As¨ª eran las org¨ªas en la mansi¨®n Playboy
SE ANUNCIABA COMO fiesta, pero ya antes de atravesar las verjas de la legendaria mansi¨®n Playboy de Hugh Hefner tuve la sensaci¨®n de que algo no cuadraba. Empezando por la escena en el vest¨ªbulo del Beverly Hills Hilton, en el que los "invitados internacionales" nos hab¨ªamos reunido para disponernos a asistir a la m¨¢s reciente de las celebraciones del 50? aniversario de Playboy.
Deb¨ªamos de ser unas 100 personas, todos hombres menos una rubia vestida de rojo y un par de j¨®venes asi¨¢ticas de pechos caricaturescamente inflados. La sensaci¨®n de que "fiesta" no era exactamente la palabra adecuada, que el acto en el que ¨ªbamos a participar se podr¨ªa definir con m¨¢s exactitud como una visita tur¨ªstica, o quiz¨¢ una convenci¨®n de viejos verdes, empez¨® a confirmarse cuando el autob¨²s que nos recogi¨® en el hotel se detuvo en la oscuridad, a unos 100 metros de la casa de Hef, y el conductor apag¨® el motor. Hab¨ªa recibido ¨®rdenes de detenerse, nos explic¨® el conductor. Es que ten¨ªamos que llegar a las ocho, y todav¨ªa faltaban cinco minutos. Un individuo, deseoso de disimular la humillaci¨®n colectiva que est¨¢bamos sufriendo, pero impaciente tambi¨¦n por comenzar la juerga, sugiri¨® a voces que la ¨²nica mujer del autob¨²s -la rubia de rojo- se colocara delante y nos ofreciera un espect¨¢culo. En ese instante, media docena de ocupantes empezaron a entonar el "tachiro tachiro" t¨ªpico de los n¨²meros de strip-tease.
Por fortuna, nuestro ch¨®fer volvi¨® a arrancar, penetramos las verjas negras de la mansi¨®n y subimos por una avenida bordeada de estatuas grecorromanas, frescos de antiguas escenas bacanales y se?ales amarillas de tr¨¢fico con letreros que dec¨ªan: "Det¨¦ngase por los animales" y "Playmates jugando". El jard¨ªn era denso como una jungla; el edificio, de viejo estilo ingl¨¦s. Como el internado -con su gruesa piedra gris, sus murallas, sus torretas y sus vidrieras con im¨¢genes de ¨¢guilas- de Harry Potter.
Preparados para nuestra noche de magia para adultos, saltamos del autob¨²s y entramos al lugar de la fiesta, dos grandes carpas de pl¨¢stico transparente que cubr¨ªan un espacio del tama?o de cinco pistas de tenis. Esper¨¢ndonos hab¨ªa un har¨¦n de chicas escasamente vestidas, todas sonriendo como azafatas a la entrada de un avi¨®n, de las que s¨®lo una parec¨ªa alejarse notablemente del ideal californiano sobre la perfecci¨®n del cuerpo femenino; evidentemente, alguien hab¨ªa decidido que los dos balones de f¨²tbol -no, de baloncesto- de silicona que asomaban por el escote de su disfraz de conejita ten¨ªan el suficiente atractivo para compensar un cuerpo que superaba por varios kilos la ortodoxia est¨¦tica reinante.
Todas las chicas -deb¨ªa de haber alrededor de 30, con un promedio de edad de 21 a?os- llevaban tacones letalmente altos, pero hab¨ªa tres tipos de vestimenta: disfraces de "conejitas" en rosa, amarillo y verde, con orejas levantadas y pompones en el trasero; chaquetas cort¨ªsimas, negras y brillantes, con bufanda blanca y botas a?os sesenta, y peque?os biquinis negros. Hab¨ªa mesas y un peque?o escenario detr¨¢s del cual dos grandes pantallas proyectaban im¨¢genes de otras mujeres ligeras de ropa que bailaban con energ¨ªa en una fiesta anterior tambi¨¦n celebrada en la mansi¨®n. La m¨²sica con la que bailaban en la pantalla era la misma que o¨ªamos en la fiesta -la misma con la que bailaban algunas de nuestras chicas-, por lo que uno ten¨ªa la sensaci¨®n de estar en dos sitios y dos zonas horarias al mismo tiempo.
