Una pasi¨®n egipcia
El escritor Juan Goytisolo lleva 45 a?os sumergi¨¦ndose en El Cairo. Sus recuerdos de "rompesuelas" se funden con la preocupaci¨®n por un pa¨ªs que late entre el ruido y la furia
1) No se ilusione o inquiete el lector. El contenido del presente art¨ªculo no es el argumento de un ¨¦xito de ventas en el que, por ejemplo, una compatriota nuestra insatisfecha de su relaci¨®n conyugal con un marido mediocre y austero cae perdidamente enamorada de un apuesto gu¨ªa local que a la postre la enga?a, resulta ser un traficante de drogas y la empuja a un final tr¨¢gico de una Emma Bovary o Karenina de pacotilla. No, la pasi¨®n a la que me refiero es por un pa¨ªs y m¨¢s concretamente una ciudad adonde viaj¨¦ biso?o en noviembre de 1968 y que he visitado desde entonces una docena de veces, ciudad en donde forj¨¦ mi experiencia de rompesuelas urbano despu¨¦s de patearla a mis anchas y establecer con ella una relaci¨®n de inmediatez afectiva dif¨ªcil de razonar: hormiguero humano abrumador e incentivo, brutal y hospitalario, en el que los t¨¦rminos opuestos se a¨²nan y cuyos acontecimientos que lo sacuden desde mi ¨²ltima estancia, tras la ca¨ªda de Mubarak, contemplo en la pantalla del televisor.
El Cairo es para m¨ª una superposici¨®n de planos distintos: las salas siempre fascinantes del Museo Egipcio; el per¨ªmetro que se extiende desde Tahrir a Ezbek¨ªa; el trayecto sinuoso de Bab Futuh a Al Ghuri; el Jan Jalili, en uno de cuyos caf¨¦s divis¨¦ a Naguib Mahfuz, pero no quise importunarle; la cornisa del Nilo y Zamalek; la extensi¨®n sin fin de Imbaba; la Ciudad de los Muertos, al pie de la fortaleza de Muqatamm, en la que pas¨¦ la noche en un mausoleo cercano al del im¨¢n Shafii y al de los califas abas¨ªes¡
2) En mi primera cala en su laberinto urbano me aloj¨¦ en el Continental Savoy (hoy desaparecido), frente al teatro de la antigua ?pera (que arder¨ªa a?os despu¨¦s) y al parque de Ezbek¨ªa, con la multitud festiva que discurr¨ªa entre los quioscos de refrescos y vendedores ambulantes. El hotel ten¨ªa unas habitaciones inmensas con ventiladores que no funcionaban y unos pasillos largu¨ªsimos por los que siempre vagaba alg¨²n sirviente nubio con turbante y galab¨ªa inmaculadamente blancos.
El Cairo? es para m¨ª? una superposici¨®n de planos distintos
Plano en mano, tomaba por Adly Pach¨¢ hasta la gran sinagoga custodiada por la polic¨ªa, y, desde all¨ª, por Talat Harb, hasta El Cairo internacional de la primera mitad del siglo XX: el de los caf¨¦s restaurantes como Riche y Estoril, frecuentados por los intelectuales y en donde los camareros atend¨ªan en franc¨¦s a los extranjeros y los clientes le¨ªan Le progr¨¨s ?gyptien. Este tri¨¢ngulo formado por Adly Pach¨¢, Talat Harb y Ksar el Nil fue mi querencia en el curso de los siguientes viajes, cuando pas¨¦ a alojarme en los a?os setenta y ochenta en el hotel Cosmopolitan, con su viejo bar ingl¨¦s y sus l¨ªneas telef¨®nicas imposibles.
A?o tras a?o, verificaba su decadencia y extinci¨®n de la clientela tradicional. La ca¨ªda de la monarqu¨ªa, la nacionalizaci¨®n del Canal de Suez, el descalabro brutal de la Guerra de los Seis D¨ªas, marcaron el fin de una ¨¦poca. En mi ¨²ltima visita a El Cairo, despu¨¦s de un di¨¢logo p¨²blico con Alaa al Aswany en el Instituto Cervantes, uno de mis acompa?antes me mostr¨® el edificio Yacobi¨¢n que protagoniz¨® su novela. Aunque decr¨¦pito, segu¨ªa en pie. A un centenar de metros de all¨ª, la terraza del Riche en donde un nubio enturbantado alejaba anta?o suavemente, con una vara, los gatos que asediaban las mesas de la clientela (pero sin expulsarlos jam¨¢s pues su empleo depend¨ªa precisamente de su intrusiva presencia) hab¨ªa cerrado y solo un pu?ado de nost¨¢lgicos tomaba caf¨¦ en el interior, en el escenario de su gloria desvanecida.
