Lo llamaban calidad
La obligada y necesaria presencialidad, a costa de todo, a cambio de todo en tiempos de pandemia, ha dejado en pa?ales la mejor versi¨®n de la educaci¨®n del siglo XXI

Hemos arrancado 2022 en las escuelas con un fantasma encadenado a la pata de cada pupitre: el fantasma de la pandemia que lo cambi¨® todo, hace ya pronto dos a?os. La obligada y necesaria presencialidad, a costa de todo, a cambio de todo, ha dejado en pa?ales la mejor versi¨®n de la educaci¨®n del siglo XXI, aquella a la que se aspiraba a finales del siglo pasado e inicios de este, en foros y congresos de organismos internacionales. Lo llamaban calidad.
Para mantener los cimientos de un discurso ef¨ªmero pero profundo como un ulular medi¨¢tico que se expande en ecos diversos de la opini¨®n p¨²blica, la vuelta a las aulas en enero ha dibujado un panorama desolador, casi dist¨®pico, con comunidades educativas mermadas, atemorizadas y con elevados ¨ªndices de absentismo que no cuadran, seguramente, con lo planificado en el pasado septiembre. El guion ha girado radicalmente, como en aquel fat¨ªdico mes de marzo de 2020, y, una vez m¨¢s, nos hemos quedado sin capacidad de respuesta, a pesar de que esta vez s¨ª pudo verse venir.
El mensaje de tranquilidad, apoyado en la manida tesis de que las aulas son seguras, que tiene m¨¢s respaldo propagand¨ªstico que cient¨ªfico, pertenece a un plan digno y noble que probablemente hubiesen adoptado gobiernos de otros colores, no lo voy a poner en duda. Sin embargo, no ha logrado calar en las familias que a cuentagotas van viendo c¨®mo en sus allegados se van dando cada vez m¨¢s casos positivos por covid-19 y que, por ello, no est¨¢n dispuestos a seguir asumiendo riesgos a un precio incalculable. Pero ese plan tambi¨¦n digno y noble no queda bien de cara a la galer¨ªa.
Porque sobre lo que se est¨¢ debatiendo no es sobre si la presencialidad es necesaria o no (yo creo que la gran mayor¨ªa de personas que llevamos a?os y a?os trabajando en los centros escolares pensamos que lo es sin discutirlo), sino sobre cu¨¢les son las consecuencias de una planificaci¨®n pol¨ªtica a la que cogi¨® por sorpresa la versi¨®n m¨¢s contagiosa de un virus que ya no es nuevo para nosotros, y sobre los recursos con los que se va a contar en las escuelas para hacerle frente con garant¨ªas de seguridad y para reconstruir lo que se ha da?ado.
Porque a la ciudadan¨ªa se le podr¨¢ tachar de muchas cosas, pero cuando decide afrontar la situaci¨®n con prudencia, con recelo y con temor no se le puede acusar de negligencia o irresponsabilidad, porque el instinto de protecci¨®n es innato, ancestral humano, y ofrece resistencia desde tiempos inmemoriales, cuando primaban los deberes familiares y humanos por encima de los preceptos impuestos por los ¨®rganos de poder.
Pero es un giro parad¨®jico del destino el que tambi¨¦n nos lleva a querer mantener los centros abiertos, y a no rebatir esta premisa. Es el que conduce al profesorado a cumplir estrictamente con lo que le dicen, a los equipos directivos y a la inspecci¨®n, estos ¨²ltimos en su papel de velar por su cumplimiento.
Ese deber humano que entiende el valor esencial de la educaci¨®n para el desarrollo de las sociedades y la modernizaci¨®n es el que mantendr¨¢ las escuelas abiertas, y no las inyecciones econ¨®micas que a cuentagotas reciben los centros para tapar las verg¨¹enzas del sistema. Es ese deber que seguir¨¢ llevando al profesorado a planificar la docencia en unas condiciones inh¨®spitas para las que nadie nos form¨®, a pesar de los nubarrones y de ese fantasma encadenado que cada vez cuesta m¨¢s arrastrar. Y es ese deber que tambi¨¦n hace sentir rabia, frustraci¨®n e impotencia a esas familias que no pueden ni siquiera cumplir con sus obligaciones civiles en caso de que uno de sus hijos menores d¨¦ positivo o tenga que permanecer en aislamiento domiciliario.
Porque en ese panorama, en esas realidades diversas que quedan tapadas por el brillo de la c¨¢mara que enfoca a los rostros del sistema, hablar de calidad educativa parece una iron¨ªa, una crueldad del destino, una broma que nos gastaron en una borrachera de prepotencia y gloria. Estamos en una ¨¦poca de supervivencia, de recuento de da?os, de vencedores y de abatidos.
Un momento para estudiar con todos los recursos disponibles las repercusiones que el panorama que se est¨¢ dibujando arroja en los colectivos m¨¢s vulnerables, de medir en qu¨¦ situaci¨®n est¨¢n las desigualdades actuales, el nivel de marginaci¨®n y sufrimiento emocional de los m¨¢s d¨¦biles en la escuela, y de estudiar en qu¨¦ medida estos pueden resistir los embates de un virus que ha agarrotado los pilares del sistema y que ha puesto en la cuerda floja a las autoridades que llevan el tim¨®n de lo p¨²blico, mientras nos preguntamos cu¨¢nto tiempo m¨¢s seremos capaces de aguantar as¨ª, subidos en la cola del vag¨®n de aquello que llamaban calidad.
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