Todos se abalanzaron sobre el bar , consiguieron una bebida en vaso de pl¨¢stico, se la bebieron de un trago y se lanzaron a la actividad que para la gran mayor¨ªa de los invitados iba a consumir gran parte de la velada: hacerse fotos con los brazos alrededor del mayor n¨²mero posible de chicas. Las j¨®venes, independientemente del disfraz que llevaran, se somet¨ªan a la ceremonia siempre y sin titubeos, apresur¨¢ndose como buenas profesionales a adoptar la misma sonrisa congelada, una y otra vez.
Era la misma sonrisa que en Estados Unidos se ve en los rostros de las presentadoras de informativos de televisi¨®n, las dependientas, las camareras: de una uniformidad casi temible, rob¨®tica, deshumanizada y transparentemente insincera. Salvo que en este caso la escasa vestimenta de las chicas, la sexualidad natural y desenfadada que se supon¨ªa que emanaban, hac¨ªa que el efecto fuera a¨²n m¨¢s siniestro.
Me pareci¨® que, en inter¨¦s de la objetividad period¨ªstica (que yo supiera, s¨®lo hab¨ªa otro periodista en la fiesta), ten¨ªa que intentar entablar conversaci¨®n con alguna de ellas, intentar comprender si hab¨ªa algo de vida aut¨¦ntica detr¨¢s de aquellas sonrisas pl¨¢sticas; o, mejor dicho, dado que ten¨ªa que haberla, si estar¨ªan inclinadas a dejar asomar esa vida mientras ejerc¨ªan sus obligaciones profesionales hablando conmigo.
Lo ¨²nico que se me ocurr¨ªa para iniciar una conversaci¨®n era preguntar qu¨¦ criterios hab¨ªa para decidir qu¨¦ chica llevaba cada uno de los tres disfraces. Le hice la pregunta a una chica alta y rubia con un biquini negro. "?Nosotras somos las cybergirls!",contest¨® entusiasmada. "?sas de ah¨ª son las bunnies [conejitas], y las otras son las jetbunnies". Asombrado, y sin valor -por temor a ofenderla- para preguntar qu¨¦ era una cybergirl, me alej¨¦, rellen¨¦ mi copa de champa?a (o, mejor dicho, espumoso californiano) y volv¨ª a intentarlo, esta vez con una jetbunny, una chica de cabello negro -poco frecuente- que llevaba aquel brillante traje negro, botas y bufanda blanca propios de una pel¨ªcula de ciencia ficci¨®n de los a?os sesenta. "?Buena pregunta!", respondi¨®. "Veamos, para empezar, somos playmates". ?Playmates? ?No jetbunnies? Me mir¨® vagamente indignada. "No.Jetbunnies no es nuestro nombre oficial. Somos playmates. Y las chicas que llevan el disfraz de conejitas tambi¨¦n sonplaymates. Las otras no son¡ m¨¢s que¡ cybergirls".
Fue un momento trascendental, de aquellos que reafirman nuestra fe en la vida humana. Llevaba una hora en la mansi¨®n de Hef y todav¨ªa me quedaban otras tres, pero ese "no son m¨¢s que", pronunciado a pesar de que en el ¨²ltimo momento hab¨ªa intentado guard¨¢rselo, me proporcion¨® uno de los dos atisbos de aut¨¦ntica humanidad de toda la noche, al dejarme ver aquella sincera maldad femenina, aquel desprecio competitivo que destilaba, a su pesar, la playmate. Eso s¨ª, se repuso inmediatamente y volvi¨® a asumir su actitud profesional cuando le pregunt¨¦ si pod¨ªa profundizar un poco en estas tan sutiles diferencias. Las playmates,me explic¨®, eran las que hab¨ªan posado desnudas para la revista. Las disfrazadas de conejitas eran m¨¢s recientes que otras m¨¢s venerables como ella -antigua Miss Agosto, seg¨²n tuve el honor de enterarme-, que se manten¨ªa en la categor¨ªa de playmatedesde hac¨ªa cinco a?os.