3) La lectura del espacio de la hoy mundialmente famosa plaza Tahrir resiste a la pluma m¨¢s avezada a los desaf¨ªos de la escritura. Pol¨ªgono irregular en el que confluyen r¨ªos de autom¨®viles desde todo el ¨¢mbito urbano, es c¨¦lebre por sus ruidosos atascos y por la muchedumbre que se cuela entre ellos y cubre sus vastas aceras y archipi¨¦lagos peatonales en medio del tr¨¢fico. All¨ª, ¡°en las entra?as de la vida en creaci¨®n y movimiento¡± (cito a¨²n a ?lie Faure) en donde vibra el pulso de una ciudad perpetuamente estremecida de fiebre. En mis ¨²ltimas visitas a La Victoriosa (tal es la etimolog¨ªa de El Cairo) me hospedo en el cercano Shepheard¡¯s (?otro hotel de la ¨¦poca del protectorado brit¨¢nico!) con una vista de tarjeta postal de la mansa corriente del Nilo.
Encajonado entre el Museo Egipcio (recuerdo mi sobresalto ante la noticia pronto desmentida de su saqueo durante las turbulencias que precedieron a la ca¨ªda del dictador), el Nile Hilton (en donde film¨¦ la boda surrealista y grotesca de unos nuevos ricos de la cleptocracia de Mubarak) y el temible Minotauro de la Mogana (sede de la omnipresente burocracia descrita ya por Richard Burton en su busca del pasaporte preceptivo para su peregrinaci¨®n a La Meca), Tahrir es el lugar id¨®neo para la celebraci¨®n de manifestaciones multitudinarias como las que acompa?aron el duelo de Nasser y de la c¨¦lebre cantante Umm Kaltum. Espacio de violencia pero tambi¨¦n de calidez y fraternidad, fue el epicentro del terremoto que arrambl¨® en quince d¨ªas con la dictadura de Mubarak y en menos de tres con el Gobierno leg¨ªtimo de su sucesor Mohamed Morsi. Las im¨¢genes que transmit¨ªa la tele en 2011 (cargas de la polic¨ªa antidisturbios, gases lacrim¨®genos, fuego real) se mezclaban en mi memoria con las de la noche en la que lo atraves¨¦ a oscuras camino del puente de Gezira durante el apag¨®n que sumi¨® a todo Egipto en las tinieblas y, a diferencia de lo ocurrido en Nueva York en 1977, no hubo escenas de robo y pillaje: los transe¨²ntes caminaban a tientas guiados por los faros de los autom¨®viles con una mezcla pragm¨¢tica de fatalismo y humor.
4) Hay muchos Cairos. Los de mis lecturas de Naguib Mahfuz, del gran Gamal al Guitani, Sonallah Ibrahim, Edward al Jarrat, Alaa al Aswany¡ sin olvidar, claro est¨¢, el de los cl¨¢sicos, de Ibn Battuta a Lane y Richard Burton, as¨ª como el de los egipt¨®logos de la estirpe de Maspero. Como en otras ocasiones me demor¨¦ en la descripci¨®n del cementerio de Al Qarafa y del Ramad¨¢n en la mezquita de Sayida Zineb, un semillero de fieles que sostendr¨ªan m¨¢s tarde al presidente Morsi antes y despu¨¦s de su sangrienta deposici¨®n por los militares, referir¨¦ ahora la breve incursi¨®n a Imbaba en uno de mis viajes.
El problema del pa¨ªs no es ya pol¨ªtico sino existencial
La hice en un antiguo taxi blanquinegro, con cuyo ch¨®fer regate¨¦, en juego compartido, el coste del paseo y lo suyo, mientras que con una sonrisa abierta y cordial como solo he hallado en Egipto (Genet me habl¨® de las que se cruzaba en Karachi, pero yo nunca he puesto los pies all¨ª) se volv¨ªa continuamente a mirarme y sorteaba a un tiempo milagrosamente los escollos del tr¨¢fico.
