Aldeanos del instante
Ya no somos ni siquiera provincianos. Actualmente se supone que solo el que habita el presente es capaz de conocer lo que sucede. Por eso es cada vez mayor la importancia que se le est¨¢ dando al testimonio
Al finalizar su c¨¦lebre conferencia ?Qu¨¦ es un cl¨¢sico?, pronunciada en 1944, T. S. Eliot se refer¨ªa a un particular provincianismo como el rasgo m¨¢s caracter¨ªstico de nuestra ¨¦poca. Si el provincianismo puede ser definido, en una primera aproximaci¨®n apresurada, como esa particular estrechez de miras resultante de aplicar patrones adquiridos en un ¨¢rea limitada del conjunto de la experiencia humana o, desplazando levemente el enfoque, de confundir lo contingente con lo esencial, lo ef¨ªmero con lo permanente, el nuevo provincianismo introducir¨ªa una determinaci¨®n que le dotar¨ªa de una especificidad propia.
A diferencia del provincianismo cl¨¢sico, este otro lo ser¨ªa del tiempo, no del espacio y, formulado tambi¨¦n con una considerable rotundidad, vendr¨ªa definido por considerar que el mundo es propiedad de los vivos, "una propiedad sobre la que los muertos no tienen derechos", por enunciarlo con las propias palabras del poeta. Para que esta actitud acabe por convertirse en hegem¨®nica se requiere que un doble supuesto se imponga por completo, condicionando y modelando cualquier actitud ante el mundo. El primero es el de la afirmaci¨®n del presente como ¨²nica realidad temporal efectivamente importante, a cuyo lado cualquiera de las otras cl¨¢sicas dimensiones del tiempo apenas alcanza el estatuto de difusa evocaci¨®n (pasado) o vana enso?aci¨®n (futuro).
Pero la operaci¨®n obtiene toda su eficacia en el momento en que la afirmaci¨®n anterior se ve acompa?ada de un convencimiento complementario, de apariencia tan obvia (aunque en el fondo, an¨¢logamente injustificada) como el primero, a saber, el de que nadie puede discutir nuestra hegemon¨ªa en el conocimiento de ese presente por la sencilla raz¨®n de que residimos en ¨¦l. ?Qui¨¦n, si no nosotros, que somos sus protagonistas, podr¨ªa hablar con mayor conocimiento de causa de lo que nos ocurre, parece ser el supuesto incuestionado? Est¨¢ claro que el convencimiento no resiste el menor an¨¢lisis: casi tan claro como que ese convencimiento se encuentra profundamente arraigado en nuestro imaginario colectivo, que tiende a registrar como algo profundamente anti-intuitivo el hecho de que alguien pueda poner en duda el valor de nuestra interpretaci¨®n acerca de lo que tuvimos ocasi¨®n de vivir en primera persona ("?a m¨ª, que estaba all¨ª, me lo vas a decir?", es frecuente que comentemos, irritados, cuando nos sentimos cuestionados al respecto).
Conocimiento y experiencia tienden a ser consideradas como realidades asimilables cuando, de hecho, se encuentran n¨ªtidamente diferenciadas
El convencimiento arraiga en una confusi¨®n, cada vez m¨¢s extendida, entre conocimiento y experiencia, que tienden a ser consideradas como realidades asimilables cuando, de hecho, se encuentran n¨ªtidamente diferenciadas. Es obvio que, pongamos por caso, la mayor parte de seres humanos poseen la experiencia del amor, del odio, de la envidia, de la ira..., pero eso en modo alguno equivale a afirmar que conozcan la naturaleza profunda de tales emociones, por las que pueden haberse sentido embargados en muchos momentos de sus vidas. De hecho, la pregunta que el paciente, atormentado por un problema personal, dirige al terapeuta cuya ayuda solicita a menudo adopta esta forma, s¨®lo en apariencia parad¨®jica: "?qu¨¦ me est¨¢ pasando?", donde se hace evidente que el supuesto de que toda experiencia es autotransparente carece por completo de fundamento.
Pero el caso es que, mientras las realidades concretas, cotidianas, no nos den problemas, tendemos a instalarnos en dicho supuesto. M¨¢s a¨²n, es ¨¦l el que justifica la enga?osa sensaci¨®n de plenitud que nos produce protagonizar algo, vivirlo en primera persona, etc., como si el mero hecho de que nos pueda estar sucediendo a nosotros nos otorgara una supuesta autoridad gnoseol¨®gica para entenderlo y hacerlo entender a otros. Una variante particularmente difundida de esta misma sensaci¨®n es la que podr¨ªamos definir como la de protagonismo por persona interpuesta, representado por los medios de comunicaci¨®n. En efecto, se ha convertido en uno de los t¨®picos m¨¢s reiterados la autocomplaciente insistencia por parte de estos ¨²ltimos en el eslogan estamos all¨ª (supuestamente para contarlo), en el que el acento recae casi por completo en el simple hecho de la presencia f¨ªsica, quedando relegada el relato o explicaci¨®n a mero acompa?amiento o banda sonora verbal.
