Un d¨ªa en Google
El gigante de Internet ha creado una ciudad de dos millones de metros cuadrados y 3.000 empleados desde la que dirige, idea y da forma al futuro de la web y las comunicaciones La empresa se asienta en el coraz¨®n de Silicon Valley, en la revolucionaria California, en el rinc¨®n del mundo que concentra a la gran industria de las nuevas tecnolog¨ªas
A la entrada del comedor, Maggie pasa su tarjeta de empleada y tiene gratis toda la gastronom¨ªa mundial. Cuando llegue a casa, se encontrar¨¢ un mensaje con las calor¨ªas, hidratos y prote¨ªnas que ha ingerido. Google cuida de sus googlers.
En el 1600 de Amphitheatre Parkway se encuentra la parte terrenal del mayor imperio de Internet del planeta: Google. Cada d¨ªa, 620 millones de personas entran en el buscador. En sus oficinas no hay horarios. Los 3.000 trabajadores de Googlelandia (37.000 en todo el mundo) viven dispersos por la bah¨ªa de San Francisco y adaptan el puesto de trabajo a sus h¨¢bitos.
Uno de ellos es Francesc Campoy Flores. Su labor consiste en difundir en charlas, redes sociales y blogs el lenguaje de programaci¨®n Go, promovido por el buscador. Este treinta?ero barcelon¨¦s toma cada ma?ana en San Francisco un autob¨²s de la empresa que le lleva a Googleplex, nombre oficial de la sede de la empresa de Silicon Valley. Va sentado en sillones de cuero con wifi de alta velocidad para poder trabajar durante el trayecto.
En Googleplex se ha recreado una especie de Arcadia feliz. Ernesto de la Rocha vive sus primeros meses aqu¨ª. Su herramienta de integraci¨®n es la bolsa de f¨²tbol que lleva en el coche. ¡°Conoces gente con la que quiz¨¢ puedes colaborar. Adem¨¢s de trabajar en equipo, en el vestuario nos contamos proyectos, y es normal que surjan experimentos y se mejoren las ideas¡±, explica este toledano de 27 a?os.
El verde es para la hierba; el azul, para el cielo, y entre medio rojos y amarillos, para los edificios de la miniciudad, con lo que se completan los colores de Google. Ni un desconchado en la pintura, ni un papel en el suelo, ni una voz m¨¢s alta que otra. Los sheriffs patrullan en patinetes. Todo parece sacado de El show de Truman.
M¨¢s que un centro de trabajo, parece un campus universitario, no solo por lo relajado en el vestir, sino por la juventud de los trabajadores. Lo normal es moverse en bicicleta. Hay un servicio interior de la propia empresa, pintadas con los colores del logo. Basta tomar una y pedalear. Visitantes, abstenerse. ¡°Podr¨ªas caerte y demandarnos¡±, advierte Maggie Shiels.
Maggie fue periodista de la BBC y ahora trabaja aqu¨ª con los medios. Pronto recibir¨¢ un curso de HTML5 (el lenguaje de programaci¨®n web m¨¢s avanzado). ¡°Quiz¨¢ me depare un cambio en mi vida¡±, suelta con flema brit¨¢nica.
Googlelandia es una ciudad que abarca m¨¢s de dos millones de metros cuadrados, con cinco edificios que se alimentan con paneles solares para ser energ¨¦ticamente sostenibles. Econ¨®micamente lo son de sobra. En 15 a?os han pasado de perder millones a conseguir beneficios superiores a 10.000 millones de euros. Nunca tanto servicio gratuito proporcion¨® tanto dinero ni tanto control sobre el mundo.
Unos van por aqu¨ª en patinete, otros parecen deambular disfrazados. Chanclas, bermudas y camisetas son el uniforme del empleado de esta f¨¢brica de software y algoritmos. Cada esquina se aprovecha para una ocurrencia. Si una zona recuerda un campamento militar, en otro punto la colonia japonesa de googlers ha levantado un jard¨ªn zen, y en otro la tribu ecologista ha creado un huerto de jud¨ªas verdes.
Junto al comedor se forma una cola delante del taller de reparaciones. Cualquiera puede llevar su ordenador o su bici para una puesta a punto. En el siguiente pasillo hay una bolera de cuatro pistas. A pesar de sus atractivas pantallas electr¨®nicas y marcadores luminosos, solo una pareja se desliza por el parqu¨¦. ?l es mexicano, y ella, coreana. Ambos trabajan en Ads, el servicio de inserci¨®n de publicidad en el buscador, la joya de la corona de la empresa. Si la bolera est¨¢ desierta, m¨¢s ¨¦xito tiene la lavander¨ªa. Montones de bolsas, con nombres colgando, se agolpan frente a las m¨¢quinas industriales. ?Para qu¨¦ hacer la colada en casa cuando se puede traer al trabajo y llev¨¢rsela limpia, y gratis, al d¨ªa siguiente? Hay que ganar tiempo. Productividad, productividad. Es la consigna.
El edificio noble es el n¨²mero 43. Un transbordador espacial corona las escaleras de madera de la entrada y hay paredes llenas de fotos con los grandes hitos de la empresa. En la salita de espera, una gran nevera ofrece refrescos, pero nada de bebidas con gas, que engordan. Solo agua, aunque de distintos sabores.
Googlelandia est¨¢ de fiesta. Celebra este mes el orgullo negro. Doce meses, doce causas dedicadas al buenismo o a la mala conciencia. No se ve mucho negro, aunque seguramente habr¨¢ una cuota. Google no indica cu¨¢ntos de sus empleados son mujeres, ni el porcentaje por edad ni raza, pero Maggie recuerda que tienen hasta grayglers (empleados canosos), y como muestra, Vinton Cerf, padre de Internet y propagandista de la empresa. ?Alg¨²n otro empleado maduro? Nos repiten: la empresa no proporciona datos de la edad, sexo o raza de sus empleados.
