Elogio a la familia
¡°Nos cost¨® mucho trabajo, mucho esfuerzo y mucha discusi¨®n interna, pero finalmente lo logramos. Esta es una de las pocas Unidades de Cuidados Intensivos en la que las familias pueden entrar, quedarse y acompa?ar permanente a sus enfermos. Los resultados han sido excelentes. Nosotros mismos, los m¨¦dicos y el personal de enfermer¨ªa, nos hemos sentido m¨¢s acompa?ados¡±.
Converso con el Dr. Jorge Neira, uno de los mejores m¨¦dicos argentinos y reconocido internacionalmente por su trabajo en el campo de la medicina intensiva, particularmente, como jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos del Sanatorio de la Trinidad, en el barrio de Palermo de la Ciudad de Buenos Aires. Neira no parece ser un m¨¦dico convencional. En su peque?a oficina, sobre la pared, se mezclan resultados de ex¨¢menes, planillas, anotaciones y un retrato de Jorge Luis Borges, autor a quien remite cada vez que puede cuando habla del avance de la medicina y de la complejidad del cuidado humano, dos cuestiones que no siempre parecen convivir arm¨®nicamente en el debate cient¨ªfico contempor¨¢neo.
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A las Unidades de Cuidados Intensivos llegan siempre pacientes en estado de extrema gravedad, muchos de ellos para pasar all¨ª las ¨²ltimas horas de su vida. Neira sabe que lo que se juega en ese espacio son cuestiones bastante m¨¢s complejas que las que puede elucidar la ciencia m¨¦dica. Una ciencia cada vez m¨¢s sofistica, pero tambi¨¦n m¨¢s impersonal y deshumanizada. ¡°Desde el punto de vista m¨¦dico ¨C dice ¨C hay rutinas que debemos seguir y que hoy no tienen grandes misterios. Lo m¨¢s complejo, lo m¨¢s delicado aqu¨ª son las preocupaciones ¨¦ticas¡±. Por eso, el Dr. Neira y su equipo han abierto las puertas de la terapia intensiva, permitiendo una mayor presencia y acompa?amiento de las familias. El cuidado de un ser humano que est¨¢ cercano a la muerte no puede ser dejado apenas en manos de un conjunto de especialistas, cuyos conocimientos cient¨ªficos s¨®lo permiten intervenir en la dimensi¨®n biol¨®gica de un cuerpo cuyo sufrimiento va siempre mucho m¨¢s all¨¢ de la enfermedad.
La medicina moderna despoja al ser humano de su propia muerte, como ha se?alado Philippe Ari¨¨s en su imprescindible Morir en Occidente. Nadie puede evitar la muerte, pero s¨ª aspirar a que su sentido se anule y su presencia se desvanezca. Morirse de repente, sin darse cuenta, durmiendo por la noche, ha pasado a ser nuestra aspiraci¨®n, aterrados ante la posibilidad de una agon¨ªa lenta y atormentada. El hecho no deja de ser paradojal, ya que la medicina, justamente, ha permitido inmensos avances en la disminuci¨®n del dolor, ese infierno que nos atemoriza y que pretendemos alejar de nuestras vidas. Sin embargo, en su hom¨¦rico combate al padecimiento, la medicina moderna ha silenciado la muerte, la ha deshumanizado y ha contribuido a que su perturbadora presencia no nos moleste, no nos interpele, no nos mire a los ojos haci¨¦ndose parte de nuestra propia vida. Ya no hay m¨¢s despedidas, hay protocolos de atenci¨®n, complejos equipamientos, sofisticadas drogas y medicinas que nos acompa?an en los momentos finales, mientras esperamos que la muerte nos sorprenda, irreverente, de golpe. El impresionante desarrollo cient¨ªfico y tecnol¨®gico de la industria m¨¦dica mucho ha ayudado a salvar vidas y a evitar enfermedades. Al mismo tiempo, ha transformado la sobrevida en una obsesi¨®n que poco parece importarse con el estado de profunda soledad con que muchos seres humanos reciben la muerte. El dolor de la partida, el infinito abismo del abandono que supone la muerte, no se reduce al dolor del cuerpo. Y es por esto que, en esos momentos, la medicina sola no alcanza. Es por esto que, en algunos momentos, la medicina sobra. Se trata, sin lugar a dudas, de una cuesti¨®n ¨¦tica, no tecnol¨®gica o instrumental.
Actualmente, aunque la parafernalia tecnol¨®gica hace que las Unidades de Cuidados Intensivos se parezcan cada vez m¨¢s a los laboratorios de la NASA, la condici¨®n de abandono humano y de soledad que experimentan los pacientes pueden haberse vuelto m¨¢s agudas. Se juega all¨ª una compleja dial¨¦ctica entre los sentidos del cuidado: ?tener un ser humano conectado a diversos aparatos que lo mantienen vivo alcanza para contener todas las dimensiones de la atenci¨®n que precisa un enfermo al borde de la muerte? ?En qu¨¦ momento es mejor que su mano la sostenga su compa?ero o compa?era, sus hijos, sus amigos, cualquier ser querido o una enfermera dispuesta a colocarle un nuevo acceso vascular? No nos queremos morir. No queremos que quienes amamos mueran, y la medicina nos aporta la coartada que necesitamos: que la muerte nos lleve, sin que nos enfrentemos a ese insoportable momento de la despedida.