Sorprende, a poco que se piense, la escasa importancia concedida a lo que de veras debiera interesar, esto es, el supuesto sentido de esos acontecimientos a cuya narraci¨®n acuden los medios (en alg¨²n caso, en tropel). La interpretaci¨®n de lo que est¨¢ pasando, genuina raz¨®n de ser de la presencia de los profesionales destacados al efecto "en el lugar de la noticia", en ning¨²n caso suele ocupar mucha atenci¨®n: de hecho, ese impreciso inter¨¦s informativo al que se suele hacer alusi¨®n al anunciar la noticia misma incluye ya la aceptaci¨®n acr¨ªtica de una versi¨®n previa (que es precisamente la que justifica el tiempo que se le est¨¢ dedicando). Por su parte, los profesionales en cuesti¨®n se limitan cada vez con mayor frecuencia a aportar aquellos testimonios que proporcionen el lado humano, la dimensi¨®n emotiva o cualquier otro registro ornamental an¨¢logo.
En realidad, semejante deriva tiene poco de extra?a, y no resulta imputable en exclusiva a ese proceso de banalizaci¨®n que parece afectar a todas las esferas de lo real en esta sociedad postmoderna de nuestros pecados. La deriva mantiene un estrecho paralelismo con el fen¨®meno que viene ocurriendo en las ¨²ltimas d¨¦cadas en el ¨¢mbito de la historiograf¨ªa, donde ha sido tanta la importancia adquirida por la idea del testimonio (especialmente de los supervivientes de las grandes tragedias del siglo XX) que autores ha habido (en concreto, Annette Wieviorka) que han propuesto definir nuestra ¨¦poca precisamente como la era del testigo, caracterizada, en lo esencial, por atribuir a la figura de ¨¦ste una soberan¨ªa casi absoluta a la hora de definir el aut¨¦ntico conocimiento de los hechos. Probablemente sean el mismo recelo antite¨®rico, parecida desconfianza hacia las construcciones discursivas m¨¢s elaboradas, los que subyacen tanto a la tendencia de algunos fil¨®sofos de la historia a conceder, sin m¨¢s, valor de verdad al testimonio del protagonista (por m¨¢s variaciones que pueda haber sufrido el mismo a largo del tiempo) como a esa pregunta-comod¨ªn habitual de tantos entrevistadores, el socorrido "?c¨®mo se siente?", en el que parece condensarse la renuncia de aqu¨¦llos a interpretar con una m¨ªnima autonom¨ªa cr¨ªtica lo ocurrido y su sustituci¨®n por el relato del estado de ¨¢nimo del entrevistado, como si nada de mayor inter¨¦s pudiera serle ofrecido al p¨²blico.
Sorprende la escasa importancia concedida a lo que de veras debiera interesar, esto es, el supuesto sentido de esos acontecimientos a cuya narraci¨®n acuden los medios
Nos encontramos ante un proceso de imparable empobrecimiento de nuestra capacidad de dar cuenta de las transformaciones que se van produciendo en la realidad que nos rodea. Lo relevante, lo digno de ser tomado en cuenta a efectos de intentar entender lo que nos pasa, ha ido padeciendo un proceso de adelgazamiento que, a base de reducirlo a su m¨ªnima expresi¨®n, ha terminado por convertirlo en un referente vac¨ªo. Si s¨®lo existe de veras lo que ahora hay, y de esto ¨²nicamente importa lo que me pasa a m¨ª (o aquello en lo que estoy presente, puesto que lo que les pase a otros, o en mi ausencia, no entrar¨¢ nunca, por definici¨®n, bajo mis competencias gnoseol¨®gicas), en tal caso nada existe en realidad y apenas cosa alguna puede considerarse merecedora de nuestra atenci¨®n. Ahora estamos en condiciones de apreciar hasta qu¨¦ punto se quedaba corto Eliot en su diagn¨®stico. Incluso la etapa en la que ¨¦ramos satisfechos provincianos del presente parece haber quedado definitivamente a nuestras espaldas. Ahora tan s¨®lo somos aldeanos del instante ¡ªtan satisfechos como cuando ¨¦ramos provincianos, pero mucho m¨¢s ignorantes que entonces¡ª.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona.
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