer oficial y el timonel. Las luces de la sala son rojas y moradas, para no empa?ar la visi¨®n, y esto acrecienta la sensaci¨®n de viaje gal¨¢ctico. En la enorme consola con forma de doble U que preside la sala, el tim¨®n se encuentra en el piquito del centro, y hay dos pantallas a cada lado, en perfecta simetr¨ªa. El capit¨¢n se sit¨²a en la U de la derecha, y dirige sin pulsar un bot¨®n, tieso como un m¨¢stil, dando instrucciones con la mirada en la noche y una voz suave y educada. El primer oficial se encuentra en la U de la izquierda, y pasa el rato trazando rutas a l¨¢piz sobre las cartas mar¨ªtimas con una escuadra y un cartab¨®n. Una de las pantallas, la S-radar, muestra una sucesi¨®n de anillos alrededor de un centro (nosotros) e identifica los objetos circundantes. Los otros barcos se manifiestan como tri¨¢ngulos amarillos con cola azul celeste, su estela. El programa es capaz de predecir la trayectoria y un posible impacto. A la altura de Tarifa, por ejemplo, esquivamos el transbordador Santa Cruz de Tenerife. Por decirlo de alguna manera, nuestro buque le saca un par de cabezas. Apenas se siente el oleaje, nos hace notar el capit¨¢n. Solo le inquietan las ondas a partir de seis metros. Es decir, las propulsadas por un tif¨®n. La otra pantalla, ECDIS, muestra la carta de navegaci¨®n electr¨®nica a gran escala, y nos observamos a vista de p¨¢jaro, una mancha pixelada entre Europa y ?frica.
Con el mar abri¨¦ndose, el capit¨¢n enciende el ¨²ltimo pitillo, se sienta en una silla y sorbe su caf¨¦ como un espectro. Otro d¨ªa en el calendario, el 29? desde que zarparon de Kwang Yang, en Corea del Sur. Primer viaje en este cascar¨®n construido por Hyundai Heavy Industries (empresa l¨ªder del sector; Corea es el gran astillero de buques mercantes), cuyo precio ronda los 120 millones de d¨®lares. El America, propiedad de Hanjin, s¨¦ptima naviera del mundo, y con bandera de Isla de Man (Reino Unido), pertenece al selecto grupo de los 50 buques con mayor capacidad del mundo. La guerra del comercio ha ido dictando esta l¨®gica colosal: un barco mayor lleva m¨¢s carga a menor coste. Son d¨¦cimas por cada unidad. Millones en la cuenta de resultados. La danesa Maersk posee las naves m¨¢s rotundas del planeta, Emma y sus hermanas, construidas en 2006 con espacio para 15.000 TEU. La pr¨®xima generaci¨®n rondar¨¢ los 18.000. Fantasmas sin apenas tripulantes.
La tripulaci¨®n est¨¢ radicalmente partida en dos: 11 surcoreanos y 11 indonesios
Cada ma?ana, la vida en el America comienza temprano. El desayuno se sirve entre las siete y las ocho, pero a esa hora la cantina es ya un desierto. El ayudante de cocina nos sirve un huevo a la plancha con un pellizco de peces secos, salados y diminutos como u?as reci¨¦n cortadas. Quiz¨¢ boquerones, qui¨¦n sabe. A primera hora de nuestro primer d¨ªa a bordo comenzamos a ser conscientes de la barrera cultural que marcar¨¢ el viaje; 22 personas componen una tripulaci¨®n radicalmente partida en dos: 11 coreanos y 11 indonesios que se comunican con un ingl¨¦s gutural y farragoso. Los primeros son oficiales y maquinistas, personal formado en una de las dos grandes escuelas mar¨ªtimas de Corea. Los segundos, del marinero al engrasador, pertenecen al escalaf¨®n m¨¢s bajo, su salario de partida son 10 d¨®lares al d¨ªa, y suelen comenzar sus frases con un ¡°yes, sir¡± o ¡°no, sir¡±. Todos almuerzan y cenan a la misma hora, pero en comedores separados. Sus salas de recreo se encuentran en distintas plantas. Digamos que hay dos mundos a bordo. Norte y sur.