Al otro lado del Nilo, mas a mil leguas de los barrios residenciales de Doki o Zamalek, el visitante descubrir¨¢ en Imbaba los efectos de una urbanizaci¨®n improvisada y ca¨®tica mediante la cual millones de cairotas levantan sus viviendas sin autorizaci¨®n alguna u obtenida gracias al proverbial bakch¨ªs (soborno). Entre las avenidas paralelas que lo atraviesan, edificios fr¨¢giles, a veces a medio construir, parecen api?arse apuntal¨¢ndose unos a otros para mantenerse en equilibrio. El taxista estaciona junto a una mezquita con las esterillas dispuestas para el rezo y le sigo por un laberinto de callejas faltas de servicios b¨¢sicos y en donde la ingeniosidad de los moradores suple las carencias del Estado. Las redes caritativas de los Hermanos Musulmanes distribuyen harina, arroz y habas a una cola paciente de mujeres cubiertas con pa?uelo y chiquillos que aguardan su turno al sol. En la llamada Rep¨²blica Isl¨¢mica de Imbaba proliferan las escuelas cor¨¢nicas y centros sociales de la Hermandad. Los tuk-tuk o motocarros con pasajeros o mercanc¨ªas se abren paso en medio del gent¨ªo, pero los nervios a flor de piel de los automovilistas de Tahrir con sus insistentes claxonazos ceden el paso a las bromas y el compadrazgo. Algunos raros fumadores de narguile contemplan el espect¨¢culo con sabidur¨ªa ancestral.
El ch¨®fer me lleva a su casa y me presenta a la familia, orgulloso de su hu¨¦sped extranjero que, faltando, ?ay!, a la verdad dice que ¡°habla perfectamente el ¨¢rabe¡±. Sus hijos y los ni?os de sus vecinos me miran y cuchichean. Su mujer se ha retirado a la min¨²scula cocina. ¡°Aqu¨ª en Imbaba, comenta el taxista, nadie se ocupa de nosotros. Nos las arreglamos solos¡±.
5) ?Est¨¢n condenados los egipcios a escoger entre el oscurantismo ideol¨®gico religioso y una dictadura militar? Como se?alan los economistas y expertos en medio ambiente, el problema de su pa¨ªs no es ya pol¨ªtico sino existencial. Con una poblaci¨®n que ha doblado en los ¨²ltimos treinta a?os y sin ning¨²n programa de estricto control de natalidad a la vista; con una superficie agr¨ªcola inferior al 4% del territorio nacional y que amengua paulatinamente tanto en raz¨®n de una urbanizaci¨®n ca¨®tica como de la creciente salinizaci¨®n del Delta, a resultas del cambio clim¨¢tico; con un 40% de la poblaci¨®n con una renta inferior a dos d¨®lares diarios y una cruel e irracional exclusi¨®n de la mujer de la vida social, esta conjunci¨®n de factores es una bomba de relojer¨ªa que ni liberales, nasseristas, coptos, j¨®venes revolucionarios de 2011, hermanos musulmanes, salafistas ni una renovada autocracia militar pueden desactivar sin aparcar de alg¨²n modo sus diferencias y elaborar un programa inclusivo de salvaci¨®n nacional. Si bien la Cofrad¨ªa, cuyos dirigentes est¨¢n de nuevo entre rejas, ha mostrado su incapacidad de afrontar el reto de la construcci¨®n de un Estado moderno (no se puede edificar una democracia sin dem¨®cratas), aqu¨¦l no podr¨¢ erigirse sin contar con ellos. La respiraci¨®n asistida de los petrod¨®lares saud¨ªes y del Golfo no resuelve las cosas, ¨²nicamente las aplaza y complica. Hay que ir a las ra¨ªces del mal.
6) En el horizonte emerge a¨²n un nuevo desaf¨ªo: la construcci¨®n por Etiop¨ªa de una presa gigante en el Nilo Azul que disminuir¨ªa considerablemente, de llevarse a cabo, el caudal del que se abastece el 97% de la poblaci¨®n egipcia. Las consecuencias de tal proyecto, ya en marcha, ser¨ªan devastadoras, pero las demandas de suspensi¨®n o revisi¨®n a la baja del mismo no han surtido efecto y la amenaza de un conflicto b¨¦lico no puede descartarse. La comunidad internacional y la Uni¨®n Africana deber¨ªan implicarse con urgencia para impedir un desafuero que afectar¨ªa a esos millones de egipcios que al hilo de las revoluciones y el estruendo de los tanques se esfuerzan en vivir con dignidad.
Mi pasi¨®n por el pa¨ªs confluye, en medio del ruido y la furia, en la tragedia vivida por su pueblo durante las turbulencias de estas ¨²ltimas semanas.
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