?Cu¨¢ndo perd¨ªan su categor¨ªa?, me apresur¨¦ a preguntarle; ?cu¨¢ndo se las eliminaba del equipo? ?Acaso alguien se dedicaba a vigilar con mirada diligente los inexorables estragos del tiempo? Se estremeci¨® y eludi¨® la pregunta, como si la verdad fuera demasiado horrible para tenerla en cuenta. Pero me indic¨® que en los libros figura todav¨ªa una playmate de la cosecha de 1986, y que las chicas muchas veces dejan de ser playmates cuando se casan o encuentran novio oficial. "?Dios m¨ªo!", estuve a punto de exclamar, o habr¨ªa exclamado si no se hubieran acercado dos fornidos tipos del este de Europa a rogar una fotograf¨ªa a Miss Agosto y una amiga. "?Quiere decir que adem¨¢s tienen que ser todas v¨ªrgenes?".
Alrededor de las 10 empezaron a aparecer unas cuantas celebridades (la mayor agitaci¨®n la caus¨® Pamela Anderson), seguidas de Hef, cuya llegada fue recibida con una gran conmoci¨®n de fot¨®grafos y un remolino de invitados. Acompa?ado por un s¨¦quito de cuatro rubias superoxigenadas, con vestidos que parec¨ªan una burda caricatura del look Versace, de enorme raja en la pierna y escote profundo, Hef entr¨® como un viejo emperador romano, tan arrugado como me esperaba, pero m¨¢s menudo. Las cuatro mujeres, una de las cuales era de tan extra?amente avanzada edad en este entorno que (si interpret¨¦ bien el evidente estiramiento de piel) deb¨ªa de tener la mitad de a?os que ¨¦l, formaban parte del grupo de siete que, seg¨²n me inform¨® solemnemente un invitado suramericano, viven de forma permanente con ¨¦l en su mansi¨®n. ?Qu¨¦? ?Quiere decir que...? "S¨ª", respondi¨® el suramericano, con sonrisa lasciva. "Lo hace con todas ellas. ?Todas! Las ventajas del Viagra, ya sabe".
Decid¨ª apuntarme a una visita guiada. ?sa era la tarea de las jetbunnies, acompa?ar a los invitados por la mansi¨®n (aunque nunca dentro de la casa en s¨ª, totalmente prohibido), mostrarles el "Grotto", la famos¨ªsima gruta -por lo menos dec¨ªan que era famos¨ªsima, como si cualquiera tuviera que estar enterado-, y el vasto jard¨ªn, con su laberinto de senderos, su cementerio de animales y su zoo. Una vez en el grupo de una docena de hombres que segu¨ªamos a nuestra gu¨ªa y la o¨ªamos recitar con tanta pr¨¢ctica como si fuera una gu¨ªa de museo (cosa que en cierto modo era), le pregunt¨¦ si en alg¨²n momento ella hab¨ªa sido de las privilegiadas que hab¨ªan vivido en la mansi¨®n, si hab¨ªa formado parte del har¨¦n de Hef (aunque no utilic¨¦ ese t¨¦rmino por miedo a ofenderla). "Oh, no", respondi¨®. ?Por qu¨¦ no? ?No la hab¨ªan escogido? "No se las escoge as¨ª", dijo. Entonces, ?c¨®mo decid¨ªa Hef? La jetbunny pareci¨® sorprenderse, incluso escandalizarse. "Son aut¨¦nticas relaciones, no se crea¡".