El capit¨¢n le asigna nuestra custodia a un coreano el¨¢stico, con pelo alocado y gafas de pasta, llamado Kang Hangul, el ¡°oficial de m¨²ltiples tareas¡±, un chico para todo, de 25 a?os, cuyos ojos, siempre a medio cerrar, le confieren un aire somnoliento. Nuestro gu¨ªa chapurrea algo de espa?ol y nos pregunta por ¡°er cr¨¢sico¡± que acababa de disputarse en Barcelona (concepto futbol¨ªstico por el que se interes¨® el 80% de la tripulaci¨®n). Despu¨¦s de desayunar nos entrega un casco, unos guantes y un par de tapones para los o¨ªdos y nos lleva a conocer el mundo exterior. Abandonamos la superestructura, as¨ª llaman a esta torre de ocho plantas donde se hallan los camarotes, la cantina y el puente; el lugar donde transcurre la vida de estas personas, movi¨¦ndose arriba y abajo en ascensor. El exterior, en cambio, es inhabitable. Cruzamos una escotilla detr¨¢s de Kang y nos damos de bruces con la realidad del comercio mundial: un muro de contenedores que se pierde de proa a popa y cubre casi cada mil¨ªmetro de la cubierta en bloques de cinco pisos aqu¨ª, cuatro all¨¢, seis m¨¢s adelante y as¨ª hasta el fi???nal, como el resultado de una mala partida de Tetris. Solo que aqu¨ª todo est¨¢ medido para mantener la estabilidad del buque. Los ladrillos met¨¢licos se menean con el vaiv¨¦n del mar, haciendo clon, clon, clon en sus entra?as, y un chirrido se mezcla con el rumor de las olas. Ahora mismo, el America no se encuentra ni a la mitad de carga; lleva el equivalente a unos 6.000 contenedores de 20 pies, pero podr¨ªa api??lar torres de hasta nueve cajas, unos 20 metros de altura. Normal que en la superestructura los camarotes respeten cierto orden jer¨¢rquico: a mayor n¨²mero de ga??lones, m¨¢s alto est¨¢ su habit¨¢culo; porque enseguida le plantan a uno un contenedor en la ventana y queda sumido en las tinieblas.
El segundo d¨ªa a bordo, nuestro gu¨ªa de pelo alocado nos conduce a un lugar irreal, atravesando dos escotillas en la panza del buque: las bodegas. Para que nos hagamos una idea, nos muestra una de las bah¨ªas de contenedores vac¨ªas. A su lado se levanta un imponente muro de 11 cajas. Observamos la ca¨ªda de 25 metros desde una pasarela en lo alto. La cueva se encuentra sellada por una plancha de acero de 60 metros cuadrados por donde se cuelan unos d¨¦biles rayos solares. Las luces fosforescentes se reflejan en peque?os charcos y humedades. El eco incrementa el repiqueteo de la mercanc¨ªa. Este sitio nadie lo frecuenta. Da escalofr¨ªos. Cosco, Hanjin Shipping, China Shipping, Evergreen, se lee en los lomos de chapa. Pasajeros inanimados, precintados y numerados. Con predominio de verdes, azules y una amplia gama de marrones. Una de las formas m¨¢s rentables de transporte. La ¨²nica que crece a una tasa mayor que la econom¨ªa mundial. La m¨¢s estandarizada.
En este instante hay cerca de 16 millones de contenedores a bordo de uno de los casi 5.000 barcos portacontenedores que unen las grandes f¨¢bricas del mundo con sus ¨¢vidos consumidores; las huertas de un hemisferio con las mesas del otro; la chatarra de un pa¨ªs con las fundiciones del lado opuesto. En 2011 se transportaron 1.385 millones de toneladas de mercanc¨ªas en el interior de estas arcas, un 15% de la carga total por mar (la principal partida tras el petr¨®leo, las materias primas a granel y los cereales, que viajan en cargueros especiales); y se registr¨® un tr¨¢fico de 564 millones de TEU, un 9% m¨¢s que el a?o anterior. Desde 2000, su uso se ha incrementado un 250%.
