El div¨¢n
Los ladridos de los perros se hacen m¨¢s persistentes hasta apoderarse por completo del sonido de las campanas
El escenario est¨¢ a oscuras. Se oyen campanas y furiosos ladridos de perros. A medida que la escena se ilumina, aparece una sala con un decorado ambiguo. Media sala es un despacho austero, casi desnudo. La otra media, de estilo barroco, podr¨ªa ser una sacrist¨ªa llena de cornucopias de oro. Por todo el escenario se pasea a sus anchas un gato negro. Un ventanal al fondo deja ver la silueta de la c¨²pula de san Pedro de Roma. En la parte austera de la escena hay un div¨¢n donde el papa Francisco vestido de blanco est¨¢ tumbado con el solideo, su anillo de lat¨®n, el crucifijo de madera sobre el pecho y unos zapatos con suelas de goma. Detr¨¢s del div¨¢n, sentado en un c¨®modo sill¨®n, un psicoanalista con la mano en la mand¨ªbula se dispone a atenderle aunque simula estar dormitando. Los ladridos de los perros se hacen m¨¢s persistentes hasta apoderarse por completo del sonido de las campanas. Envuelto en una luz cenital, el papa Francisco exclama: ¡°No m¨¢s perros, no m¨¢s campanas, que suene Mozart¡±. El psicoanalista pone los conciertos de clarinete de Mozart e insta al sumo pont¨ªfice a que deje fluir su pensamiento. El papa Francisco cierra los ojos y comienza a hablar para s¨ª mismo en su oscuridad: beso el ponzo?oso calca?ar de los mendigos, le lavo los pies a una reclusa musulmana, abrazo a un enfermo desfigurado, me hago bendecir por los ni?os, me entrego a la multitud sin chaleco antibalas, celebro una misa en Lampedusa rodeado de cientos de ahogados, he sustituido los mocasines rojos de Prada por unos zapatones de rebajas, y aunque soy jesuita y argentino me esfuerzo en ser humilde; me averg¨¹enzan los esc¨¢ndalos de pederastia de la Iglesia, no condeno la homosexualidad, siento que los m¨¢rmoles, retablos y c¨²pulas me impiden ver a Dios y temo que un d¨ªa me aplasten, sue?o con irme a vivir a un piso, segundo izquierda, del Trast¨¦vere, amar la pobreza en medio de esta opulencia es una tortura. ?C¨®mo podr¨¦ superar esta insoportable neurosis? Y encima esa jaur¨ªa de mastines que me ladra desde las cavas del Vaticano ni siquiera me deja o¨ªr a Mozart. El psicoanalista sin levantar los ojos del cuaderno de notas, dice: ¡°No tema, Santidad. Yo tambi¨¦n soy argentino, me llamo Maquiavelo y le voy a ayudar¡±. El gato negro da un salto y sube al div¨¢n.
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