Claro, pens¨¦ mientras lleg¨¢bamos al zoo. Como las relaciones que mantiene con sus papagayos. Debe de tener una docena, unas criaturas enplumadas de colores estridentes, que hablan, que emiten palabras o, mejor dicho, ruidos, muy poco relacionados con el cerebro, y mucho menos con el coraz¨®n. Asimismo, en media docena de jaulas grandes ba?adas en una luz roja de burdel, Hef ha reunido periquitos, tucanes, monos y unas criaturas peludas de peque?o tama?o que podr¨ªan ser comadrejas, visones o mapaches. Chicas, papagayos, monos: da lo mismo. Lo importante es coleccionarlas y exhibirlas en sus revistas y en la mansi¨®n Playboy, su gran prisi¨®n dorada.
Entramos en el cementerio de animales, donde le¨ª, en una de las peque?as l¨¢pidas negras y doradas, "Dior 1982-1993", acompa?ado de un largo texto esculpido en relieve que elogiaba, entre otras cosas, las cualidades "casi humanas" del perro. Dos querubines con flautas vigilaban la tumba de Dior, el gato Siva y otras adoradas criaturas difuntas. Me habr¨ªa gustado detenerme un poco m¨¢s en mi duelo, pero la casi humana jetbunny empez¨® a andar hacia la gruta prometida. Mientras camin¨¢bamos por el sendero detr¨¢s de ella, o¨ª hablar a dos hombres -uno estadounidense y otro brit¨¢nico-, los dos claramente mayores de 55 a?os. "?Sabes qu¨¦?", dijo el estadounidense. "Ojal¨¢ me hubiera acordado de quitarme el anillo de casado antes de venir". "Es verdad, yo tambi¨¦n lo hab¨ªa pensado", replic¨® el brit¨¢nico. "?Qu¨¦ te parece que nos los quitemos por esta noche?". "Si lo haces t¨², yo tambi¨¦n".
Rid¨ªculo. Peor que rid¨ªculo: demente. Esos hombres que hab¨ªan ido conmigo a la mansi¨®n Playboy se hab¨ªan cre¨ªdo el enga?o de que aquello era una fiesta de verdad, en la que uno se enrollaba de verdad con la gente, ten¨ªa conversaciones aut¨¦nticas y contaba con la expectativa de formar relaciones genuinas que pudieran sobrevivir a la fiesta, llegar a la vida cotidiana. Hab¨ªan perdido el juicio y se hab¨ªan tragado la fantas¨ªa de que aquellas hermosas j¨®venes veintea?eras, con sus pechos desbordados y su sonrisa profesional, se hab¨ªan arreglado as¨ª con el prop¨®sito declarado de obtener sus favores sexuales. No s¨®lo es que las chicas estuvieran a su disposici¨®n; es que, seg¨²n se hab¨ªan convencido aquellos hombres en su locura, ?su objetivo urgente e inmediato era acabar la velada desnudas, en la cama, con ellos! Eran como ni?os en Disneyworld, dispuestos a creer que las personas disfrazadas que ven son los verdaderos Bugs Bunny y Mickey Mouse. Umberto Eco habla de esto en Viajes por la hiperrealidad, su ensayo sobre las galer¨ªas de personajes famosos, los parques tem¨¢ticos y los museos en Estados Unidos, donde "los l¨ªmites son cada vez m¨¢s borrosos entre juego e ilusi¨®n" hasta que "lo absolutamente falso se hace real".
La mansi¨®n Playboy es un parque tem¨¢tico sexual, y la "fiesta" a la que acud¨ª era un espect¨¢culo as¨¦ptico, en el que hab¨ªa tan poca oportunidad de que las chicas se quitaran su ropa y complacieran las tristes fantas¨ªas de los invitados como de que Marilyn Monroe volviera a la vida en el cercano museo de cera de Hollywood. En cualquier caso, habr¨ªa m¨¢s oportunidad de las dos cosas -ver carne desnuda y acostarse con un extra?o- en cualquier playa de la Costa del Sol durante julio o agosto. ?sta era una fiesta que, si alguien la hubiera filmado, no habr¨ªa merecido ni una calificaci¨®n de menores acompa?ados. Hubo dos pases de strip-tease , pero la artista no lleg¨® a quitarse las piezecillas que le cubr¨ªan los pezones, ni mucho menos la braga de su biquini.