El contenedor, tal y como lo conocemos, lo patent¨® en el a?o 1954 un camionero
Aunque existe memoria de artilugios similares, el contenedor, tal y como lo conocemos, lo patent¨® en 1954 un camionero estadounidense bajo el nombre ¡°aparato para el flete mar¨ªtimo¡±, y consist¨ªa, burdamente, en subir el remolque de un cami¨®n a bordo de un buque, para luego descargarlo y engancharlo a otro cami¨®n. O a un tren. El caso era ahorrar tiempo y dinero en las conexiones. Sin riesgo, asegurando la carga, en recipientes duros y reutilizables. En 1956, 58 remolques zarparon del puerto de Newark (Nueva Jersey) en el buque Ideal X y arribaron a Houston (Tejas) seis d¨ªas m¨¢s tarde. Fue la primera haza?a. Diez a?os despu¨¦s, un contenedor complet¨® su primera ruta transatl¨¢ntica. Desde entonces, su expansi¨®n ha navegado al ritmo de la deslocalizaci¨®n econ¨®mica. Cada taller que echa el cierre en Europa o en Estados Unidos abre la v¨ªa a un nuevo barco hasta arriba de cajitas. China es la gran lanzadera. La f¨¢brica del mundo. El coraz¨®n que bombea estos ladrillos de metal plet¨®ricos de manufacturas y los reparte desde sus puertos: Shangh¨¢i, Hong Kong, Shenzen¡ En el gigante asi¨¢tico se localizan seis de los diez puertos con mayor volumen del planeta. En Asia se encuentran los ocho primeros. El continente suma el 60% del tr¨¢fico mundial de contenedores. De all¨ª parten las dos grandes autopistas del mar hacia Estados Unidos y Europa. Las arterias por donde circula la sangre que hace girar el mundo; las muescas que agrietan las balanzas comerciales de los pa¨ªses acomodados: por cada 100 euros importados de China, Espa?a exporta solo 20. Los barcos arriban de oriente hasta los topes. Regresan con los bolsillos vac¨ªos. Y el precio del flete refleja la asimetr¨ªa: mover un contenedor de Asia a Europa ronda los 1.250 euros; por poco m¨¢s de 200 euros le sacas el billete de vuelta. Pero los precios fluct¨²an como las olas que encontramos al avistar tierra inglesa.
A las 12.55 del huso horario en el que se encuentre, los altavoces del America hacen sonar una m¨²sica de feria. El aviso del almuerzo. La llamada se repite a las 17.55 para notificar la cena. Un d¨ªa tras otro. Sin descanso. Las rutinas a bordo se mantienen intactas, la ¨²nica sorpresa son los alimentos. ¡°Tenemos suerte de llevar al mejor cocinero de la empresa¡±, nos dijeron varios tripulantes. Mientras picamos de una ensalada (parece col, quiz¨¢ lo sea) y masticamos algo similar a una gruesa tortilla de camarones, pero cuyo sabor, en la boca, resulta el de un filete de cerdo empanado, el capit¨¢n nos dice: ¡°Todo aqu¨ª va muy lento¡±. Frente a ¨¦l, cada uno de los 77 d¨ªas a bordo, se sienta el jefe de m¨¢quinas, un tipo muy serio y de su misma edad. El resto de oficiales y maquinistas no superan los 31 a?os. El viaje se convierte en una especie de tutelaje. Una escuela mar¨ªtima en la que coreanos imberbes asumen responsabilidades inmensas.
De la magnitud del asunto nos dimos cuenta una de las noches, cuando el buque dejaba atr¨¢s Galicia. Despu¨¦s de jugar al pimp¨®n en el gimnasio nos dejamos caer por la sala de esparcimiento de los indonesios. Disfrutaban de una vieja pel¨ªcula de artes marciales, ¡°la leyenda de Tutur Tinular¡±, dijeron (el d¨ªa anterior hab¨ªan visto otra que parec¨ªa la misma, ¡°la leyenda de Saur Sepuh¡±). Luego subimos cuatro plantas hasta la sala de descanso de los oficiales. Alrededor de una mesa redonda, siete hombres jugaban al p¨®quer, con apuestas tan bajas, bebiendo traguitos de agua, y haciendo tan poco ruido, bajo la supervisi¨®n del capit¨¢n y del jefe de m¨¢quinas, que parec¨ªa una asignatura m¨¢s de la escuela de marina. Entonces son¨® el tel¨¦fono en la estancia; una llamada procedente de la sala de m¨¢quinas, ubicada a 150 metros de all¨ª, bajo la chimenea, en la popa del barco. Y comenzamos a echar c¨¢lculos del personal, porque no sal¨ªan las cuentas. Tras estudiar una lista de miembros de la tripulaci¨®n, un temblor nos recorri¨® las piernas: en ese instante, tres personas se encargaban de controlar y supervisar la marcha del gigante. Dos en el puente (el tercer oficial, de 26 a?os, y su asistente indonesio al tim¨®n), y un tercero, de 24 a?os, que pasaba la noche a solas junto a un motor de 12 cilindros, del tama?o de un cami¨®n cisterna, batiendo la h¨¦lice a 78 revoluciones por minuto. Cogimos una linterna y decidimos ir a visitar al autor de la llamada en la sala de m¨¢quinas.
