Unos ojos verdes
Eran verdes. No marrones con destellos verdosos, ni casta?os claros con reflejos aceitunados, ni azules pero impregnados del color de un mar revuelto, sino estricta, definitiva, abrumadoramente verdes. Y ¨¦l nunca hab¨ªa visto unos ojos as¨ª, del mismo tono que las hojas de un ¨¢rbol tierno.
Cuando se le pas¨® el susto, lo ¨²nico que pudo recordar fue el brillo verde, pur¨ªsimo, de los ojos que acababan de salvarle la vida. Porque aquella mujer que ven¨ªa andando por la acera, en direcci¨®n contraria, cuando su hermana peque?a sali¨® como una exhalaci¨®n de la tienda de ultramarinos, hab¨ªa agarrado a la ni?a de un tirante del vestido una mil¨¦sima de segundo antes de que aquel coche la atropellara, pero al hacerlo les hab¨ªa salvado a los dos, a su hermana y a ¨¦l.
Hab¨ªa salido de casa refunfu?ando, indignado con su madre, con su suerte y sobre todo con su memoria, el j¨²bilo que sinti¨® cuando su padre le puso entre los brazos a aquel beb¨¦ suave y sonrosado, caliente y perfecto, mon¨ªsimo. ?Qu¨¦ mona es¡! Lo hab¨ªa dicho en voz alta una docena de veces, como si se hubiera quedado atascado en esa exclamaci¨®n, mientras paseaba a aquella mu?eca por la habitaci¨®n de la cl¨ªnica. ?Qu¨¦ mona es, pero qu¨¦ mona¡! Eso hab¨ªa pasado casi tres a?os antes, y la melodiosa armon¨ªa que impregnaba aquella escena se hab¨ªa prolongado durante poco m¨¢s de un a?o. Demasiado poco, porque aquella monada dulce y pac¨ªfica que s¨®lo sab¨ªa mamar y dormir se convirti¨® enseguida en una condena. ?l no entend¨ªa c¨®mo era posible que un beb¨¦ tan bueno se hubiera convertido en una ni?a tan mala, incapaz de estarse quieta diez minutos. El Gran Houdini, la llamaba su padre cuando la ve¨ªa trepar por las paredes de malla del parque con la pericia de un chimpanc¨¦, y se re¨ªa, pero a ¨¦l no le hac¨ªa ninguna gracia. Porque cada vez que su hermana se escapaba del parque o de la cuna, cuando saltaba de la silla o empezaba a balancear la trona, en su casa s¨®lo sab¨ªan decir cinco palabras: Sergio, oc¨²pate de la ni?a.
?l habr¨ªa preferido morirse tambi¨¦n a seguir viviendo con el peso insoportable de esa culpa
As¨ª hab¨ªa empezado todo aquella tarde. Sergio, ll¨¦vate a la ni?a a los columpios, que est¨¢ insoportable. ?Y Miguel? Miguel es demasiado peque?o, ya lo sabes. ?Y pap¨¢? Pap¨¢ no ha vuelto de trabajar. ?Y t¨²? Yo tengo que ir a hacer la compra. Ya, pues yo¡ T¨² nada, t¨² te la llevas un rato a los columpios y no se hable m¨¢s. Quiz¨¢ por eso aquel coche hab¨ªa estado a punto de atropellarla. Porque ¨¦l estaba harto de sacar a la ni?a a la calle, harto de que se le soltara de la mano cada dos pasos, harto de que se pusiera a berrear, y se sentara en el suelo y le pateara los tobillos cada vez que le dec¨ªa que no a algo, harto de ella. Por eso cuando grit¨® ?caramelos! y se zaf¨® de sus dedos por en¨¦sima vez para ir a ver a aquel tendero que siempre le regalaba un par de sugus, la dej¨® ir. No pod¨ªa sospechar que volver¨ªa a salir tan deprisa que no le habr¨ªa dado tiempo a estar en la puerta de la tienda, esper¨¢ndola, ni que un coche azul oscuro se acercar¨ªa a m¨¢s velocidad de la previsible en una calle tan estrecha, ni que, por un instante, la ver¨ªa debajo de las ruedas. Nunca lleg¨® a estar all¨ª, porque una mano la agarr¨® de un tirante, la atrajo hacia la acera, la salv¨® por los pelos.
Sergio siempre recordar¨ªa aquel instante en silencio, un recuerdo imposible, porque el conductor tuvo que hacer chirriar las ruedas al frenar, y la ni?a tuvo que llorar, y ¨¦l grit¨®, pero nunca fue capaz de integrar esos sonidos en un recuerdo mudo y tan lento como si una c¨¢mara hubiera congelado cada movimiento. S¨®lo recordar¨ªa eso y los ojos verdes, muy verdes, verd¨ªsimos, de la mujer que se acerc¨® a ¨¦l llevando todav¨ªa a su hermana sujeta del tirante. Eso, y que si le hubiera pasado algo a la ni?a, ¨¦l habr¨ªa preferido morirse tambi¨¦n a seguir viviendo con el peso insoportable de esa culpa.
Pero desde entonces han pasado muchos a?os. Catorce, calcula Sergio mientras mira con disimulo los ojos verdes de la mujer que le ha dado la vez en la fruter¨ªa. Catorce a?os antes no se habr¨ªa fijado en su estatura, no habr¨ªa sabido decir de qu¨¦ color ten¨ªa el pelo, ni siquiera se habr¨ªa parado a calcular su edad. Los ojos, aquellos ojos, hab¨ªan invadido por completo el espacio de todo lo dem¨¢s, y desde entonces no ha vuelto a ver ese color en los ojos de nadie, excepto en los de la clienta que est¨¢ pidiendo dos kilos de naranjas. Mientras los reconoce, duda, busca una manera de preguntar, calibra el rid¨ªculo en el que pondr¨ªa una negativa, o no¡ No sabe qu¨¦ hacer cuando ella recoge las vueltas, gira sobre sus talones, le mira, sonr¨ªe.
¨C?Y tu hermana?
¨CInsoportable, como siempre ¨C¨¦l le devuelve la sonrisa¨C. Pero bien, haciendo el bachiller.
¨CMe alegro.
Los ojos verdes sonr¨ªen, brillan un instante, y, una vez m¨¢s, su due?a desaparece antes de que Sergio encuentre una manera de darle las gracias.
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