Probablemente ¨¦se fue un detalle de buen gusto, pero que no eliminaba -sobre todo con los alaridos que acogieron su actuaci¨®n- el melanc¨®lico trasfondo. Cuando llevaba dos horas y media de lo que empezaba a parecerme una velada insoportablemente larga, me encontr¨¦ hablando con un camarero, un hombre seco, alto, que dijo que llevaba 20 a?os trabajando para las fiestas de Hef, desde la ¨¦poca en la que el presidente Jimmy Carter hizo la famosa confesi¨®n, en una entrevista con Playboy: "He mirado a muchas mujeres con deseo. He cometido adulterio en mi coraz¨®n muchas veces".
F¨ªjese en todos estos tipos, le dije al veterano camarero. ?No le parece que presentan un espect¨¢culo poco digno y pat¨¦tico? "Estoy completamente de acuerdo", respondi¨® el camarero, en mi segundo instante de contacto humano de la noche. Quiero decir -continu¨¦-, no me equivoco, ?verdad? No es posible que estas conejitas vayan a estar verdaderamente a disposici¨®n de esos tipos. "Nunca jam¨¢s: antes se congelar¨¢ el infierno", replic¨® el hombre. Y en cuanto a la fiesta en la que est¨¢bamos, era una m¨¢s de las muchas que se celebran a lo largo del a?o. Eso s¨ª, las fiestas m¨¢s importantes y elegantes, en las que hab¨ªa m¨¢s famosos y mejores copas, eran las cinco fiestas con invitaci¨®n a dormir (pyjama parties) que daba Hef cada a?o, por su cumplea?os, A?o Nuevo, etc¨¦tera. "Las pyjama parties significan, en realidad, que las mujeres se paseen en ropa interior", me explic¨® el hombre, encogiendo los hombros, como cansado de tanta ni?er¨ªa. "Ahora, la verdad, la verdad que no quieren que se sepa, es que aqu¨ª pasan much¨ªsimas menos cosas de las que se imagina la gente".
Eso s¨ª, Hef da el pego . Tiene un as-pecto elegante, c¨®modo, a gusto con su s¨¦quito de rubias. Observa el n¨²mero de strip-teasecon benevolencia satisfecha, se levanta y baila a los sones de la ¨²ltima m¨²sica rap con alegre rigidez. Es un arquetipo, un sult¨¢n americano moderno, un coleccionista de mujeres -que encima hasta pretende que pasen por v¨ªrgenes vestales- que ha hecho realidad la gran fantas¨ªa masculina de conquistas sexuales sin l¨ªmite. O, por lo menos, ha hecho, gracias al zoo de mujeres que le ha permitido reunir sus millones, que parezca realidad. Y eso es suficiente para los asistentes a la fiesta, que, en general, parecieron pas¨¢rselo en grande y disfrutaron de una noche memorable, cuyos detalles, sin duda, se apresurar¨¢n a contar a sus amigos de Asia y Europa del Este hasta el d¨ªa de su muerte, aunque sin mencionar que en realidad -como confirm¨® el camarero- no sucede gran cosa en estas famosas fiestas de la mansi¨®n Playboy.
Ni siquiera en la legendaria gruta a la que me llev¨® la jetbunny junto con los dos tipos de los anillos de matrimonio. Era una especie de gran jacuzzi de roca tan h¨²medo como una sauna, con una luz tenue y una playita a los lados, y en ella, un colch¨®n grande cubierto de cojines. Se supon¨ªa que ¨¦ste era el epicentro sexual del universo Playboy. "Al final de cada fiesta, la gente suele terminar aqu¨ª, desnuda", nos prometi¨® la jetbunny, solemne, como si nos estuviese desvelando un secreto de Estado. Justo antes de irnos, antes de subir al autob¨²s para volver al hotel -que lleg¨® puntualmente a medianoche, como la carroza de Cenicienta-, volv¨ª a echar un vistazo y la gruta estaba vac¨ªa, en silencio, salvo por el chapoteo y glugl¨² de las olas artificiales.
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