La palabra pavor es quiz¨¢ la m¨¢s ajustada para describir la sensaci¨®n de recorrer la pasarela de cubierta a oscuras, a un palmo de una ca¨ªda de 25 metros al mar, mientras el viento golpea de forma violenta y gru?en los contenedores sobre la cabeza. Pasito a pasito nos acercamos hasta la gruesa chimenea. De una escotilla brota un haz de luz. Al atravesarla, el cuerpo comienza a latir con la cadencia de la m¨¢quina oculta en las profundidades. Los tambores suben su intensidad y se incrementa la temperatura a medida que descendemos por un laberinto de escaleras. Dos niveles m¨¢s abajo se encuentra la sala de control. El ruido te deja sordo. Abrimos la puerta y saludamos con un grito. Cha Yuangdon se gira con el rostro desencajado. Cuando se recompone ofrece un caf¨¦ para calentar la charla. Sentado junto a una consola con pantallas y botones luminosos, dice: ¡°?Miedo? Quiz¨¢, si antes de venir he visto una pel¨ªcula de terror. Mi turno empieza a las ocho y termina a medianoche. Vuelvo a las ocho de la ma?ana y acabo a mediod¨ªa. Entonces ya hay gente por aqu¨ª. Cuando llego, miro si todo va bien, controlo las tareas, anoto el rendimiento¡¡±. Poco m¨¢s. El buque funciona casi solo. Una maquinaria precisa. Impoluta y reluciente. Con grumos de grasa fresca todav¨ªa en las junturas. ?ltima tecnolog¨ªa coreana. Fantasmag¨®rica y solitaria. Puedes pasear por cubierta durante horas sin cruzarte con nadie.
En 2011 se movieron 1.385 millones de toneladas de mercanc¨ªa en estas cajas
Quien embarca con ¨ªnfulas de aventuras, aqu¨ª despierta en medio de una realidad monacal. Eso nos cont¨® nuestro gu¨ªa, Kang, que so?aba con salir de marcha por los clubes de moda europeos, conocer el mundo, vagar por las ciudades, pero enseguida se top¨® con una soledad abrumadora y las pastillas de Omega-3 para suplir la ausencia de pescado fresco en el men¨². En su mesilla de noche descansaban libros de historia del arte del Viejo Continente y un manual de espa?ol.
La pesada rutina apenas la lograron avivar dos viejos capitanes ingleses, de humor ¨¢cido y sonrisa picada, marinos expertos en la traves¨ªa del canal de la Mancha. Embarcaron el tercer d¨ªa de nuestro viaje trepando desde una lancha por una escala sin que el America detuviera el paso. Dos minutos despu¨¦s sorb¨ªan una taza de t¨¦ en el puente y soltaban risotadas. Durante una cena en la que sus rostros rosados se iban encendiendo con el men¨² picante, uno de los ingleses volvi¨® su mirada acuosa al pasado y dijo: ¡°Yo estuve embarcado en uno de los ¨²ltimos barcos de vapor, de la compa?¨ªa Strick Line. Antes incluso de la navegaci¨®n por sat¨¦lite, cuando se izaban y arriaban los pabellones y se tocaba el silbato para saludar a los barcos, ¨ªbamos 70 tripulantes, se beb¨ªa whisky y pasabas dos semanas en cada puerto; hac¨ªas amigos, ten¨ªas una mujer. Hasta pod¨ªas encargarte un traje, ?por el amor de Dios! Aquello fue el final de los viejos tiempos. Desde aquel barco de vapor vi caer el tel¨®n mientras la mujer gorda segu¨ªa bailando en el escenario¡±.
Este mundo ya no le pertenece. Navegamos una era de mec¨¢nica lustrosa y desgrasada. En la que el intercambio se produce con la hipereficiencia de los procesos inform¨¢ticos. Y los due?os de la mercanc¨ªa vigilan la temperatura de la carga desde el sal¨®n de su casa por Internet.
Amanece en el puente en mitad de ninguna parte, rumbo al r¨ªo Elba, con jirones de niebla enganchados a proa. Desde aqu¨ª veremos plataformas petrol¨ªferas, delfines atravesando olas, pesqueros diminutos, el sol ponerse sobre nuestra estela gruesa como una pista de aterrizaje la noche antes de arribar a Hamburgo. El segundo puerto de Europa. Nuestro destino. La luz que inunda el puente es suave y p¨¢lida. De un tel¨¦fono t¨¢ctil coreano, como tantos que ir¨¢n a bordo, surgen las notas dulces de una flauta oriental. El capit¨¢n, el timonel y el oficial ocupan su hueco ante el cuadro de mandos. De pie y con las manos cruzadas a la espalda, miran al infinito en silencio. Como si manejaran el buque con la mente.
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