Aqu¨ª no hay horarios, todos adaptan el trabajo a sus h¨¢bitos
Esta vez toca llenar las paredes con charlas y conferencias de artistas, investigadores e historiadores afroamericanos. Las actividades se plantean a partir de las cinco de la tarde o a la hora de comer. ¡°Lo organizan ellos mismos¡±, aclara Maggie, ¡°pero la empresa corre con los gastos, salas y cuestiones de infraestructuras¡±. Esa es la misi¨®n de la Black Google Network.
Al cruzar la calle, un coche nos cede el paso, aunque lo sorprendente es que va sin conductor. Otra genialidad de este gigante, que tiene un 37% de sus empleados dedicados a la ingenier¨ªa. La mitad de todos sus productos se encuentran en fase de pruebas. Los veh¨ªculos autodirigidos ya tienen licencia para circular en el Estado de California.
Llegamos a un edificio consagrado a Android, su sistema operativo, inicialmente para m¨®viles y ya en tabletas, consolas, televisores, relojes y pronto en coches y neveras¡ El robot verde, la imagen de Android, est¨¢ aqu¨ª reproducida como una estatua gigante en un jard¨ªn. Nos lo encontramos en todas las versiones posibles: como un superh¨¦roe, actor, cocinero¡La adoraci¨®n est¨¢ justificada. Ha sido una jugada maestra empresarial, pues evit¨® a Google quedarse marginada del mundo de los smartphones y quitarle el cetro a Apple. Android es un ejemplo m¨¢s de la imparable investigaci¨®n de esta empresa.
Por ejemplo, Google Now!, un software para smartphones que pronostica lo que se tarda de casa a la oficina seg¨²n la hora a la que salgas. Baris Gultekin (Estambul, 1977) es el cerebro de este servicio que, con solo echar un vistazo, te informa del tiempo en las pr¨®ximas horas o a qu¨¦ hora se debe salir de casa para llegar puntual a la cita. Cuando se viaja a un lugar distinto del de origen, muestra los monumentos m¨¢s cercanos. ¡°Tambi¨¦n sabe decirte cu¨¢nto cuesta algo en tu moneda cuando est¨¢s en el extranjero¡±, explica Gultekin, ¡°o te advierte cu¨¢ndo se estrenan en el cine las pel¨ªculas que te interesan¡±.
Tras graduarse en la vecina Universidad de Stanford, como los fundadores Larry Page y Sergey Brin, Gultekin pas¨® a formar parte del equipo que desarrolla la aplicaci¨®n de los anuncios, Ads. Despu¨¦s, al servicio de los mapas. Fue entonces cuando se propuso adelantarse a las peticiones del consumidor. Su proyecto es el resultado de esa libertad creativa. Los ingenieros de Google cuentan con el 20% de su tiempo para proyectos propios. El correo Gmail fue fruto de este tiempo libre. Cuando llevaba un a?o dedicando los viernes a esta idea, se la present¨® a sus superiores. Now! ya est¨¢ en los smartphones con Android.
Tedd Carlisle se esmera en desmontar clich¨¦s sobre los cerebros que contratan. Asegura que las calificaciones universitarias no son determinantes. ¡°S¨ª se mira, mucho, much¨ªsimo, en los reci¨¦n salidos de las aulas. Pero el resto de las veces nos interesa saber qu¨¦ sabe hacer alguien y ver si su forma de ser encaja con nosotros¡±.
Carlisle es uno de los responsables de contrataci¨®n. Su antesala est¨¢ atestada de m¨¢quinas recreativas, desde el tetris a juegos de baile con un ritmo endiablado. El centro se reserva para una mesa de pimp¨®n impoluta, parece la original, la que en sus inicios empleaban como mesa de reuniones. Otra reliquia de la historia, corta, pero extraordinaria, de este imperio que nos gobierna sin enterarnos. Este edificio 42, desde luego, no parece una fiesta, a pesar de las maquinitas y de que algunos de los trabajadores se han montado un carrito coctelera con material para hacer m¨²ltiples variaciones de gin tonics.
Uno de los m¨¢s viejos del lugar es Bernardo Hern¨¢ndez, fue uno de los primeros espa?oles en llegar a Google. Este salmantino de 43 a?os, tras siete en la empresa, ha decidido decir adi¨®s. Ha sido director mundial de marketing de Google Maps; luego estuvo en el lanzamiento de Android, y despu¨¦s, responsable del contenido local y gastron¨®mico. Durante este tiempo tambi¨¦n aprovech¨® para montar Step One, una aceleradora de empresas tecnol¨®gicas espa?olas en el valle del silicio. Solo tiene buenas palabras para su empresa. Considera que es el lugar m¨¢s creativo donde ha trabajado nunca.
Para Carlisle, que alguien se vaya no es una alegr¨ªa, es un problema. ¡°Tenemos un equipo para mantener relaci¨®n con los exgooglers. Cuando conseguimos la propuesta adecuada, les invitamos a volver¡±.
A ¨²ltima hora de la tarde no hay mesas libres para disfrutar del sol y tomar un capuchino. La atracci¨®n de los googlers son dos parejas jugando a v¨®ley-playa. Los espa?oles disfrutan del lugar, pero siguen, como los emigrantes de la posguerra, con la idea de volver a casa. ¡°Quiz¨¢ cuando mejoren las cosas¡±, rumia el toledano Ernesto de la Rocha.
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