Por estos y otros motivos, el Dr. Neira, a contramano de la corriente dominante en el campo de la medicina, ha ampliado la entrada y la permanencia de las familias en el sector que dirige. Lo hace, porque sabe que una de las cosas m¨¢s intensivas que debe tener una Unidad de Cuidados Intensivos es el amor y el respeto a la dignidad humana en todo momento, especialmente, en los de dolor, sufrimiento y luto.
No deja de ser curioso que las barreras a la presencia de las familias no s¨®lo se interpongan en las instituciones que nos cuidan al momento de morir, sino tambi¨¦n, al momento de volvernos miembros de nuestra comunidad, o sea, al momento de educarnos. Al enfermo se lo recluye y se lo a¨ªsla. A los ni?os y a las ni?as que ingresan al sistema escolar, tambi¨¦n. La familia molesta, perturba, incomoda, entorpece, dificulta el trabajo de los especialistas en los hospitales. Tambi¨¦n, del cuerpo especializado de profesionales a los que la sociedad ha delegado la funci¨®n de educar: los docentes.
Existen, claro, excepciones. Diversas pol¨ªticas o experiencias educativas permiten observar la gran contribuci¨®n que la participaci¨®n de las familias realiza para el mejoramiento y la democratizaci¨®n de las instituciones escolares. Del mismo modo, podr¨ªa notarse que existen enormes diferencias entre la condici¨®n y las necesidades de un individuo en situaci¨®n de extrema gravedad f¨ªsica y un ni?o, una ni?a o un joven que asiste a la escuela. Sin embargo, se trata de situaciones que, m¨¢s all¨¢ de sus especificidades, vuelven a la familia un agente de fundamental importancia para participar de ambos procesos, haci¨¦ndolos m¨¢s humanos, m¨¢s sensibles y, valga la redundancia, m¨¢s intensos. Es al final y al comienzo de la vida, donde la presencia familiar se torna indispensable y necesaria, no s¨®lo para quienes deben ser asistidos o educados, sino tambi¨¦n, y fundamentalmente, para quienes los asisten y los educan. Se trata, por lo tanto, de no partir del presupuesto de que todos dispondr¨¢n de una familia cuidadosa, protectora y cari?osa, unida afectivamente y desbordante de amor. No creo que debamos aspirar a vivir en sociedades donde el modelo de estructura familiar sea id¨¦ntico al que protagonizaba Michael Landon, en el papel de Charles Ingalls, en aquella peque?a casa de la pradera, donde tres angelicales ni?as rubias y una piadosa madre irlandesa edificaban el sue?o americano hacia fines del siglo XIX. Familias las hay, y de todos los tipos. Cambiar un modelo hospitalario o escolar que desprecia la presencia de la familia por otro dispuesto a acoger un tipo ideal y ¨²nico de modelo familiar, constituye sin lugar a dudas un error. De lo que se trata es de no negar el derecho que cada ser humano tiene de estar, si lo desea y lo necesita, al lado de su familia en los momentos m¨¢s importantes de su vida. Tambi¨¦n, de permitir que los profesionales que acompa?an a los individuos en esas instituciones fundamentales, puedan, en el intercambio y en el di¨¢logo con las familias, mejorar sus pr¨¢cticas, entender mejor a los sujetos que deben asistir o educar. La familia, adem¨¢s de un valioso sustento m¨¦dico y pedag¨®gico, constituye una fuente inmensa de informaciones y de datos acerca de esos sujetos que est¨¢n siendo curados, cuidados y, naturalmente, tambi¨¦n, educados.
La expulsi¨®n de las familias de las escuelas no es, en este sentido, muy diferente a la expulsi¨®n de las familias de las instituciones hospitalarias.
S¨¦ que el tema es enmara?ado y remite a un enorme n¨²mero de cuestiones pol¨¦micas y en modo alguno susceptibles de consensos inmediatos. Sin embargo, no menos cierto es que, vaya paradoja, lo m¨¢s cercano que tenemos cada d¨ªa, esa misteriosa y siempre diversa constelaci¨®n de afectos que constituye nuestra familia, se ha tornado un estorbo en los dos momentos m¨¢s fundamentales que un individuo puede atravesar en su vida.
La derecha y los conservadores nos aportan en su narrativa un recetario interminable de recomendaciones moralistas y pacatas acerca de lo que deben ser las familias. Al mismo tiempo, depositan en ellas un imperativo de sobrevivencia y progreso meritocr¨¢tico en sinton¨ªa con la ilusi¨®n liberal o neoliberal de un mercado abierto y competitivo, donde los ¡°mejores¡± triunfar¨¢n y a los ¡°peores¡± les restar¨¢ el sabor del fracaso y la ilusi¨®n del volver a empezar. La izquierda, por su parte, ha aceptado el corset ideol¨®gico que el conservadurismo ha impuesto al debate sobre la familia en las sociedades modernas y parecer¨ªa temer toda discusi¨®n sobre el asunto, como si se tratara de una tem¨¢tica ajena a la democracia, a la justicia social y al buen vivir.
Debemos, entonces, abrir las barreras. Hacer de las familias, de esas familias reales, complejas, diferentes, unidas o desunidas, felices o infelices a su manera, sujetos part¨ªcipes de esas dos instituciones que tanto bien y tanto mal han producido en las sociedades humanas: las escuelas y los hospitales.
Hay que hacerlo porque tomar a alguien de la mano, ser¨¢ siempre, una cuesti¨®n ¨¦tica.
Desde Buenos Aires
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